Conversación con Mercedes Barcha
El periodista Héctor Feliciano platicó con la esposa de García Márquez en Cartagena de Indias y el texto se incluyó en el libro 'Gabo periodista', de la Fundación Gabo
¿Por qué sigues siendo tan del Caribe?, me dirijo de ese modo a Mercedes Barcha, la esposa del escritor Gabriel García Márquez.
Nos encontramos los tres sentados en el portal que da al patio interior de su casa en Cartagena de Indias (Colombia). En medio del calor del cambio a la estación de lluvias la ciudad suda humedad. Mercedes responde, pausada, con una amplia sonrisa, llena de satisfacción. Le encanta que le recuerden sus orígenes. Lleva viviendo más de 50 años fuera de Colombia y, sin embargo, parece como si nunca hubiera dejado esta región.
Y, continúo, ¿si te describo como una caribeña parca?
La pregunta le intriga. Me mira. Su cara es elegante, ancha, de pómulos altos, los ojos una pizca oblícuos y una mirada que es, a veces, como una risa, y, otras, podría calificarse de orgullosa. De las facciones de su rostro me pregunto cuál es la huella que habrá dejado en él su abuelo paterno, originario de Egipto.
Mercedes transforma la sonrisa que lleva en los labios. Ahora es tenue, y el adjetivo parco se pasea un rato entre ella y García Márquez. Mira a su esposo intencionadamente, como si buscara la respuesta en su rostro. Toma un sorbo de jugo de moras. “La gritería me atormenta”, declara como si diera una respuesta. Cuenta, entonces, cómo la noche anterior quiso abandonar la sala de un restaurante de la ciudad por causa del barullo que allí encontró. “Me atormentan las conversaciones cruzadas”, explica. “No soporto los gritos, las habladurías de aquí. En México no hay eso. Habla uno, oye el otro. Soy tranquila, más bien”.
Vive en México, pero, como dice, con calma, es costeña, al igual que su esposo. Nació en 1932, cinco años después que él. En Magangué, para ser precisos, un pueblo en las tierras del interior del Caribe colombiano, a orillas del río Magdalena. Allí se crió y, más tarde, fue con su familia a vivir a Sucre y a la ciudad de Barranquilla.
La pareja regresa a menudo a Colombia y cada vez permanecen más tiempo en el país, porque el ambiente ha cambiado y, además, porque con los años Colombia no ha dejado de gustarles.
Sigue ahí la leve sonrisa, juntos los labios. Menciono la sonrisa y solo entonces Mercedes cae en cuenta de que la sigue teniendo. “La sonrisa permanente”, dice, “esa no me la veo yo. Es cómo te ven los otros. Yo, no me veo. Te has dado cuenta tú”, acusa casi, como despejándose de toda responsabilidad. Es cierto lo que de ella dice uno de sus familiares: cuando Mercedes aprecia, la sonrisa se amplía; si desprecia o rechaza o duda, la sonrisa será corta.
Por su acento y por la pronunciación, Mercedes sigue siendo, sin duda, originaria del Caribe. A pesar del tiempo vivido fuera, alarga vocales por doquier, se sigue tragando las eses o recortando los finales de las palabras y tampoco insiste mucho en las enes. Se sabe, también, que viene de la costa por las palabras que, de pronto, emplea en una conversación en que sale un ajá de apoyo o un ajá escéptico, o surge el adjetivo bagaceado, del bagazo de la caña de azúcar, cuando explica y lamenta: “La palabra pueblo y la palabra democracia las detesto ya. Las han bagaceado”. También, cuando emplea la frase “se alborotó el paraco”, una imagen de la zona que se refiere al cabello alborotado y rebelde, o cuando recuerda que leyó avorazada —con voracidad— por primera vez Cien años de soledad. Es costeña, además, pues la delata su paladar. Sigue prefiriendo un buen desayuno de yuca con suero y de arepa de huevo a cualquier otro plato. “Cuando estoy en Cartagena”, explica lamentándose de no poder comer así cada día, “porque en México no hay nada de eso”. Y, por los gestos de sus manos es del Caribe. O, por los de los labios, que usa, fruncidos, para darle sentido unívoco al mundo cuando, a veces, se alargan como un pico para señalar algún objeto localizado allá o más allá o aquí mismo o para expresar su desacuerdo o su desprecio.
Desconcierta, a la persona poco acostumbrada a los matices de esa región, que Mercedes no hable mucho. En nuestra entrevista le sentará mejor la brevedad. No habrá redundancias o andamiajes de palabras o de gesticulaciones que emplean algunos caribeños. Ningún florilegio verbal. Ni palabras malgastadas o el palabreo interminable que, a veces, se escucha en algunos países de la Cuenca. En su hablar, la elípsis caribeña es reina.
Y, sin embargo, sus parientes y amigos la describen como una gran conversadora, que opina con facilidad. En esta entrevista no será así. Acaso, porque Mercedes, La Gaba, como la llaman a veces, desconfía de la prensa. Aunque, hoy, no nos incluye ni a Gabo ni a mí en ese oficio.
“Los periodistas están buscándole siempre tres patas al gato”, afirma. Entiendo que alude más que nada a ciertas especulaciones que se han hecho de la vida de los Gabos. Así los llaman algunos amigos, convocando a dos personas en una o, si se quiere, a una en dos. Para Mercedes, la vida privada, es muy amplia, abarca mucha superficie.
Mercedes sí es elocuente. A lo largo de nuestras conversaciones, cuando Mercedes dice, dice. Sin desperdicio y con destilado humor negro o mofa; a veces, con el propio desdén integrado.
