La memoria, el horror y la serpiente
Varios de los niños que han pasado por las jaulas de cautiverio en que los encierra la autoridad migratoria norteamericana, declaran que durante su encierro soñaban que les cortaban la lengua o se despertaban sin boca: la mutilación encarna al olvido
Hay quienes, ante una serpiente, se paralizan, así como hay quienes echan a correr.
Quienes echan a correr, creyendo que así escaparán del reptil que los atemoriza, no hacen sino incrementar las posibilidades de ser mordidos.
Y la reacción ante la mordida de una serpiente venenosa puede ser terrible: desde la necrosis de un miembro —puede terminar en la amputación de una mano, brazo, pie o pierna—, hasta la muerte —por asfixia, por ejemplo—.
En cambio, aquellos que, ante la aparición de una serpiente de cascabel, una nauyaca de árbol o una coralillo, consiguen quedarse quietos, controlando el miedo que el animal les inspira, aumentan la posibilidad de salir indemnes del desafortunado encuentro, pues, como sabemos, las serpientes reaccionan al movimiento.
Eso —que las serpientes reaccionan al movimiento— es algo que sabemos, que se nos ha dicho a todos y que, en algún momento de nuestras vidas, también se lo hemos dicho a alguien más —independientemente de que vivamos en el quinto piso de un edificio de una unidad habitacional de una ciudad cuya serpiente más cercana, sin contar las que viven en los zoológicos, está a mil kilómetros de distancia—.
Está claro que la mitad que echa a correr obvia dicha enseñanza, adherida a nuestro consciente como las palabras de nuestros padres. Pero también obvia una segunda enseñanza, adherida a nuestro inconsciente —como lo están, por ejemplo, las palabras de nuestros antepasados más remotos— desde hace miles de años —hay temores adquiridos socialmente y hay temores que poseemos atávicamente, es decir, gracias a la memoria de nuestro material genético (los instintos, por ejemplo)—.
Ya lo sabemos: hubo, una vez, un primer hombre o una primera mujer que se paralizó ante una serpiente y que, al hacerlo, descubrió que la serpiente, en lugar de atacarla, pasó de largo; esa mujer le contó su experiencia a otra, que le contó aquello mismo a un hombre, que se lo contó a uno más, que a su vez se lo contó a otro, que se lo contó a otra que, aunque ya no lo contó, lo transmitió a sus hijos, que se lo transmitieron a los suyos, quienes, a su vez, se lo transmitieron a su propia descendencia, que por su parte se lo transmitieron a su... y así podemos seguir hasta llegar a nosotros.
—Hace años, en la selva que se derrama en torno de las ruinas de Palenque, mi hermano, que debía tener dieciséis (me lleva una década), levantó una serpiente cuyos colores lo habían, antes, paralizado (además de la parálisis, heredamos la fascinación, que es otro rostro de nuestros miedos, escribió hace siglos Milton, tras explicar cómo un Dios podía encontrar en la serpiente a la criatura más apta para servir a sus artificios). En segundos, aquella coralillo se enrolló en el brazo de mi hermano. Y estaba a punto de morderlo cuando, de la nada, apareció un vigilante que dejó caer su machete y la cortó en dos, sin rasguñar la piel de aquel muchacho fascinado—.
Todo esto para decir que esa segunda forma de memoria, es decir, la que heredamos genéticamente, aquella que resulta del saber de todos, esa de la que no podemos sustraernos y que nos permite actuar de un modo u otro pero no decir que no sabíamos qué estábamos haciendo —en alguna parte del cuerpo—; que, hacer aquello —correr, por ejemplo, dejarnos seducir por el objeto de nuestro temor, también, por ejemplo— era una buena idea, fue, antes de ser algo inconsciente, un saber consciente; todo esto, pues, para decir que, a esa, a nuestra memoria atávica, es a lo que aspira o debería aspirar, siempre, como morada final, todo conocimiento, cuando menos, todo conocimiento que pueda y deba ser transmitido social, escolar o artísticamente.
