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Combat Rock
Columna
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Una feria necesaria

La FIL no es de los funcionarios y gerifaltes, ni siquiera de quienes la han administrado, sino un patrimonio social y cultural de todo el país y la lengua española

Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2023
Vista general de los pasillos de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el 30 de noviembre de 2021.Gladys Serrano
Antonio Ortuño

Terminó la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y se desperdigó en todas direcciones la parvada que la anima y habita: miles de visitantes (250 mil, según el balance oficial, cifra bastante considerable si se toma en cuenta que hubo que observar una larga lista de restricciones sanitarias), y cientos de escritores, editores, profesionales del libro, académicos y periodistas. Una parvada que el poder mexicano se afana en mostrar como homogénea y unida en un supuesto “conservadurismo”, pero que en realidad es diversísima e imposible de contener en un cajón.

Además de la vasta oferta de libros en el área de exhibición (240 mil títulos de mil 223 editoriales, lo que no es poca cosa), la pluralidad de la feria sucede en muchos espacios. En las mesas y foros que reúnen distintas generaciones y estéticas literarias, y diferentes procedencias y posturas en temas de ciencias sociales, divulgación científica, y pensamiento político y social, por ejemplo. En los innumerables encuentros de pasillo entre amigos y conocidos (y, porque no decirlo, hasta rivales) y las subsecuentes comidas, cenas y after, de las que saldrán amistades, complicidades (que nunca hay que confundir con conspiraciones), y nuevas alianzas editoriales y culturales. Encuentros en los que se presentan ofertas y se traman contratos por venir, en las que una joven autora conocerá a quienes acabarán por difundir su obra, o un joven editor pescará a los nuevos talentos de su sello.

Pero, aparte de estas actividades, que algún puritano leerá con la nariz fruncida porque son “cosas de industria”, la feria es, sobre todo, un festival cultural para beneficio y felicidad de sus de lectores. Para miles de personas representa la oportunidad de descubrir nuevas voces y charlar con autores e invitados con una cercanía que pocos espacios, ni siquiera las redes, ofrecen. Deben ser millones los jóvenes lectores que han encontrado en la FIL sus primeras y más entrañables lecturas y miles quienes definieron en ella su vocación académica y laboral artística o científica. Y qué decir de esos otros millares de paseantes de a pie, que han encontrado en sus stands toda clase de libros para entretenerse, para disfrutar, para evadirse del mundo o conocerlo más a fondo, con sus ángulos claros y sombríos.

Las cultura no es amiga de la política. La política exige sumisiones, disciplina y “sacrificios por la causa” y le teme al pensamiento crítico como a la peste. Y la política, además, cree que la única explicación de todo se encuentra en ella misma, es decir, en las grillas y desacuerdos de los gerifaltes de las instituciones involucradas en la organización de la feria y aquellos otros que quisieran apropiársela o desaparecerla.

¿Quién querría ver mermada o difunta a la FIL? (Y acá no me refiero a los envidiosos a quienes les encantaría ser estrellas, pero nadie les tira un lazo ni les lee sus mamotretos) ¿A quién le serviría dejar a la ciudad y al país sin uno de sus principales espacios de discusión y convivencia intelectual? La respuesta es sencilla: a quienes piensan que la única palabra que debe ser escuchada es la suya y los únicos que deberían hablar en voz alta son aquellos paleros que la acatan y difunden.

Por supuesto que no hay iniciativa cultural irreprochable. Pero la FIL no es de los funcionarios y gerifaltes, ni siquiera de quienes la han administrado, sino un patrimonio social y cultural de todo el país y la lengua española. Si no existiera, habría que inventarla. Y como ya existe, hay que dejar en claro que es necesaria y debe ser preservada. Y los paleros podrán decir misa, pero bien que allí andaban, en la feria, mendigando un “buenos días”.

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