Nunca ha tomado protagonismo en la vida de la pareja, aunque ha estado siempre en el centro mismo, desde que se casaron en 1958. De Mercedes, en realidad, se sabe poco. Hasta ahora ha concedido dos cortas entrevistas que datan de los años ochenta. Conversó sólo una vez con el biógrafo inglés de su esposo y, luego, explica sin apelación posible, no quiso verlo más.
De ella, se ha sabido únicamente lo que ha querido que se sepa: que ha sido, como dice, buena esposa y buena madre; que ha acompañado a García Márquez en las buenas y en las malas.
En Cartagena, nos encontrábamos sentados alrededor de una mesa de pajilla, los tres, en la casa ubicada cerca del mar y de las murallas que rodean la parte norte de la antigua ciudad. Se trata de una residencia moderna de color ladrillo, diseñada a sus gustos por el arquitecto colombiano Rogelio Salmona. Detrás de mí, se erguían unas palmeras traídas de Panamá, de tronco fino color bermejo que, de algún modo indirecto, recuerdan a guacamayos. Dos macetas con unas buganvilias color lila claro enmarcan la mesa que da al patio interior. La misma flor que cunde en el patio de México.
Era la segunda vez que nos encontrábamos para conversar. La pareja García Barcha se encontraba aquí de vacaciones, lejos de su residencia principal en Ciudad de México.
En esa ciudad, en su casa mexicana de Jardines del Pedregal, había comenzado, unos meses atrás, nuestra conversación. Fue allí en donde Mercedes empezó a responder, durante horas, a mis preguntas. Y, en donde, caí en cuenta más que nunca que era, antes que nada, costeña.
Allí nos había invitado a pasar a la pieza en la parte trasera de la casa. “Vengan”, nos había solicitado con hospitalidad y con curiosidad. Mercedes se había acomodado rápidamente sobre uno de los sofás blancos y mullidos de aquella terraza cubierta y con vidrieras que da al césped del patio. Un chal de algodón color rojo coral le cubría las piernas. Fumaba un cigarillo mientras, en la mano, atendía un vaso con whisky, su preferido. Recordaba a la joven elegante de huesos amplios y cuello alargado de las fotos de mediados del siglo pasado por quien García Márquez había bautizado La Jirafa, su primera columna en El Heraldo de Barranquilla en 1950.
Al fondo del césped, un alto paredón de piedra que trepa y cubre otra buganvilia de ese color fucsia subido que se da en la aridez del valle de México. Se siente cómoda Mercedes en este país, en donde la familia ha vivido, con algunas interrupciones, desde los años sesenta.
La entrevista me había llegado sin preámbulos. El día antes Mercedes nos dijo, a Jaime Abello, director general de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, y a mí que regresáramos al día siguiente a la casa. “Después de las cinco”, precisó, luego del almuerzo. Me iba a conceder una entrevista. Había venido preparado para hacer unas breves preguntas a García Márquez, pero no para entrevistar a su mujer.
Sentado en la residencia mexicana observaba cómo la decoración de la casa era sencilla, cómoda, práctica. No se advierten señas de pretensión ni los ridículos estilísticos que, en otras casas, trama la vanidad. Una parienta que la conoce en la intimidad explica que la única vanidad de Mercedes es su propia solidez, “No hay vanidad”.
Mercedes comienza por los datos de su vida. Es la mayor de seis hermanos y su padre era boticario, al igual que el padre de García Márquez.
Demetrio Barcha simpatizaba con el Partido Liberal, en la época de principios de La Violencia, en los años cuarenta, cuando, en Colombia, la afiliación política era un asunto de vida o de muerte. Y, además, la familia toda de un simpatizante quedaba entonces marcada con su mismo partido. “Yo era liberal y mi papá era liberal”, explica Mercedes. Para sentirse protegidos, los Barcha se vieron forzados a mudarse varias veces de ciudad.
Mercedes conoció muy joven a García Márquez. Se ha dicho que se encontraron por primera vez cuando era una niña de apenas ocho o nueve años y que, a los 12, ya García Márquez le pidió que se casaran. Los cinco años de edad que le lleva a su mujer hacían, entonces, un mundo de diferencia.
Una dificultad para precisar ese primer encuentro entre los dos reside en que las fechas y los recuerdos de García Márquez y de sus hermanos no coinciden. Son muchos los cuentos. Y, variados. Por otra parte, Mercedes no confirma ese primer enamoramiento. “No recuerdo”, dijo, todavía con una sorprendente burla juguetona de enamorada escurridiza. Es seguro, sin embargo, que su esposo la conoce en el pueblo de Magangué, cuando Mercedes tiene 12 años y que volverá a verla en Sucre, en 1945, al año siguiente. Se dice que es, en esta última fecha, cuando García Márquez le comenta a su padre que ya conoce a su futura esposa. Pero, ni Mercedes, ni García Márquez, ninguno de los dos, lo asegura en la terraza de su residencia en México. No es que no recuerden el año exacto, es que ninguno de los dos quiere comprometerse. Nuestra conversación no hace más que comenzar.
No me encontraba solo con Mercedes en la casa del D. F. Sentados conmigo, en los sofás blancos dispuestos en herradura, se encontraba toda una comitiva: a mi derecha, el propio Jaime Abello, a mi izquierda, Jaime García Márquez, uno de los 14 hermanos del escritor, y a su izquierda, Gabito, como Mercedes y sus íntimos apodan al escritor. Había aun más gente cerca, pues en otras dependencias de la casa, esperaban impacientemente a que concluyera nuestra entrevista, Margarita Márquez, prima hermana y secretaria de García Márquez que había venido de visita desde Bogotá; una segunda Margarita, la esposa de Jaime García Márquez, que estaba de paso de Cartagena, y Mónica, la ayudante personal de García Márquez. Temía, pues, a cada momento, mucho jefe, poco indio, demasiada interrupción y poca concentración; y que nos encamináramos hacia una entrevista más bien oficial y multitudinaria. Sentía, además, que nuestra muchedumbre pudiera impedir que se estableciera ese paréntesis de intimidad necesario para una buena conversación.
