La farsa que atrapó a las cantinas de Ciudad de México: obligadas a servir comida para poder beber
Muchos negocios sin cocina han tenido que cerrar mientras los restaurantes sí dispensaban alcohol. A quienes servían alimentos con licencia de antro también les prohibieron su actividad
La pandemia ha obligado a quienes viven en Ciudad de México a comer. Unas papas fritas, a la francesa o cualquier otra cosa si uno quiere beber una simple cerveza. En el paroxismo de la interpretación de las normas hay meseros que no ponen la chela en la mesa hasta que no ha llegado la hamburguesa solicitada. El problema lo han ocasionado las licencias que determinan qué es cada negocio, si un bar, una cantina o un restaurante, por ejemplo. Tras un periodo en el que todos permanecieron cerrados por el coronavirus, los hosteleros vieron peligrar sus negocios y presionaron al Gobierno citadino que articuló fórmulas para compensar el descalabro económico y el expendio de comida se consideró pronto una actividad esencial. Quien no tenía licencia de restaurante no podía abrir. Muchas cantinas servían comidas, pero no tenían la licencia adecuada. Y otras, sencillamente, no podían instalar una cocina. Así que estos lugares, emblemáticos de la capital, tuvieron que seguir cerrados acumulando pérdidas. ¿Servir comida es garantía de que no haya contagios? En absoluto. Pero es que la venta exclusiva de alcohol no se veía con buenos ojos, eso podía relajar las protecciones establecidas para frenar la pandemia. Con este panorama, las cantinas quedaron atrapadas entre la moral y las licencias. Mientras en los restaurantes y en algunos bares que pudieron ofrecer comida, el alcohol corría de igual forma.
Con el semáforo en amarillo y, según todos los indicios, camino del verde, Ciudad de México sigue varada en ese paripé: o se come, o no se bebe. El coronavirus no entiende esa diferencia. “Eso solo ha generado clandestinaje. El argumento del alcohol es estúpido. Al final todos los restaurantes se convirtieron en bares tempraneros”, critica Helking Aguilar, presidente de la Asociación Mexicana de Bares, Discotecas y Centros Nocturnos, Ambadic. “Los horarios restrictivos también frenaron la posibilidad de que abrieran algunos negocios. Quién quiere ir a tomar unas copas después de cenar fuera de casa si a las once de la noche ya hay que cerrar. Con esa restricción, todo el mundo bebía en los restaurantes hasta el final”, se queja Aguilar.
Las cantinas y establecimientos similares han sido uno de los más afectados en esta crisis pandémica por razones que no se entienden del todo. “Abren los conciertos, abren los cines, pero el 98% de nuestros negocios siguen cerrados”, asegura Aguilar. Este periódico ha intentado en varias ocasiones, sin éxito, recabar la opinión del Gobierno de Ciudad de México sobre si es más o menos contagioso estar en un bar donde sirven comida que en otro en el que solo se vende alcohol. En esta ocasión, la repetida frase de Andrés Manuel López Obrador, de que no hay que imponer nada, sino convencer, no parece haber tenido eco.
Y la costumbre de comer obligatoriamente parece instalada para siempre. “Ni Dios lo mande”, dice Germán González, presidente de la Cámara Nacional de la Industria de Restaurantes y Alimentos Condimentados, Canirac. González cree que las cosas volverán a su ser, y reconoce que las cantinas y los bares se han visto muy afectados.
Lo de la comida no es el único dislate que han traído unas normas dispares. Un paseo por la calle Río Lerma, donde los restaurantes y bares se suceden por decenas, deja ver la disparidad de criterios que marean al cliente. En unos hay tapete sanitizante, en otros no; en algunos se respeta el código QR que registra la entrada, en otros no; los que quieren hacer más méritos pulverizan con un espray desinfectante al usuario, que en otros establecimientos se libran del riego; unos piden los datos y el estado de salud y otros, los más laxos incluso permiten beber alcohol asomando un plato vacío a la mesa por si pasa la policía. La ciencia ya ha probado la ineficacia de algunas de estas medidas, como la alfombrilla sanitizante, donde uno se limpia los zapatos haya líquido o no. “Sí, ese tapete es absurdo, como lo es el espray para el cuerpo”, admite González.
