La realidad de las ficciones que se bifurcan
No creo que existan ni las ficciones a medias ni las no ficciones a medias. Estoy seguro de que, aunque aún no le hayamos puesto nombre, existe un género que se gesta entre la ficción y la no ficción
Lo que estoy a punto de escribir podría pasar por cuento o por relato, pero no lo es. No se trata de una ficción ni de una ficción a medias, aunque tampoco es un artículo de opinión ni una crónica —en el sentido clásico o en sus acepciones más actuales—. No es esta, pues, una recopilación de hechos históricos o de ciertos acontecimientos en la vida de un hombre —narrados con afán cronológico, por ejemplo—, como tampoco es una relación de sucesos anotados por un testigo contenido o imparcial.
Por no ser, esto no es ni siquiera un escrito compuesto a partir de materiales objetivos, de una o varias voces autorizadas o de sucesos o hechos comprobados o comprobables; menos aún es un texto soportado en textos previos o fundamentado a partir de aquello que se suele conocer como opiniones expertas o profesionales.
En suma, para dejarlo claro antes de que el lector que lee un periódico con la esperanza de encontrar en este lo que debería haber aquí; antes, pues, de que usted continúe con su lectura, debo insistir en que este escrito no debería estar aquí, precisamente porque, como ya dije, este escrito no es una columna de opinión ni una crónica ni una nota periodística ni, aunque eso pueda parecerle al final, una ficción.
Pero bueno, llevada a cabo esta advertencia, que terminó siendo, además, esta larga introducción que usted acaba de leer y que, en realidad, no introduce, pues más que introducir, excluye —lo cual, a fin de cuentas, es igual de importante y necesario, aunque normalmente lo obviemos—, debo decir que es altamente probable que al comienzo de este escrito me haya equivocado y que este texto, aunque no sea un cuento ni un relato, aunque no sea una ficción, podría ser una ficción a medias.
No lo creo, sin embargo —ni haberme equivocado al comienzo de este escrito ni que se trate, este, de una ficción a medias—, aún a pesar de que reconozco, por supuesto, que lo que usted habrá de leer aquí —más por su propia incredulidad que por el texto en sí— podría parecer, precisamente, eso: una ficción a medias; razón por la cual, repito, no debería haber sido publicado en este espacio, aunque, honestamente, esa también sea la razón por la que debía ser publicado aquí y en ningún otro lugar. No quiero, sin embargo, dejar sin respuesta aquella pregunta que he hecho antes.
¿Por qué no creo que sea una ficción a medias? Porque tampoco creo que sea una no ficción a medias. No creo que existan ni las ficciones a medias ni las no ficciones a medias. Estoy seguro de que, aunque aún no le hayamos puesto nombre, existe un género que se gesta entre la ficción y la no ficción; incluso, entre la ficción de no ficción y la no ficción de ficción. Un género que se practica a todas horas, de modo inconsciente; un género que depende antes de los prejuicios del lector que de los del escritor. Y estoy seguro de que, a ese género que, ya dije, no hemos bautizado todavía y al que, por lo tanto, no sabemos agarrarnos, tampoco pertenece este escrito.
Por otro lado, ¿cómo saber qué es, en realidad, un texto que ha sido inspirado por un suceso que no sé, que no estoy seguro si fue aquello, un suceso, o fue, más bien, su opuesto, es decir, un no suceso? ¿Cuánto tuvo, pues, de suceso y cuánto de no suceso aquello que habré muy pronto de contar —lo prometo— y que hace apenas un par de noches —mientras releía Extraterritorial de George Steiner, a consecuencia de mi relectura de Ficciones, de Borges— reapareció en mi memoria como un golpe de realidad, pero también de no realidad y me llevó a escribir este texto, texto que, con suerte, usted sigue leyendo, a pesar de la exasperación que, para este punto, con razón, lo debería haber hecho abandonarlo desde hace uno o más párrafos?
Pero bueno, en nombre de esa misma exasperación —más bien, en nombre de aquellos lectores que han conseguido derrotarla y continuar— es que mejor dejo aparcadas, de una vez, todas las preguntas y relato —anoto, esta es la palabra que debía usar, para no generar más confusiones, aunque la palabra relatar la use en su sentido más práctico y menos literario (literario, esta palabra sí que debía evitarla en este texto)— los acontecimientos que he estado evitando, acontecimientos que, ya dije, no consigo resolver si fueron o no ciertos del todo, pues no he sido capaz de discernir cuánto obedecen a la imaginación, la representación o la realidad —evidentemente, estás últimas palabras, también las uso en su sentido casual y no filosófico—.