Es por esto que, quien pretenden zanjar el conflicto —por ejemplo, las guerras de conquista— en nombre del olvido —”pero si los españoles ya ni se acuerdan de los árabes”, dice, claro, quien nunca ha hablado con los árabes—, un olvido cuyo objetivo no es el perdón sino el “eso qué más da, por qué tendría que importar”, no sólo atentan contra sus contemporáneos, también contra el futuro: aquellos que vendrán y deberían llevar consigo, además del resto de sus saberes, el del horror ante el hombre que somete a otro hombre violentamente, pues dicho saber los pondría en alerta —tal y como los pondrán una pistola o un palo— ante cualquier conflicto a gran escala.
—Hace mucho años, en Culiacán, mi padre (debía tener cuarenta y cinco), apenas sentir la mano que buscaba sacarle la cartera del bolsillo trasero del pantalón, sin importarle el cuchillo que vimos apenas volteamos la cabeza (además de la parálisis y la fascinación, heredamos la furia, que es otro de los rostros de nuestros miedos, el de su mayor imprudencia, también escribió Milton), se lanzó contra el ladrón, a quien desarmó y golpeó, para sorpresa mía y de mi hermano menor. Luego, en casa, con aquel cuchillo aún en la mano, nos urgió a olvidar lo sucedido y, sobre todo, su reacción—.
Hay que olvidar, dice Nietzsche una y otra vez, pero sólo si ese olvido es una facultad activa y no una renuncia a la primitividad, a nuestros saber atávico; hay que olvidar, pues, pero no aquello que nos configura por sobre nuestra constitución moral. Olvidar, asevera Nietzsche, significa “cerrar, de vez en cuando, las puertas y ventanas de la consciencia”. De la consciencia, no de la inconsciencia. Y de vez en cuando, no siempre, pues hay cosas que no deben olvidarse o se corre el riesgo de ceder ante el horror, como escribiera el propio Nietzsche, no ya como filósofo, sino como poeta:
“¿Qué cogiste / con el lazo de tu sabiduría? / ¿Qué atrapaste / en el paraíso de la antigua serpiente? / ¿Qué has introducido en ti mismo / en ti —en ti—? / Ahora, enfermo, / por el veneno de la serpiente enfermo; / ahora, prisionero, / arrastrado al más duro destino: / en su propio pozo, / trabajando encorvado, / escondido en tu propia madriguera, / enterrándote a ti mismo, / sin poder ser ayudado, / rígido / cadáver, / agobiado por cien lastres, / sobrecargado por ti mismo”.
Con ese Nietzsche, el que habla de debernos a nuestra memoria atávica y de permitirnos recordar aquello que aspira a ser, precisamente, atávico, estaría de acuerdo, curiosamente, Primo Levi, quien aseguró que era fundamental recordar siempre al horror y a sus víctimas —y a cuyos trabajos, Tzvetan Todorov, añadiría que, esa memoria que no debemos perder, también tendría que incluir a quienes llevaron a cabo el horror, pues, sin ellos, la comprensión queda incompleta—.
No es casualidad que el mayor miedo de Levi y de muchos otros de quienes padecieron el horror de los campos de exterminio, como él mismo dejó escrito, fuera que, tras salir de ahí, nadie les creyera lo que habían vivido, que nadie les creyera y que, por lo tanto, aquello se olvidara, que no fuera recordado o lo fuera parcialmente; que, de la historia de la Segunda Guerra, esa parte quedara suprimida.
Como tampoco es casualidad que, varios de los niños que han pasado por las jaulas de cautiverio en que los encierra la autoridad migratoria norteamericana, declaren que, durante los días, semanas y meses de su encierro, soñaban que les cortaban la lengua o se despertaban sin boca: la mutilación encarna en dicha situación al olvido.
Porque la lengua encarna, en esa situación pero también en un sin fin de otras situaciones semejantes, la posibilidad de transformar un suceso en recuerdo, el recuerdo que habrá de configurar nuestra constitución moral.
El recuerdo que, luego, habrá de convertirse en conocimiento atávico, en memoria inconsciente del horror, de todos los horrores.
Una memoria a la que muchos seres humanos nos enfrentamos, sin importar que ésta nos paralice, nos fascine o nos aterre.
Y es que, por cada uno de aquellos que, apenas ven a la serpiente, echan a correr, hay también un Primo Levi.
Un hombre tan decidido a luchar contra el olvido que, justo antes de su muerte, ordenó que, sobre su lápida, grabaran su número.
El numero que le tatuaron en el campo de exterminio del que él, Levi, salió, determinado, a contar el horror.
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