La calma de Mercedes impuso rápidamente una queda autoridad. Se trató, pues, de una entrevista personal, con algo de apoyo por parte de la familia, con ella como personaje y voz central y la costa caribeña como origen; un revuelto familiar con núcleo duro, como mucho de lo que ocurre en la vida de la pareja García Barcha; como si ellos, la familia extendida y unos pocos amigos fueran una comarca grande y portátil.
Acordé con Mercedes en que bastaba con relatarnos su vida y que el hilo conductor sería el orden cronológico, la línea recta. La entrevista sería más bien una conversación, con sus zonas de interés o de desinterés, y en la que sólo llegaríamos hasta donde ella quisiera.
García Márquez intervendría, continuando ese diálogo ininterrumpido que sostiene con su esposa desde hace décadas. Los otros apuntalaban discretamente, dando precisiones; escuchando la incitaban a recordar.
No traje grabadoras a nuestra cita. Perturbaría, pensé. Acerté. Mercedes es consciente, por primera vez, de que publicaré sus palabras. Le pregunto si llamaría terraza al salón trasero rodeado de vidrieras en donde nos encontramos. Me mira sorprendida, abre unos ojos de repente inocentes. Sí, contesta. Cae en cuenta, con algo de susto, de que en mi mente voy ya redactando nuestra conversación.
Responderá escuetos sí o no, sin más, a muchas de las preguntas que he tenido que preparar rápidamente. El tipo de respuesta única que más se teme de un entrevistado. La mayoría de las veces pronuncia con amplitud unos abarcadores sí o no, como si se tratara de grandes movimientos de brazos; pero, en una entrevista escrita, esas respuestas expresivas no dejan de ser un mero sí o no. Otras veces, Mercedes ni siquiera retoma las palabras de las preguntas y contesta “Así fue”, sin detalles, sin explicaciones. El género de entrevistado que pone a un periodista a emplear, a hurgar en todos sus recursos.
En definitiva, hay algo de bueno en la sobriedad de su hablar. Dará tiempo para escuchar lentamente, anotando, precisando las palabras de sus respuestas.
Mercedes dirige la mirada hacia el patio de su casa en México y toma un sorbo del vaso. Al fondo de aquel se encuentra una estructura blanca de una sola planta en forma de ele, construída contra el muro trasero del terreno. Se trata del estudio de García Márquez, el lugar que contiene su biblioteca, en donde ha escrito muchos de sus libros, El amor en los tiempos del cólera, Noticia de un secuestro, La Cándida Eréndira y su tía desalmada, El amor y otros demonios, El general en su laberinto, las memorias Vivir para contarla y, más recientemente, Mis putas tristes.
Intento resucitar el tema de aquel primer encuentro entre los dos. ¿Desde cuándo García Márquez está medio enamorado?, pregunto. “¿Medio?”, contesta Mercedes, “completo”. Lo dice, de nuevo, con sorna y cariño. Ríe comedido, pero ríe sabroso. Ambos se miran de soslayo y Mercedes le sonríe tanto a García Márquez como a mí. Pero, hasta aquí llega su respuesta.
Entre Mercedes y García Márquez no existió nunca un noviazgo clásico. Sí existieron amores de lejos. García Márquez era, en un principio, amigo del padre de Mercedes, o, acaso, enamorado tímido, astutamente buscaba la amistad del padre para acercarse a la hija.
En 1950, se encuentra nuevamente con ella, que vive entonces en Barranquilla. Aunque no revela el nombre de su enamorada se sabe que en La Jirafa, la columna mencionada que publicaba en el diario de la ciudad, hablaba de Mercedes cuando, en diciembre de ese año, tituló una de ellas La amiga.
El escrito del joven periodista de 23 años es ya una declaración de amor y una descripción de la adolescente,
Si, has crecido mucho desde la última vez, hace tres años, escribe., …Creo que antes tenías los pómulos menos pronunciados…, Pareces una mujer oriental….
Demetrio Barcha pronto abrió una farmacia por la que pasaban a conversar García Márquez y sus amigos, que ya comenzaban a destacar como escritores y periodistas del Grupo de Barranquilla.
“Yo conocía a Alfonso (Fuenmayor), a Germán (Vargas), a Alvaro (Cepeda Samudio)”, recuerda Mercedes. “Eran amigos de papá. En ese momento ellos eran unos bohemios locos. Yo, una niña pura. Yo iba al colegio de las monjas en Medellín”, explica, pues cursó estudios hasta el bachillerato en colegios de monjas del país, una estricta educación católica.
Le pregunto cuándo leyó lo que escribía el joven García Márquez. “Lo leo por primera vez en La Jirafa”, contesta sin sentir necesidad de agregar más. Insisto. Repite la misma frase, calmadamente, sin insistir. La breve respuesta parece no darle importancia a la existencia de García Márquez en aquellos años. Sin embargo, contesta como una chica que sabe de qué se trata la pregunta, pero que se hace todavía la difícil con su pretendiente, que está sentado frente a ella en la terraza de su residencia en Ciudad de México.
¿Qué sentía cuando lo leía entonces, antes del noviazgo y del matrimonio? “Nada”, confirma Mercedes sobriamente. “Lo leí y ya. Me gustó y ya. Decía, mira lo que escribe Gabito”.
