Los días como todos de Elena Poniatowska
La periodista mexicana cumple 90 años y será homenajeada en el Palacio de Bellas Artes. Recibe a EL PAÍS en su casa un sábado en el que, como otros, se ha dedicado a escribir y a recordar
Los días estos días son iguales a todos. Elena Poniatowska desayuna leyendo La Jornada, el diario donde publica los domingos. Camina menos de lo que debería y no va a misa. Nada ha cambiado demasiado. “Solo que hay muchísimas flores que cuidar”, dice la periodista y escritora en el salón de su casa, donde ha puesto los ramos que le enviaron porque este jueves cumple 90 años. Y está recibiendo a más reporteros de lo habitual; entran unos, salen otros. Ella los espera con una camiseta que tiene un pájaro verde pintado en el frente, regalo de una amiga ecologista: “Me puse el perico por lo del periodismo, pero no me preguntaron. Nosotros hablamos mucho. El perico habla, de los animales es el único que dice varias cosas”.
Poniatowska empezó a trabajar como reportera en el periódico Excélsior en 1953 cuando tenía 21 años. Con el tiempo, se convertiría en testigo y protagonista de la vida cultural, política e intelectual de México. Tuvo suerte, ha contado, porque las personas a las que quería entrevistar le contestaban el teléfono y entonces ella acudía a la cita con una libreta marca Scribe. Hace casi medio siglo, el poeta Alfonso Reyes la llamó m’hijita; Octavio Paz, que entonces ya había publicado El laberinto de la soledad, le preguntó si había leído a André Breton; la actriz Dolores del Río le regaló un perfume Guerlain. “Me lanzaba un poco como se lanza la gente joven”, cuenta a EL PAÍS un sábado de mayo. “No era difícil”, sigue, “porque a todo el mundo le gustaba que llegara una muchacha más o menos bonita que les preguntaba cualquier cosa”.
Al muralista Diego Rivera, por ejemplo, le preguntó por su dentadura. Él llegó, sonrió y ella pudo ver “sus dientes chiquitos”. No se le ocurrió otra cosa, entonces se lanzó: “Oiga, ¿y son de leche sus dientes?”. Él dijo que sí, que con ellos se comía “a las polaquitas”. “Y ya se siguió la entrevista con eso”, recuerda la periodista. Está sentada en uno de los sillones color amarillo del salón, delante de un ventanal; su gato aparece y se va. La obra del artista estaba vetada en su casa porque Rivera había pintado a la poeta Pita Amor, prima hermana de la madre de Poniatowska, desnuda. La joven periodista no había visto jamás sus murales: “Yo no tenía preparación ninguna, la información que tenía sobre México era súper escasa”.
Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor nació en París en 1932 en una familia que descendía de la aristocracia polaca. A los 10 años, llegó con su madre y su hermana, Sofía, a México. Su padre se había quedado en Europa para luchar en la Segunda Guerra Mundial y llegaría cuatro años después. En 1947 nacería su hermano, Jan, que murió a los 21 años en un accidente de coche. Poniatowska, que solo hablaba francés e inglés, aprendió el “español muy popular” que escuchaba en la calle o a las personas que trabajaban en su casa. Y enseguida se adaptó. “En México, ser güerito [rubio o blanco] es una gran ventaja, a mí me trataban muy bien, me gritaban en la calle ‘¡mamacita, mamacita!”. A su hermana no le gustaba cuando eso pasaba, pero a ella sí y sonreía con la mueca infantil que todavía conserva.
–¿Hace cuánto vive en esta casa?
–Hace mil años. Muchísimos, casi todos los años que tengo. Ese es Vais, es el gato–, apunta cuando el animal pasa, maulla y sigue hacia el fondo de la casa.
–¿Cuántos años tiene el gato?
–No sé. Tiene todos porque aquí nació. Yo no llevo la cuenta ni del dinero ni de los gatos. Ni de los años.
Su casa está detrás de una puerta blanca en el barrio de Chimalistac, al sur de Ciudad de México. Al atravesar el jardín florido y cruzar la puerta de entrada los libros cubren todas las paredes. La vivienda es una biblioteca. Las publicaciones están identificadas en el lomo y los estantes están ordenados alfabéticamente. Aunque ahora, señala Poniatowska, están desacomodados y ya no sabe si los ordenará. Además de flores y libros, en el salón hay almohadones bordados, sobre todo, con motivos orgánicos –plantas, aves–. Uno tiene impresa la caricatura del presidente Andrés Manuel López Obrador, a quien la escritora apoyó en las elecciones de 2018. El día de su cumpleaños, este jueves 19 de mayo, la escritora no lo festejará aquí. La casa es chica dice. La celebración, en cambio, será en el Palacio Nacional de Bellas Artes, un homenaje organizado por la Secretaría de Cultura.
