Más de 6.000 murales para que los vecinos de Iztapalapa vuelvan a mirarse en las paredes
Hace tres años, la alcaldía más poblada de México empezó un proyecto para cambiar la mirada de los vecinos sobre sus colonias a través del arte urbano: una forma de combatir el estigma de violencia inspirada en experiencias similares en otras ciudades. Hoy, los habitantes mismos piden que pongan color en sus casas, en sus negocios, que pinten a un familiar asesinado en las paredes, porque esas son sus calles
Agita el bote de pintura y contempla su última creación, la cara protegida por una máscara de gas que usa para no inhalar los vapores del aerosol. Se llama Pedro Peña —36 años, sudadera, pelo largo— y es muralista. Da los retoques finales a su última obra: un retrato de dos vecinos de esa misma calle, conocidos por todos en la Colonia Xalpa, en Iztapalapa, porque cada día, al caer la tarde, se sientan en la puerta de su casa a ver pasar coches, gente, nubes. Ella, Imelda, en su silla de ruedas. Él, Reyes, a su lado. La imagen de los dos allí juntos, día sí, día también, tenía algo, explica el artista: una fuerza especial; la belleza de lo cotidiano, quizá. Un día, decidió hacerles una foto, y, poco después, volcó la imagen en una pared. “Lo hago como homenaje a ellos”, explica el grafitero, “es la parte más bonita de este trabajo. Te cuenta una historia local, de aquí. Ahora pasas y los ves sentados, y cuando ellos ya no estén, los verás en este mural”.
Mientras cuenta por qué decidió inmortalizar a Imelda y a Reyes, un coche pasa y hace sonar la bocina. Se detiene. Baja la ventanilla. El conductor ha reconocido a los retratados y felicita al artista por su obra. No es la primera que Peña —o, como es conocido en el mundo del grafiti, Sr. Mickrone— pinta en el barrio. Su trabajo forma parte de Iztapalapa Mural, un proyecto impulsado por la alcaldía en 2018 por el que ya se han realizado 6.825 grafitis en las paredes de casas particulares, en azoteas, en cualquier muro. O, lo que es lo mismo, 236.949,78 metros cuadrados de pintura y más de 100 muralistas.
La iniciativa pretende “recuperar y dignificar los espacios públicos a través del arte”; resignificar el ambiente urbano; implicar a los vecinos en su conservación; embellecer las 293 colonias que forman Iztapalapa, una de las alcaldías más pobres de la capital, tan acostumbrada a los tonos gris hormigón de viviendas que siempre están a medio construir, a la espera de una planta más para ese familiar que está por venir. Y, a través de ello, aspira a disminuir la violencia y la inseguridad —el 79,2% de los mayores de edad de Iztapalapa aseguraban sentirse inseguros en la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana de junio de 2021—, los dos problemas estructurales que, junto con la pobreza, atraviesan la alcaldía de norte a sur.
Iztapalapa Mural, a su vez, forma parte de Senderos Seguros, una medida que busca erradicar la violencia contra las mujeres en la vía pública, explica por teléfono la alcaldesa Clara Brugada: “Si una niña se siente segura cuando camina por estos lugares, cualquiera se sentirá seguro”. El primer paso fue introducir alumbrado público, hasta entonces un servicio escaso en la mayoría de colonias. “Luego es toda la imagen urbana, cuidar todo, limpiarlo, y vimos que era muy importante recuperar el tema de los murales, plasmar arte en las calles”, sintetiza Brugada. A primera vista, combatir la inseguridad con pintura y luz puede sonar ingenuo, pero los números que manejan son elocuentes: en los Senderos Seguros, los delitos contra las mujeres han descendido un 26%; los robos un 57% y el narcomenudeo un 44%, según datos de la alcaldía.
Al principio, costó que la iniciativa echara andar. Los vecinos se mostraban reacios a ceder su pared. Ahora, una mañana de septiembre en la que el sol aprieta, varias personas se acercan a la esquina en la que Pedro Peña trabaja entre botes de spray vacíos, para pedirle, por favor, que también pinte un mural para ellos. Un hombre pregunta por un diseño para su restaurante. Una mujer aparece con una fotografía en tonos sepia, carcomida por los años, de un joven que mira desafiante a la cámara. Se llamaba Ricardo Romero y rapeaba. Falleció en 1997. Sus amigos y familiares han solicitado al ayuntamiento un grafiti en su honor. “Vamos a hacer dibujos de vecinos que han sido asesinados”, añade Peña. A conservar en las paredes del barrio la memoria colectiva de un territorio golpeado por la violencia.