Pregunto si alguno de aquellos artículos de periódico la ha marcado.
“Marcarme, nada”, advierte para que las cosas queden claras. “Puede ser lo que más me gusta. Porque El Náufrago es una de esas y La Montesi también”.
Así, en 1955 leyó lo que llama El náufrago, la historia del marino colombiano, Luis Alejandro Velasco, que cae al mar Caribe desde un destructor de la Marina Nacional y sobrevive, al garete, durante 10 días. La historia, contada por el joven García Márquez, fue un éxito periodístico en el diario El Espectador de Bogotá, en donde se publicó a lo largo de 14 entregas. La serie se convertiría en el libro Relato de un náufrago.
Con La Montesi, Mercedes se refiere a las corresponsalías que, desde Italia, García Márquez envíaba a El Espectador sobre la extraña muerte de Wilma Montesi, asesinada en una playa romana bajo circunstancias nunca esclarecidas. A partir de 1955, el joven corresponsal escribió sobre la investigación policíaca, que causó gran revuelo en la Italia de aquella época.
En julio de ese mismo año García Márquez había viajado a Europa para instalarse como corresponsal para El Espectador. La relación amorosa sería aun más distante.
De repente, García Márquez interviene en la entrevista. El diálogo permanente entre Mercedes y su Gabito continúa.
“Yo salí de Barranquilla”, precisa, “y cuando iba tempranísimo para el aeropuerto, tempranito, pasé por su casa y Mercedes estaba sentada en el suelo”.
“Yo, no lo vi”, tajante, interrumpe Mercedes, rotunda. Pone énfasis en el “yo” para recalcar, irónica, una situación que ocurrió hace más de 50 años. Como una pretendida que, todavía hoy, coquetea, medio en broma y medio en serio, haciéndose desear y que trata al aspirante con indiferencia o, peor, con el látigo del desprecio.
“Y, me dije”, insiste García Márquez, “mejor sigo y le escribo desde allá. Y, le escribí una carta en el avión”.
Tuvo tiempo para hacerlo. El vuelo de Barranquilla a París tomó 36 horas. “En la primera escala”, García Márquez continúa, “le mandé la primera carta. Yo le decía en la carta, si no recibo respuesta, no volveré a Colombia”.
Mercedes escribe de vuelta, lo que equivalía a una suerte de aceptación del compromiso. García Márquez llega en julio a Suiza. “Desde Ginebra”, concluye, “nos empezamos a escribir”.
Regreso a Mercedes y pregunto, “¿Flirtearon por escrito?”. Quisiera que sus respuestas fueran más explícitas. “No”, aclara Mercedes, “pura carta”. No hay desperdicio en sus palabras. ¿Ocurre antes o después de los artículos sobre la Montesi? “Ahí ya nos escribíamos”, recuerda.
Se empeña, con la tenue sonrisa en los labios, en explicar lo que era un noviazgo en su época. “Desde que se me declara, yo, hasta el matrimonio, ¿lo oyeron?, esperando. Ustedes se ríen” —Mercedes nos mira a Jaime Abello y a mí—, “porque no entienden. Antes las cosas eran así. Era todo muy tradicional. Y, aquello va haciéndose”.
Aquel noviazgo por escrito continuó durante toda la estadía de García Márquez en Europa y, luego, cuando se traslada a Venezuela en diciembre de 1957 para escribir en revistas de ese país. Culmina en marzo de 1958, cuando la pareja se casa en Barranquilla. Mercedes tenía 25 años de edad y Gabito 31. Se embarcan inmediatamente para Caracas. Se conocían poco cara a cara; mucho, por correspondencia.
Sobre el destino de las numerosas cartas de amor que se dirigieron entre dos continentes existen varias versiones públicas. En éstas, García Márquez cuenta, directa o indirectamente, que, en ese mismo año de 1958, el escritor compra a Mercedes las 650 hojas de aquella correspondencia amorosa por unos bolívares para que ésta las destruya.
Ahora, entre ambos, me presentan una nueva versión, por sus pequeñas variantes.
“Las tiré todas en la chimenea. Se las compré por mil pesos”, afirma García Márquez.
“Las echaste en la basura”, Mercedes corrige y especifica, “porque en Caracas no había chimeneas”. Podríamos añadir que en Venezuela no se usaban tampoco los pesos. El humor va dirigido tanto a García Márquez como a nosotros. El reproche serio y juguetón llega con cariño para su esposo. “Cariño, para que las cosas, todo, quede claro”.
Meses más tarde, Mercedes dará una últimísima versión, definitiva, García Márquez compró las cartas por 100 dólares, una buena suma en aquella época.
En este jugueteo entre los dos, que apuntala la conversación, Mercedes va soltándose. Se deja ir a describir o a conversar; es decir, agrega, a sus breves respuestas, una o dos palabras por aquí o por allá.
“En Caracas vivíamos normal”, dice. “Gabito rabajaba con Plinio”. Plinio Apuleyo Mendoza es el amigo colombiano de estudios y de trabajo, desde los primeros años de la década de los cincuenta en Bogotá, con quien García Márquez viajará a los países de Europa Oriental y que, desde Caracas, lo rescata haciéndole regresar de Europa a trabajar para las revistas Momento, Elite y Venezuela Gráfica.
Le pregunto a Mercedes si trabajaba en esa época. “Nunca he trabajado. ¿Para qué? Yo no sé hacer nada”. Responde, sincera y sin el mínimo indicio de falsa modestia.
¿A pesar de las dificultades económicas de aquellos años?. Aprovecha para aclarar que no todos aquellos años “felices e indocumentados” fueron de vacas flacas. Los tiempos difíciles fueron aquellos de la escritura de Cien años de soledad, más tarde, cuando vivían en México.