Acá pongo punto y aparte, pues, a mi preocupación sobre qué podría ser o a qué género podría pertenecer este escrito —dado que ni siquiera sé qué fue en realidad lo que viví y qué fue lo que no viví— y escribo, finalmente, pero no sin antes advertir al lector una última vez que no sé, evidentemente, cuánto hay de ficción y cuánto hay de no ficción, cuánto se ha deformado —con el tiempo, la memoria y la escritura— esto que usted, lector a prueba de idas y vueltas, pero aferrado —inconscientemente, claro— a sus ideas previas, leerá a partir de aquí: entré en aquella librería de primeras ediciones de manera casi accidental, lo cual no le restó emoción alguna a mi visita.
Antes de aquella mañana, había paseado varias veces por esa calle en la que, de pronto, me encontré aquel local —local que, estoy casi seguro, no había estado ahí durante los días previos ni volvería a estarlo después, durante los días finales de aquel viaje que me llevó de México a París, invitado por los siempre sonrientes organizadores de uno de esos festivales sin pies ni cabeza, en los que la literatura latinoamericana se transforma en una sola, absurda e improbable cosa— que no contaba con ningún letrero ni ninguna ventana que permitiera asomarse a su interior.
Sobre la puerta de aquel local colgaba, solitario, un anuncio que decía “abierto”. Fue ese anuncio el que espoleó mi curiosidad y me llevó al interior de aquella librería en la que me asombrarían primeras ediciones de Joyce, Kafka, Woolf, Faulkner, Camus y Colette y donde mi asombro se volvería excitación, ante las primeras ediciones de La divina comedia y los sonetos de Shakespeare. Aun así, lo mejor de todo, lo que llevó mi excitación al desconcierto, fue el hallazgo de un ejemplar oculto.
“No puede ser”, me dije al abrirlo —la promesa de su lomo parecía una mentira—. Visiones y adivinaciones de Bustos Domecq, confirmaba la primera página. No eran los problemas de Parodi ni el modelo para la muerte ni las crónicas ni los nuevos cuentos. Entre las manos sostenía —sostuve un instante— un libro desconocido —por la fecha, debió ser el primero— de ese escritor argentino que fueron Borges y Bioy Casares.
Antes de que consiguiera reponerme al desconcierto, el librero brincó de un extremo al otro del local, me arrebató la primera obra de Domecq, preguntándome, al mismo tiempo, dónde lo había encontrado, quién era yo y qué demonios hacía en su librería. El hombre no me dio tiempo, sin embargo, a contestar ninguna de sus preguntas.
Con la misma ansiedad y agresividad con la que escupió su retahíla de cuestionamientos, me orilló hacia la entrada, me empujó después hasta la puerta, me echó luego a la calle y cerró, tras de mí, la hoja de madera que, hacía nada, había estado abierta.
En la calle, mientras caía de la excitación al asombro y de este a la curiosidad, la certeza de haber vivido aquello que acaba de vivir empezó a deformarse, a convertirse en ese tipo de incredulidad que conduce, inevitablemente, a la duda.
“No puede ser”, me repetí echando a caminar, cuando el sentido de aquellas tres palabras, como el de mi experiencia, se volvió otro: aquello que había sido incredulidad y luego duda, de golpe era, contenía un reproche.
Un reproche a mis sentidos —en general— y a mi sentido de realidad —en particular— pero también una advertencia: no puede ser, no pasó eso que pasó, no fue real, te estás volviendo, quedando idiota.
Asustado, aceptando que era cierto aquello de lo que quería convencerme mi sentido de supervivencia, me alejé de aquella calle, tanto como de aquello que había vivido.
La distancia que interpuse entonces entre el suceso y el no suceso funcionó durante años. Hace unos días, sin embargo, releyendo a Steiner, volvió de golpe.
Supe, entonces, que aquello sí había acontecido, aunque en el vértice que no, aún no hemos sabido nombrar, que aún no hemos bautizado.
Igual que supe que este relato —la palabra relato, insisto, no es la mejor— cabía, claro, en un periódico, a pesar de los prejuicios.
A fin de cuentas, hay un libro de Bustos Domecq del que nadie o casi nadie sabe nada o casi nada. Yo lo tuve en las manos.
Y eso, a diferencia de todo lo demás que usted leerá en este diario, sí que es una noticia.
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