Peña, que lleva mucho tiempo ya en el mundo del arte urbano, siempre intenta darle a sus trabajos un enfoque social. Antes hacía talleres con niños, y después de esta iniciativa, dice ilusionado, muchos se harán muralistas. Lleva en el proyecto desde hace más de 200 murales, es decir, febrero de 2020. Le gusta pintar las caras de los habitantes del barrio, de líderes sociales o de gente relevante para la comunidad. Está convencido de que la iniciativa funciona, que los vecinos se involucran y cuidan más el espacio, que verse reflejados en las paredes genera un sentimiento de identidad colectiva: “El rescate que le dan a las comunidades es increíble”.
La de Iztapalapa no es la primera iniciativa que trata de utilizar el grafiti como una forma de recuperación urbana. Se han llevado a cabo experiencias similares en La Comuna 13, uno de los barrios más conflictivos de la ciudad colombiana de Medellín, por ejemplo. O en las favelas de Río de Janeiro, en Brasil. Sin embargo, Dael Gómez —30 años, amplio sombrero sobre el pelo corto—, uno de los coordinadores de Iztapalapa Mural, asegura que este es el mayor proyecto de arte urbano de Latinoamérica. Han ido incluso a presentarlo a convenciones internacionales de grafiti.
Héctor Castillo Berthier, del Instituto de Investigaciones Sociales, Doctor en Sociología especializado en jóvenes y violencia, ya utilizaba el arte urbano en proyectos de intervención comunitaria desde los años ochenta. Conoció las experiencias con murales en las favelas brasileñas, donde fue invitado por el gobierno del expresidente Lula Da Silva e importó el modelo a varias ciudades mexicanas. Recuerda con especial cariño el trabajo que realizaron en Pachuca, Hidalgo, donde convirtieron todas las casas del cerro Palmitas en un gran lienzo. Al otro lado del teléfono, se muestra categórico: “El grafiti funciona para combatir la violencia, pero tiene que ser un trabajo muy colectivo. Para que tenga un impacto directo necesitas dimensionarlo en el tamaño de una comunidad”.
Como él, Aurora González Granados, académica en la Facultad de Estudios Superiores Zaragoza, considera que, en efecto, el impacto del proyecto puede ser positivo, “aunque requiere de una inversión y esfuerzo constante”. Sin embargo, “un barrio remozado difícilmente podrá borrar los efectos de décadas de violencia cultural y estructural”, puntualiza durante un intercambio de correos, y remarca la necesidad de realizar labores preventivas, involucrar a los jóvenes para “un mayor efecto en la transformación del barrio y de ellos mismos”.
“Orgullosamente de Iztapalapa”
La vida brota de puertas para afuera en la Avenida Guanábana, en la Colonia Xalpa. Parece que nadie quiere estar en casa, que nadie se quiere perder esta mañana de viernes. Las fachadas de las viviendas son, la mayoría de las veces, comercios de distinto tipo: carnicerías, tiendas de electrónica, peluquerías, bares. La calle está plagada de puestos de comida, de personas que suben y bajan con prisa, de coches que a duras penas consiguen escalar la empinada cuesta que, kilómetros más arriba, se convierte en el volcán Tetlaman. Un par de grupos de música tocan en un garaje reconvertido en local de ensayo, que escupe los golpes de la batería por sus puertas abiertas de par en par.
Sentado en un taburete en la esquina donde hoy ha instalado su negocio, Germán Cruz ofrece un diagnóstico sobre el lugar donde ha pasado sus 35 años de vida: “El principal problema es la inseguridad. Los murales le dan un aspecto diferente a Iztapalapa, contribuyen mucho al cambio de aspecto, pero no creo que disminuyan la violencia. La luminaria sí ha ayudado”. Cruz vende de todo en su puesto callejero. Lo mismo películas pirata que ropa, perfume o libros para colorear. Dice que, a veces, sí se siente mal cuando asocian su barrio con la delincuencia, pero que uno se acaba acostumbrando. Que qué le va a hacer, si le ha tocado vivir aquí. Que “hay que contribuir como se pueda”.