“Es solo Cien años”, aclara Mercedes. “Nada más en un momento”.
Volviendo a los años venezolanos, Mercedes recuerda sobre todo el mes de enero de 1959, cuando Castro derroca a Batista en Cuba. Pocas semanas después, un representante del nuevo gobierno cubano llega a la oficina de García Márquez en Caracas y lo invita a viajar a La Habana en avión. Allí, cubrirá los juicios públicos de los antiguos partidarios de Batista.
“Yo estaba en Barranquilla y Gabito se va a La Habana”, cuenta Mercedes. Viaja junto con Plinio Mendoza. Mercedes lo cuenta así, como si esa frase fuera suficiente, para nosotros, para evocar toda una época.
La Revolución Cubana trastoca el continente, la izquierda y la derecha, la vida social, la cultura, el mundo intelectual. En los tres días que García Márquez pasa en La Habana, cuando aun todos podían encontrar lo que querían en la revolución, conoce a varios de sus líderes y presencia situaciones que lo empujarán a comprometerse más en la política.
Con el beneplácito y el dinero de los cubanos, el periodista argentino Jorge Masetti crea Prensa Latina, una agencia de noticias latinoamericana. Con oficinas en todas las capitales de la región, el nuevo proyecto capta entonces a los mejores periodistas que escriben en español y, por supuesto, García Márquez se encuentra entre ellos.
“Nos fuimos a Bogotá”, recuerda Mercedes, “porque abren Prensa Latina allá. Plinio era el jefe”.
Le pregunto por sus posiciones políticas en la época. “No tenía ninguna”, confiesa.
Y, sobre la situación de la familia, pues en agosto de 1959 nace Rodrigo, su primer hijo, en Bogotá. García Márquez entra de nuevo en la conversación. “No había que pelear (entre nosotros) porque no había ni plata para pelear”.
“En aquella época”, retoma Mercedes la conversación, “uno se casaba. La obligación de él era mantener a la señora y punto. En la iglesia el cura dice: ‘Te doy una compañera y no una esclava’, pero, uno lo invierte: ‘Una esclava te doy”.
Lanza una sonrisa maliciosa, de niña que habla con sobreentendidos. Mirándome con sus ojos vivaces y risueños busca mi sonrisa.
Mientras más se avanza en la entrevista, en la conversación, más Mercedes, calma, va despojándose uno a uno de los años y más fácil es imaginarla, según ella cuenta, como la traviesa colegiala que fumaba cigarrillos Lucky Strike a escondidas con sus primas en el pueblo de Sincelejo.
En 1960, García Márquez viaja con Masetti por varios países de América Latina estableciendo contactos para la nueva agencia noticiosa. Cuando, en enero de 1961, surge un nuevo puesto en la oficina de Prensa Latina en Nueva York, la familia se trasporta a esta ciudad, instalándose en el hotel Webster, en la calle 45 Oeste de Manhattan. Desde allí, Mercedes sale cada día a pasear con su bebé por la Quinta Avenida y el Parque Central. “Así, me paseaba”, dice escuetamente, como si esas tres palabras nos dieran para imaginarla caminando cada día por las calles de la ciudad.
La estadía en Nueva York durará solamente cinco meses. Para su sorpresa, García Márquez había encontrado una oficina agitada y asediada, por fuera, por los anticastristas que amenazaban con incendiar los locales o asesinar a sus periodistas y, por dentro, por los comunistas ortodoxos cubanos y europeos que querían excluir del liderazgo de la agencia a periodistas jovenes como Gabo y sus amigos.
Pregunto a Mercedes cómo fue vivir en aquellas circunstancias. “Me daban miedo esas cosas”, dice. “Como yo no sabía, ni me contaban...”.
Entra García Márquez nuevamente en el ruedo. “Yo quería protegerla de todo eso. Yo, no le pasaba los problemas, ni nada de eso”. Mercedes agrega: “Gabito me dijo que lo amenazaban en la oficina”. Prontamente, García Márquez renuncia a su puesto.
“En Prensa Latina se pleitea con los comunistas ortodoxos y con el periodismo”, dice Mercedes, “y se viene a México. Para hacer cine”. Por un tiempo, pues, se distancia de lo que ocurre en Cuba.
Mercedes recuerda qué personaje e incidente de aquella época la marcó. “Me impactó la muerte de Kennedy”, responde.
Me sorprende escuchar el nombre del presidente de los Estados Unidos que apoyó la invasión de Playa Girón o de Bahía de Cochinos en 1961 y que fue asesinado en 1963.
“Yo estaba peleada con los cubanos desde Nueva York”, aclara, y no le importaba lo que dijeran o pensaran.
Al abandonar el puesto en Prensa Latina les quedan solo 200 dólares como toda fortuna para llegar a México. A mediados de junio de 1961, los García Barcha toman un autobús de línea Greyhound en dirección a la frontera. El viaje los llevará por la costa este de los Estados Unidos y por los Estados sureños de Virginia, las Carolinas, Georgia, Alabama, Misisipí, Luisiana y Tejas.
“Yo era lector de la literatura del Sur y quería ver todo aquello”, confirma García Márquez.
“El viaje era por Faulkner. Una cosa es leerlo y otra cosa, verlo”, explica Mercedes como si ya hubiéramos experimentado el racismo sureño. “Llegamos a un hotel y allí me prohibían la entrada porque dijeron, ‘La señora es mexicana’, y tuve que enseñarles el pasaporte”.
“Hablábamos de todo durante el viaje. Yo viajaba y veía el Sur como si hubiera vivido ahí por lo que leía”, dice García Márquez.
