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Columna
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No debemos dejar de desear

La anulación de nuestros anhelos debiera ser la última de las rendiciones de los seres que han sido acorralados, porque es la primera de nuestras muertes

Emiliano Monge
Un vecino de Xochimilco (Ciudad de México) hace ejercicio antes de recibir la vacuna rusa.
Un vecino de Xochimilco (Ciudad de México) hace ejercicio antes de recibir la vacuna rusa.EDGARD GARRIDO (Reuters)

Un par de días antes de que iniciaran los confinamientos a consecuencia de la pandemia de la covid-19, nació mi sobrina, hija de mi hermano menor.

Este jueves, Alana, esa pequeña que es todo risas (virtuales) cumplió un año, así como el resto de los mexicanos cumplimos un año de vivir, en el mejor de los casos, volteados, desubicados, en trance y en tránsito aparcado.

Para ella, para mi sobrina, como para el resto de los nacidos durante el último año, la pandemia ha sido, por increíble que parezca, un regalo, envenenado, quizá, pero a fin de cuentas un regalo: su mundo, que no va más allá del universo primario, ha sido solidificado por la argamasa del tiempo convertido en espacio y viceversa.

El recién nacido no concibe deseo alguno que no pueda ser satisfecho dentro del universo familiar en el que habita, aseveró, hace mucho tiempo, Jean Piaget. Y ese universo, la pandemia lo ha convertido en trinchera, en guarida, en una madriguera al interior de la cual, el sujeto que apenas ha llegado al mundo se encuentra, además, sin ser consciente de que está ahí a la fuerza.

Otra cosa, por supuesto, han sido la pandemia y el confinamiento para los niños que no acaban de nacer, para los padres, los primos, los tíos y los abuelos de esos niños que aún no se han enterado de lo que hay allá afuera, que aún no se han enterado de que son parte de algo más grande —obviemos, por favor, lo que Sigmund Freud diría de esto—, para la gente, pues, cuyos deseos no pueden ni deben ser satisfechos dentro de ese universo primario que es la familia.

Hablo de deseos porque, aunque lo olvidamos con demasiada asiduidad y con aún mayor facilidad, la pandemia de la covid-19 y el confinamiento al que ésta nos ha obligado —da igual si uno puede darse el lujo de llevar a cabo un confinamiento radical, si lo puede llevar a cabo a medias o si no puede más que aparentarlo; aunque eso, aparentarlo, ser conscientes de su necesidad, sea, también, una forma de confinamiento, quizá aún más angustiosa y dolorosa—, no sólo ha dejado truncos, seccionados hechos y actividades.

No, la pandemia de la covid-19 y el confinamiento al que ésta nos ha obligado, ha arrasado los sucesos, los acontecimientos, los planes, los proyectos, las vivencias y las experiencias, pero también —y me atrevería a decir que, sobre todo— ha desertificado nuestros deseos, sin importar de qué estuvieran hechos, sobre qué estuvieran proyectados y contra qué sueño hubieran sido tendidos y tensados. Y esto, la pérdida —esperemos que momentánea— de nuestra capacidad de desear, es muy probablemente la mayor de las pérdidas —sin contar, obviamente, la pérdida de la vida— que hemos, que estamos padeciendo como especie, pero también como individuos.

La desesperanza y la desesperación que tantos hemos experimentado durante este último año —da igual si la hemos encarado de manera constante o periódica—, obviamente, tiene que ver con la necesidad, con la urgencia y con la precariedad, pero también tiene que ver con la anulación de nuestros deseos, nuestros anhelos y nuestra imaginación. Como escribió Mircea Cartarescu en su extraordinaria novela Solenoide: “El condenado a muerte podría tener las paredes de la celda llenas de libros cubiertos de polvo, todos ellos maravillosos, pero lo que necesita es un plan de fuga. No puedes escapar hasta que no creas que puedes escapar, aunque sea de una celda de muros infinitamente gruesas, sin puertas ni ventanas”.

La anulación de nuestros deseos, de nuestros anhelos y de nuestra imaginación, la cancelación, pues, de nuestro futuro emocional, debiera ser, como escribiera Wilfred Bion, la última de las rendiciones de los seres que han sido acorralados, porque es, precisamente, la primera de nuestras muertes, en tanto que significa la muerte de aquello que nos hace algo más que animales movidos, motivados por el mero instinto de supervivencia. A fin de cuentas, quien no es capaz, en una situación límite, de imaginar, de desear un contexto diferente, quien se queda atrapado en el rincón, apaga, sin darse cuenta, su llama interior.

No es casualidad, como escribe Jane Smiley en Un amor cualquiera: “Parece ser que en los campos de concentración la gente que no terminaba de creerse lo que le había sucedido tenía más posibilidades de morirse antes, una especie de muerte por incredulidad”. Y es que esa incredulidad despedaza los procesos mentales hasta paralizarlos, hasta que uno —cualquiera de nosotros— ya no los reconoce ni es capaz tampoco de reconocerse a sí mismo, con lo cual el idear planes o el desear incluso lo más básico se vuelve imposible.

Por su parte, Primo Levi, en Si esto es un hombre, cuenta que la fuerza que lo ayudó a sobrevivir en el campo de exterminio en el que estuvo, nacía del deseo de poder, algún día, contar lo que ahí había sucedido. Quizá por eso, Smiley, en el libro que apenas he citado, también asevera: “Según mi experiencia, sólo existe una última motivación, y no es otra que el deseo. No hay razones ni principios capaces de ponerle coto, de plantarle cara”.

Sé que parece algo obvio, pero también sé —he aprendido— que, a veces, lo obvio, por eso mismo, es lo primero que dejamos de mirar, lo primero que olvidamos, lo primero a lo que renunciamos. Por eso creo que, a un año de haber dado comienzo el confinamiento que nos trajo la pandemia de la covid-19, hay que buscar y recuperar los deseos que dejamos aparcados.

Por mi parte, tengo claro cuáles son los principales: que mi sobrina, cuando sus deseos rompan el universo familiar, cuando se dé cuenta de que más allá de su guarida hay un mundo entero, me encuentre y pueda contar conmigo, que la realidad aplaste con violencia al mundo de la virtualidad y que la ficción vuelva a combatir la realidad.

Tomás Eloy Martínez, en Santa Evita, escribió, sobre el arte de vivir: “Tiene que ver con la salud, con el azar, con la felicidad y con el sufrimiento, pero sobre todo tiene que ver con el deseo”.

Y eso es lo que trata de decir esta columna, melancólica, medianamente esperanzada e inesperadamente cursi: no dejemos de desear.

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