Y es que el baile de cifras sobre esta alcaldía, la más poblada de la capital, constituye una suerte de compendio de tragedias, abandonos y negligencias institucionales (aquí sucedió, de hecho, el derrumbe de la Línea 12 del metro que mató a 26 personas, el pasado mayo). Por ejemplo: de 2015 a 2020, los registros por homicidio aumentaron un 51%; la violencia familiar un 47.5%; el abuso sexual un 141% y la violación un 94%, según el reporte Iztapalapa 2021, un amplio análisis de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito. El informe también identificó un acceso escaso o nulo al servicio de agua, así como concentración de basura y “heces fecales”. Concluía que “la falta de oportunidades de empleo, el consumo temprano de drogas, la violencia en el hogar y la violencia contra la mujer, así como los comportamientos delictivos, exacerban el contexto de inseguridad”.
—Y, tú, si pudieras, ¿te irías de Iztapalapa?
Dice que la pregunta le agarró desprevenida. Que, en realidad, en sus 32 años, todos de ellos vividos en este barrio al sureste de la capital, nunca se lo había planteado. Una muralista norteamericana, que vino a colaborar con el proyecto, sembró la duda en la cabeza de Sandy Bell Arias — ropa ancha, gorra, voz amable—, otra de las coordinadoras y la encargada de tratar con los vecinos e investigar la historia de cada colonia para proponer murales acordes a ella. “No es que sea el lugar más seguro, a mí me han amenazado distribuidores [narcotraficantes], porque al trabajar en la alcaldía, cada vez que detienen a uno de ellos piensan que tienes que ver. Pero este es mi sitio”.
Sí, Iztapala es gris, violento, inseguro, enumera Arias, pero también es un barrio trabajador, con 17 pueblos y ocho barrios originarios, donde el abandono institucional de décadas ha generado un fuerte sentimiento de unidad entre vecinos, que se juntan para resolver los problemas del día a día, sentencia. Mientras habla, suspendida en las alturas del Cablebús, contempla su alcaldía. Desde una azotea le devuelve la mirada un mural de Lupita Bautista, nacida y criada en el lugar, campeona del mundo de boxeo. “Orgullosamente de Iztapalapa”, se lee a un lado de su rostro.
Arias se ha pasado horas y horas bajo las luces de los flexos del Archivo Histórico de Iztapalapa. Bucea en el pasado de cada colonia a la busca de elementos con los que los vecinos pueden sentirse identificados ahora, en el presente: personajes relevantes, sucesos o hitos que plasmar en los murales. También ha pateado las calles, hablado con sus habitantes, compartido sus preocupaciones, sus problemas, sus inquietudes. Una etnógrafa en su propia comunidad.
Una de sus grandes batallas fue conseguir incluir a más mujeres en el proyecto. Al principio solo había tres gestoras y tres muralistas. Le costó, pero al final logró subir el número a siete gestoras y más de una veintena de grafiteras, una cifra pequeña en comparación con el número de hombres, pero que Arias considera una pequeña victoria personal.
En las calles de Iztapalapa apenas hay flores. No tienen donde crecer, entre el cemento y el asfalto. Por eso, Arián López —37 años, pelo rizado, mono de trabajo salpicado de pintura— se ha autonombrado una suerte de jardinera que, en vez de plantar semillas, las dibuja en un muro viejo. Después, las riega con botes de pintura. “La mayoría de la comunidad quiere entrar a los callejones y verlos coloridos, no grises, da igual que la zona sea un punto rojo o no. Además, causa un impacto. Te da más confianza”, se justifica. A su lado, Rocío Martínez, o Funny —36 años, sonrisa amplia, gafas—, comenta de pasada, como quién no quiere la cosa, que en alguna ocasión, mientras trabajaba, ha oído el ruido de balazos. “Nos tocó un lugar muy conflictivo, pero las personas se han volcado mucho con nosotros. Creo que los murales ayudan a cambiar la perspectiva del lugar”, dice, y vuelve sobre su pared, donde ha dibujado a un pez de ojos enormes, que cuando ella se vaya, se quedará ahí: un guardián mudo iluminando el callejón.
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