Diseminadas por varias partes de la casa hay también bolas de navidad gigantes, esferas brillantes que compró en una fábrica cerca de allí. “Me hice amiga de la señora. Iba a poner como 10.000 bolas aquí”, cuenta. Martina, la mujer que trabaja en la casa de la periodista, ha colocado junto a una de esas piezas, en un estante alto, otro adorno que no debería estar ahí. “Ay, quítalo porque no se sabe qué es. Hasta pensé que un ratón”, dice Poniatowska cuando mira hacia arriba. La escritora se ha levantado, ágil, del sillón amarillo porque la fotógrafa le pide un retrato junto a la mesa redonda repleta de fotos: de sus diez nietos, de su amigo Carlos Monsiváis, de la pintora Leonora Carrington.
“Gracias al periodismo”, dice, “empecé a conocer a grandes mexicanos, que quizá no hubiera yo conocido si no”. Salvo al escritor Carlos Fuentes, que como era hijo de diplomáticos asistía a los mismos bailes que ella. Así lo cuenta la escritora en su último libro, El amante polaco, dos tomos de una novela personal en la que investiga la historia de su antepasado Stanislaw Poniatowski, el último rey de Polonia, y reconstruye su propia biografía: “En las fiestas, Carlos y yo bailamos valses y polkas, pero también La bamba y La raspa que, más bien, nos pone a brincar como canguros hasta el agotamiento. ‘Vamos a bailar una conga’, pide Carlos, porque así toma de la cintura a la muchacha frente a él; hacemos una larga cola y avanzamos cual víbora por corredores y escaleras a través de toda la casa”.
Si lo recuerda vuelve a sonreír con el gesto de niña: frunce la nariz y enseña los dientes. Cuando se escribe sobre ella, se menciona ese aire ingenuo. Intelectual de izquierdas, autora de más de 30 novelas, ensayos y cuentos, aguda e irónica, es difícil creer que sea una ilusa. “Sonrío porque tengo el labio superior muy corto y mi boca se abre sola, pero también sonrío porque tengo mucha disposición a la felicidad”. Lo cuenta también en El amante polaco, donde además revela, sin decir su nombre, que el escritor Juan José Arreola, 20 años mayor que ella, la violó y dejó embarazada de su primer hijo en 1955.
–Cuando mira atrás, todo lo que ha escrito, el lugar que ocupa en el mundo de la cultura mexicana, ¿cómo se ve?
–Pues yo no me dedico a pensar mucho cómo me veo, porque siempre estoy pensando en otras causas que no son la mía. A mí lo que me salva es salir de mí misma y hablar con otros, oír a otros y preocuparme por otros. Por ejemplo, he trabajado con campesinas, con costureras, en el terremoto [de 1985] me quedé durante meses en la calle e hice una relación con muchísimos damnificados.
Y antes de eso, La noche de Tlatelolco (1971). Su obra más reconocida es un relato coral que recoge testimonios de lo ocurrido la tarde del 2 de octubre de 1968, cuando el Gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), reprimió brutalmente un mitin de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de la capital mexicana. La narración es uno de los registros que ha trascendido de aquella tarde. 30 años después de la publicación, el escritor Luis González de Alba, líder estudiantil en la década de los sesentas, denunció a la escritora por “alteración del contenido” y el texto tuvo que ser en parte corregido. “Él empezó a decirme que yo me había equivocado en muchas cosas, pero yo ponía lo que me decían las personas con quienes yo hablaba. Lo ponía lo más religiosamente posible”, defiende la periodista.
Lo que le preocupa estos días son los asesinatos de periodistas en México, los feminicidios y un payaso al que quieren desplazar de una plaza de la alcaldía de Coyoacán donde trabaja hace años. A Moisés Miranda lo conoce de sus caminatas por el barrio, que empiezan al cruzar la calle, en la Iglesia de San Sebastián. “Se ha envejecido y sería una infamia que lo sacaran”, cuenta. En Twitter ha denunciado el caso y ha ofrecido, incluso, ir a quejarse ante el presidente municipal: “Si el delegado no lo entiende recurriremos a Dios Padre”.
Estos días, iguales a todos los demás, no ha dejado de trabajar. “Estoy escribiendo”, dice, “siempre estoy escribiendo”. Y cuando no está haciendo eso, no sabe qué le gusta: “Tengo muy buenos amigos, aunque dos que me importaron mucho, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, y también Octavio Paz… A Octavio Paz lo extraño muchísimo”. “Ahora de lo que ya tengo una certeza es de que me queda poco tiempo”, apunta, “eso sí es una verdad absoluta”. Ya en 2013, cuando recibió el Premio Cervantes en Madrid, decía aquello: “Yo estoy a punto de ser efímera. Yo ya tengo 81 años. El año que entra tengo 82. Ocho años para 90″.
–Lo ha dicho muchas veces. ¿Pero y si todavía tiene 10 años más?
–Qué bueno, qué bueno.
Encoge la nariz, muestra los dientes, y no agrega nada más.
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