Ahora que el semáforo permite también comer en el interior de los restaurantes, se ha establecido un extraño umbral del 40% de ventilación. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que hay un 40% de ventanas, un 40% de ventiladores? “Nadie lo entiende”, sigue González. “Nadie entiende qué es un lugar adecuadamente ventilado, ni cómo se recambia el aire, ni qué medidas hay que tomar si el aire estuviera contaminado”. Estas dificultades han impelido a los restauranteros a tomar medidas por su cuenta. “Estamos haciendo una prueba con sensores de CO₂ en 50 establecimientos de la ciudad, viendo cómo evoluciona en función del aforo. Le vamos entregando las medidas al Gobierno y en tres semanas esperamos tener resultados”, dice.
Con todas las ventajas que han podido tener los restaurantes, la quiebra económica no ha sido poca: “De marzo a marzo han tenido que cerrar 120.000 negocios en todo el país y los que permanecieron abiertos han visto caer a la mitad las ventas. Todo ello implica unos 400.000 empleos perdidos. Si no hay un programa decidido para que la gente vuelva a moverse tardaremos unos seis o siete años en recuperar el tamaño de lo que se perdió”, asegura González.
Si las cantinas y los negocios nocturnos han sufrido, no ha sido menor la afectación de los restaurantes, teniendo en cuenta que “el 45% de los ingresos vienen del turno de la cena, un horario imposible en los momentos más restrictivos de la pandemia”, continúa el presidente de la Canirac. Parecidos apuros han pasado aquellos establecimientos situados en zonas de oficinas, que también cerraron sus puertas y en los destinos turísticos. Para mitigar todo eso, muchos tuvieron que convertirse en servicio a domicilio, con el consiguiente gasto en adaptar las plataformas digitales. “Tras la reapertura, tuvimos que hacer un nuevo desembolso para adaptarse a las nuevas condiciones sanitarias y con la tercera ola, cuando se han sacado las mesas a la calle, ha habido que renovar el mobiliario, comprar sombrillas, plantas. Y todo ello sin ayudas del Gobierno”, critica el representante del sector.
González cree que de aquí a un tiempo podrá tomarse alcohol sin necesidad de que obliguen a comer a nadie, en un país donde la obesidad le sitúa en el segundo lugar del mundo más afectado, después de Estados Unidos. Pero otras cosas se quedarán por mucho tiempo, dice. Como los cubrebocas y otros filtros obligatorios, las distancias entre mesas o el número de comensales, el gel, etcétera. Muchas de las otras medidas no son obligatorias, solo un paripé.
El alcohol ha sido uno de los caballos de batalla de la pandemia en Ciudad de México, donde su venta estuvo prohibida en supermercados y tiendas de conveniencia por algún periodo. No sirvió porque los ciudadanos se proveían en cualquier otro lugar o antes de que sonara el toque de queda de la ley seca. Así se comprobó en las Navidades, cuando se vivió uno de los más dramáticos picos del contagio. Se entendía entonces que si la gente permanecía en sus casas, la pandemia se frenaría, pero pronto se vio que era más inocuo beber en los restaurantes que hacer fiestas sin control en las casas, como reconoció el propio Gobierno de la capital en declaraciones a este periódico. Al menos en los restaurantes y bares se estaba en la calle, no en un espacio cerrado. “El tema de fondo ha sido la obsesión del Gobierno con el alcohol, porque dicen que desinhibe y se relaja la protección personal contra el virus”, dice González. Pero en los restaurantes se puede uno tomar unos vasos de tequila, cinco cervezas y dos botellas de vino, por ejemplo. “Sí, totalmente”, reconoce el presidente de la Canirac. En esa falsa moral y aprovechando un galimatías con las licencias de apertura de cada negocio, se han quedado cerrados, algunos para siempre, miles de negocios.
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