“Me imagino que Gabito me comentaba las casas del Sur, ¿sabes?. Esas casonas blancas con columnas”, intenta recordar Mercedes.
¿Cuánto duró el viaje?, pregunto. García Márquez responde velozmente: “Todavía sigue”. Más seria, Mercedes contesta: “Como un mes de Nueva York a Laredo (Tejas) y de Laredo a Ciudad de México”.
Y, ¿cómo se comunicaban con la gente en ese recorrido estadounidense? “Gabito, en esa época, hablaba inglés”, contesta Mercedes.
Sorprendido por la respuesta me vuelvo hacia él. “Donde tenía que hablarlo, me salía”, rectifica. “Me toca hablarlo y lo chapurreo”.
En México vivirán un primer tiempo, de 1961 a 1967, año de la publicación de Cien años de soledad. En abril de1962 nace allí Gonzalo, el segundo hijo de la pareja. Al principio de la estadía, García Márquez, a pesar de ser un periodista establecido y de tener ya varios libros publicados, se aleja, hubiera parecido que definitivamente, del periodismo y de la literatura.
“[Gabo] Hacía publicidad y guiones. Cuando llegamos hacía unos programas de radio para la Universidad… y las revistas de [Gustavo] Alatriste”, explica Mercedes, refiriéndose con estas últimas a La Familia y Sucesos para todos, publicaciones mexicanas de corte popular que el escritor dirige por unos dieciocho meses antes de dedicarse a escribir guiones cinematográficos.
Al igual que en Venezuela, Mercedes solo se ocupa de la casa. “Yo nunca he trabajado”, recuerda. “Yo pasé de mi papá a aquí. Si no había papeles para trabajar”, agrega. “Éramos indocumentados. A Gabito le daban unos permisos con el cine. El conocía a una gente”.
En los años siguientes la familia se ve obligada a vivir con gran estrechez económica. “Como éramos jóvenes no te enteras. Es que como yo nunca he sido dramática. Eso es un equipo”.
Escaseaba tanto el dinero que, como ya es sabido, no tienen el dinero suficiente para mandar el manuscrito completo de Cien años por correo a Editorial Sudamericana en Argentina y tienen que enviar primero una mitad.
Mientras viven en Ciudad de México, se publica Cien años de soledad en Buenos Aires, luego de año y medio de escritura. El libro se convierte en una verdadera sensación literaria continental.
“Cuando me lo mandaron de [Editorial] Sudamericana”, cuenta Mercedes, “lo leí en la cama y Gabito estaba acostado al lado mío, a ver cómo reaccionaba”. Y, ¿cómo lo leyó? “Lo leí avorazada”, responde con aquel adjetivo costeño, como corresponde.
Pregunto: “¿No había leído los borradores o el manuscrito?”.
“Yo, lo leo por escrito [impreso]”, confirma. “A mí no me gusta nada de eso [de leer manuscritos]”.
De los libros de García Márquez, ¿cuál le gusta más?.
“¿A mí? Cien años de soledad. ¿No es?”, pregunta y me mira a los ojos, como dudando sin duda alguna, insistiendo suavecito. “Me lo he leído tres veces. Es una maravilla. Ese capítulo de la lluvia y de la peste. ¡Esa Úrsula! La pobre Úrsula es una maravilla”, dice. Por fin, Mercedes se nos entusiasma, con mucha tranquilidad: “¡Es que es como un torrente!. Uno pasa de capítulo y no se da cuenta. Cuando vas de un capítulo a otro, tú no lo notas”.
Lo afirma alegre con una sonrisa, a esta edad, levemente tímida. Mercedes no sabe que tiene la autoridad que le da toda una vida de lectora vivida con García Márquez.
“En el 1967 nos vamos a España”, recuerda Mercedes. “Y, antes, a Argentina. Allí conocimos a Tomás Eloy [Martínez], que era un niño”. Mercedes no cae en cuenta de que el niño argentino del que habla tenía la misma edad que ella. Martínez se convertirá en amigo íntimo de la pareja hasta su muerte en enero de 2010.
En Argentina, la publicación de Cien años transformaría a García Márquez, de la noche a la mañana, en un personaje público internacional. Los argentinos devoran la novela, se vende en los supermercados y las amas de casa adquieren sus ejemplares cuando van de compras. Con el éxito, la familia abandona México y se mudará a Europa, en donde residirá hasta 1975.
Interviene, entonces, Jaime García Márquez, el hermano del escritor que ha estado escuchando la conversación. “En Buenos Aires, [Gabito] dijo: ‘Yo lo que sé es echar cuentos’ y cuenta la Crónica de una muerte anunciada”. La narra en público en Argentina unos 14 años antes de publicarla en 1981. El relato trata de un amigo de García Márquez, asesinado por los hermanos de la muchacha a la que deshonró.
Pareciera que Mercedes comenzara, ahora, a estas alturas de la entrevista, a sentir que el alboroto nuestro, las intervenciones, las precisiones que le exigen mis preguntas, la agobia. Se calla un poco a ver si concluyo nuestro encuentro en su casa del D.F.
Se me ocurre que los recuerdos de Mercedes no engañan al que los escucha con detenimiento. Con el pasar de los años sus verdaderas memorias y anécdotas, sus preferidas, se han convertido prácticamente solo en aquellas que preceden o de poco rebasan la publicación de Cien años; aquellas vivencias íntimas cuando las cosas en la familia no parecían tener un rumbo definido, cuando estaban aun haciéndose, forjándose o que, en realidad, sí marcaban ya un destino, pero que no se advertía aun.
