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Combat rock
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Esperan aplausos

Los gobiernos prefieren contar y presumir las camas que todavía quedan disponibles en los hospitales en vez de mirar hacia los hornos crematorios y los ataúdes

Antonio Ortuño
Unos turistas en la Laguna de Chapala, en Jalisco, este domingo.
Unos turistas en la Laguna de Chapala, en Jalisco, este domingo.ULISES RUIZ (AFP)

Vivo en Jalisco. Mi Estado, como muchos otros en el país, se encuentra en pleno tránsito por esa curiosa etapa de la “nueva normalidad” conocida como “semáforo naranja”. Es decir, que pese a que aún hay contagios y fallecimientos a puños por culpa de la covid-19, ya se han reanudado las actividades laborales y comerciales no masivas bajo ciertas medidas de seguridad, tales como revisar con termómetros digitales la temperatura corporal de quienes ingresan a un comercio u oficina (ayer me la tomaron en el supermercado y el aparato indicó 32 grados, es decir que, para todo efecto práctico, soy un zombi), aplicarles gel antiséptico a mansalva y hacerlos pisar un tapetito con líquidos presuntamente limpiadores.

Hay que reconocer que la expresión “semáforo naranja” resulta bastante notable. Porque una señal de tráfico ordinaria cuenta solo con tres colores: verde (es decir, adelante), amarillo (precaución) y rojo (deténgase). El naranja no existe en un semáforo común: es una ocurrencia del gobierno federal exclusiva para esta situación. Pero eso no quita que el naranja ya esté ahí, en medio de los demás colores del código, como un parche que significa: “Siga, pero bajo su propio riesgo, aunque en realidad debería tomar precauciones y, mejor, siendo sinceros, detenerse”. Esto es idiosincrasia pura. Nada le gusta tanto a un mexicano que desea lavarse las manos y eludir las culpas como emplear estos términos aparatosos que, en el fondo, afirman: “Sí pero no, y allá tú si lo haces”. Eso, ni más ni menos, es el dichoso “semáforo naranja”.

Las autoridades federales y estatales no han coincidido en casi nada a lo largo de la pandemia y sus tensiones han escalado hasta llegar a cruces de declaraciones bastante ríspidos. Pero, al final, han conseguido un acuerdo tácito, unas y otras: la culpa de que tengamos miles de víctimas (hasta el momento son alrededor de 1.000 en Jalisco y casi 35.000 en todo México) es de las propias víctimas. Poco les importa que los ciudadanos hayamos debido sobrevivir a salto de mata en una tormenta de contradicciones: que si el cubrebocas sí o el cubrebocas no; que si guárdense todos en sus casas o salgan sin miedo para que la economía no se hunda; que si solo se mueren los obesos, los ancianos y los enfermos de otro padecimiento o que si mejor no le tentemos el agua a los camotes, porque no hay seguridad de quién se vaya a complicar; que si estamos al borde del colapso o mejor que nunca; que si va a quebrar medio país o que si esto “nos vino como anillo al dedo”…

Pues a pesar de estos mensajes defectuosos y, a veces, directamente ladinos, las autoridades sostienen que la responsabilidad de no haber encontrado un camino seguro en el campo minado que han sembrado bajo nuestros pies es de los ciudadanos. Aquí, nos dicen, el que se muere lo hace porque quiso, porque no conservó la “sana distancia” ni la “disciplina social”. Los gobiernos prefieren contar y presumir las camas que todavía quedan disponibles en los hospitales en vez de mirar hacia los hornos crematorios y los ataúdes.

No: no se trata de desatar una cacería de brujas por el manejo oficial de la pandemia (de la que, para empezar, no hemos salido, y que no da señales de menguar). El tema es que los gobiernos se colgaron medallitas al mérito cuando no tocaba y nada indica que vayan a dejar de felicitarse a sí mismos. Porque, según su versión, todo lo que ha funcionado más o menos bien es gracias a ellos y todo lo que sale mal es nuestra cochina culpa. Esa visión cínica la comparten los Estados y la Federación. Además de todo, esperan que les aplaudamos. Y ese discurso, francamente, hay que cuestionarlo. Porque es verdad que abundan los ciudadanos irresponsables... Pero los funcionarios también.

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