Las concibe del mismo modo que el propio García Márquez, cuando los dos eran “felices e indocumentados”. El resto de la historia que viene después se debe a aquellos primeros años anónimos. Años que, para ellos, contaron; los que cuando se recuerdan se siente que tuvieron más sustancia y fuerza, más anécdotas, exactitud, más detalles. El tiempo que llega después, se vive como lógica consecuencia del primero.
Pregunto nuevamente por el incidente histórico que más impacto tiene en ella en aquellos años posteriores a Cien años de soledad. Sin titubear, Mercedes contesta que fue la muerte de Salvador Allende en septiembre de 1973. Es la segunda muerte de un presidente que la impresiona en dos décadas corridas.
“Gabito está en Bogotá y yo estaba en la costa. Y llego a Bogotá y Gabito me dice: ‘están disparándole a Allende en La Moneda”.
Es este, acaso, el incidente político que más marcará, también, en esa década la carrera de escritor y de periodista de García Márquez. Con el golpe de estado en Chile, García Márquez promete abandonar la escritura de novelas hasta que caiga el Gobierno de Pinochet. Y, encuentra la motivación para retomar el periodismo, descuidado desde 1961, cuando la experiencia con Prensa Latina en Nueva York.
“En Alternativa, era solo colaborador y comienza el periodismo de nuevo”, Mercedes aclara. Se refiere a la creación en Colombia de la revista Alternativa, que funda en febrero de 1974 junto a los periodistas Enrique Santos y Antonio Caballero.
Les pregunto a ambos cuál es la razón para ese regreso.
Mercedes se detiene. Con su sonrisa, mira a García Márquez. Este responde: “Independientemente de todo, yo siempre seguía leyendo. De política, de todo”.
Con sus pocas palabras Mercedes aclara: “Era como natural”. Lo dice con ese alargar de vocales oriundo de la costa, y deja entender que la vuelta al periodismo y a la escritura de novelas fue más bien un proceso, poco a poco. Natural, pues. “No es por Allende”, insiste.
Insisto un poco más, manteniéndome en el tema.
“Siempre he estado en la vida”, concluye García Márquez. Mercedes agrega, dirigiéndose esta vez a su esposo: “Yo recuerdo que una vez tú dijiste, está pasando esto, está pasando aquello y dijiste que querías volver a escribir”.
“Yo siempre lo he visto igual, el periodismo, la literatura”, concluye García Márquez.
Las preguntas hacen menos mella en mi interlocutora que al principio. Mercedes no aspira a ser una entrevistada de largo aliento. Cuando acaba con una respuesta, acaba. Comienzo a preguntar sobre temas más generales, antes de que me anuncien que se secó el pozo.
Mercedes es lectora asidua de diarios. Lee regularmente varios cada día. “EL PAÍS [de España] es el que más me gusta”, afirma. “[En los diarios] Uno tropieza todos los días con tanta mala escritura”. Me pregunto si, acaso todavía enamorada, su modelo ejemplar no serán por siempre los escritos periodísticos de García Márquez.
Recuerdo que Miguel Angel Asturias, premio Nóbel de Literatura en 1967, se lamentaba de haber sido honrado con casi 70 años. De haber recibido el premio en su juventud o en su madurez, decía, hubiera olvidado sus propias dudas sobre el valor de su obra y hubiera escrito novelas aun más ambiciosas. Para García Márquez las cosas fueron diferentes, pues, en 1982, tenía solamente 55 años.
“El Nobel me volvió viejo”, dice. “Llegó en un momento en el que uno se convierte viejo. Ya no me dejo tocar”.
Desde su propia perspectiva, Mercedes piensa en esos años y agrega: “Era antes peor [la algarabía alrededor de su esposo]. El Nobel era una culminación del alboroto. Fue, entonces, que se alborotó el paraco”, concluye empleando la frase costeña.
Abordo un plano más íntimo. Dos elementos surgen espontáneamente, las amistades y la estabilidad familiar.
Después de la publicación de Cien años y de la recepción del premio Nobel , comenzó una noria de nuevas amistades y de conocidos –cientos de ellos– seguida por una permanente filtración y selección.
Pregunto, pues quiero saber cómo manejaban a los escritores, políticos, hombres de Estado, periodistas, artistas y lectores corrientes que se les acercaban.
García Márquez comienza una breve respuesta y Mercedes lo mira entretanto. Parecen estar de acuerdo. “Hay distintas categorías de amistades”, dice, “según las circunstancias”.
No se expanden. Insisto. Le pregunto a Mercedes, pues tenían y tienen aun una gran cantidad de amigos, ¿cómo se protegían?.
García Márquez nuevamente responde: “Porque sabía huir, cuáles sí y cuáles no. Yo, lo único que sé con seguridad es que jamás me ligué con quien no tuviera que ligarme. Todos los días de la vida, nosotros siempre hemos estado del buen lado”.
¿Lo que le ha dado la seguridad a lo largo de la vida con García Márquez?, pregunto a Mercedes. “La familia”, responde automáticamente, “familias estables. Tú sabías quien era tu papá y tu mamá”. Regresa siempre a su origen.
¿Cuál es la clave de más de medio siglo de matrimonio?
“Aquí todo es igual”, dice. “Aquí son los vasos comunicantes”.
“Los periodistas le buscan siempre demasiadas patas al gato”, repite lo ya dicho, requintando, para asegurarse de que entendí.
Explica que entre ella y Carmen Balcells, la agente literaria en Barcelona, administran los bienes del escritor. “Carmen Balcells es un genio”, aclara.
Jaime Abello interviene, pues tampoco quiere que se desvíe la conversación. Quiere saber exactamente cómo ha sido vivir con García Márquez por más de medio siglo.
“Para mí, es normal”, responde. Se le insiste.
“Para mí, todo es natural. Pero, naces así. Y, cómo fastidian con eso, inventando historias, eso es así o no es así”.
Para Mercedes, las cosas son claras. En realidad, si la comprendiéramos a cabalidad no hubiera habido ninguna necesidad de realizar esta entrevista. Tanta pregunta; si todo es transparente y obvio. Las respuestas son, para ella, evidentes. El gato, cuatro patas solamente. Y, también, aunque se preste al juego de la pregunta y la respuesta, existe siempre la cautela con los periodistas.
“[Gabito] Dice que nunca me ha visto con problemas existenciales”, Mercedes aclara. “Yo soy así”.
Sin orgullo cuenta lo siguiente, lo hace sin pretender nada, como una anécdota neutra que la resume: “Yo le dí una cita a una muchacha en el Sanborn´s de Obregón y la encuentro temblorosa y le pregunto ‘¿por qué?’, y me dice: ‘Ay, señora es que yo la esperaba con joyas y pieles”. Con explicaciones de este tipo, Mercedes se protege de tener que agregar más palabras.
“Es que ella no sabe quién es”, remacha García Márquez. Es evidente, sin embargo, que sí quiere seguir siendo lo que ha sido.
Como todo segundo encuentro, el que tuvo lugar en la casa de Cartagena no fue igual al primero en el D.F. Cambia el lugar, el ambiente, cambian los temas, cambia, por supuesto, la gente, su disposición. En realidad, para Mercedes la entrevista había concluído en México. El encuentro de Cartagena era una ñapa tropical, más breve e íntima.
Observo que en la costa, por su porte, por su vestimenta, Mercedes se encuentra más a gusto. Habrá menos detalles de qué hablar. A menudo, lo que uno es no se dice, ni con detalles, ni con recuerdos precisos.
Aprovecho y pregunto: ¿Cómo definirías la vida pasada con García Márquez?
“Sin pleitos”, responde, “como que se ha hecho muy corta. Porque, oye, cincuentidós años son cincuentidós años. Vivida tranquila. Cómo se pasó todo tan rápido”.
García Márquez interviene: “Es que estábamos muy ocupados, en nosotros mismos. Los hijos eran los juguetes más berracos. Ahora, los hijos somos nosotros. Son ellos los papás”.
“Muy divertida la vida nuestra”, concluye Mercedes.
Observo que muchos de sus allegados afirman que Mercedes es la columna de la pareja.
“Eso dice la gente”, comenta. “No sé por qué lo dicen. ¿Por qué? El que hace las cosas es Gabo. Es que nosotros somos, como dicen los jóvenes, unos dinosaurios. Me gusto como soy, indica, no quisiera ser otra persona”.
“Yo quisiera cambiarla, pero no se deja”, bromea García Márquez. “Es firme, con el puño así”. Lo cierra lentamente. “Suave, pero firme. ¿Se puede decir eso? Nosotros”, continúa el escritor, “hablamos de muchas cosas en la cama. Nos arreglamos”.
“El matrimonio es como una sociedad, pero hay que ser amigos”, añade Mercedes.
“Sí”, dice García Márquez, “pero hay que ponerle trabajo. Es un oficio muy jodido. Desde que uno se despierta”.
Pasamos a los hijos y a su crianza en países extranjeros.
“Los hijos, de aquí [Colombia] no tienen nada”, explica Mercedes. “Uno se crió en México y París y el otro en los Estados Unidos”.
Continuamos asociando temas en el calor sofocante que ya comenzaba a ceder. Le hago observar a Mercedes que en sus conversaciones emplea constantemente palabras del vocabulario de la costa colombiana. Sorprendida, con otra gran sonrisa de satisfacción, responde sesgado: “A veces, cuando vuelvo acá, yo tengo que hacer doblaje. Es las palabras [mexicanas] que no saben”.
García Márquez pidió otra copa de vino blanco. El vaso de jugo de mora de Mercedes seguía medio lleno sobre la mesa. El tema enorme que flotaba en el aire de aquella casa abierta de Cartagena era, ¿cómo se sigue siendo costeño a lo largo de tantos años de vivir fuera de la región y del país?
García Márquez escuchaba. Mercedes y yo conversamos sobre Conrad, Nabokov, Beckett que, al igual que García Márquez, pasaron muchos años de su vida en otro país que el suyo. Acordamos, sin embargo, que al terminar escribiendo en el idioma de ese otro país, que no hablaba su lengua materna, vivieron otra experiencia. Son escritores que se adentran cuerpo y alma en otra lengua que la suya.
“Y, Conrad, ¿su mujer era inglesa?”, preguntó Mercedes como si buscara el detalle decisivo de la biografía del escritor británico polaco. No conocía yo entonces la respuesta. Supuse que, en materia de identidad, Mercedes, probablemente por experiencia propia, considera clave la nacionalidad de la mujer en la pareja. La respuesta —la señora de Conrad era inglesa— le da acaso la razón.
Platicamos otro poco sobre aquellos escritores que, a pesar de residir por voluntad propia en el extranjero, se mantienen siempre apegados a la lengua y a la cultura en la que nacieron, no importa el número de años vividos fuera.
Mercedes trajo a colación a Julio Cortázar. “Cortázar tenía su acento”, observó, “pero siguió siendo argentino”. Buen ejemplo, pensé.
“Pa´uno es normal”, afirmó. Hablaba en nombre de la pareja. “Creo que hay gente que quiere”. Mercedes llegaba a una conclusión, hay que quererlo, la identidad es también deseo y afán. No se iba una leve sonrisa de sus labios. “Creo que hay gente que quiere”, repitió.
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