El astronauta mexicano que no despegó nunca
Conocer el relato de aquel que no resulta ganador, de aquel que no fue ni será arropado por la vestimenta reluciente del héroe, nos compromete, además, como escuchas
Cualquiera que haya hecho algo antes que los demás, cualquiera que haya sido el primero, pues, en hacer algo, estará en posesión de un relato sencillo, una historia de éxito que no puede contarse más que de una sola forma.
—La noche del 26 de noviembre de 1985, el mexicano Rodolfo Neri Vela, quien naciera en Chilpancingo de los Bravo treinta y tres años antes, abordó el Transbordador espacial Atlantis, en calidad de especialista de la Misión STS-61-B—.
A menos que se descubra que aquel que por primera vez alcanzó la cima del Everest o sintetizó una proteína o corrió los cien metros planos por debajo de los diez segundos hizo trampa, la estructura de su relato de éxito será como una flecha que alcanza el corazón de una diana.
—Para ocupar el asiento que lo convertiría en el primer astronauta mexicano de la historia, Neri Vela, doctor en electromagnetismo aplicado, debió vencer a cuatrocientos rivales, dos de los cuales llegaron hasta las últimas instancias, en una carrera agotadora que duró casi dos años—.
De ahí que el relato sobre el camino que lleva a alguien a ser el primero, aunque se pueda entorpecer con múltiples obstáculos, no sea otro que el de la gran gesta. Una historia, a fin de cuentas, tan común y corriente como la de cualquier héroe antiguo o moderno, mitológico o utópico. Y como de héroes, a estas alturas, deberíamos estar cansados, mejor voltear hacia otro lado.
—”La NASA no estaba en mis planes, menos el espacio, pero un día se me presentó la oportunidad. Aunque claro, las oportunidades se le presentan a quien las busca. Y la clave para que se presenten, pero, sobre todo, para que esas oportunidades se concreten, es prepararse, trabajar todos los días y pensar en grande, pues si no, no se llega a ningún lado, ni al espacio”—.
Buscar, por ejemplo, en los segundos lugares, no en tanto derrotados sino en tanto no héroes, seres comunes que, por otra parte, comparten con el resto de los mortales la condición de no ser los elegidos, pero, sobre todo, de poseer relatos únicos, pues, mientras se gana de una sola forma, se pierde de formas incontables. Para decirlo a la manera de Tolstoi: todos los primeros lugares se parecen unos a otros, pero cada segundo lugar lo es a su manera.
—Carlos Mendieta Jiménez y Ricardo Peralta y Fabi, así se llamaban los otros dos candidatos a primer astronauta mexicano, quienes sucumbieron ante Rodolfo Neri Vela en las últimas instancias de la selección, es decir, en los últimos metros de una carrera que terminó en la Universidad de Indiana y que los convirtió, para fines prácticos, en miembros del cuerpo de astronautas de la NASA, aunque nunca dejarían la tierra y no serían más que astronautas sustitutos—.
Por supuesto, es difícil acceder al relato de aquel cuyas palabras han sido silenciadas, porque nos hemos hecho adictos a las de los ganadores, porque se nos ha convencido, durante siglos, milenios incluso, que son aquellas las que deben interesarnos y no las de quien no ha conseguido eso que deberíamos anhelar todos los mortales, la victoria, el heroísmo, mientras se nos recuerda, precisamente, que no somos más que aspirantes eternos a héroes, sordos probados y amaestrados para no escuchar la voz de quien no lleva colgada del cuello una medalla de oro.
—El relato de Carlos Mendieta Jiménez nunca lo escuché, pero sé que tras su no selección como primer astronauta mexicano, es decir, tras no cruzar como primero la meta, se repuso convirtiéndose en experto en telecomunicaciones y tecnologías de fibra óptica, antes de convertirse, por orden del expresidente Felipe Calderón Hinojosa, en el primer director de la Agencia Espacial Mexicana, cargo del que sería separado por la Secretaría de la Función Pública, que lo inhabilitaría por veinte años, tras desviar 25 millones de pesos del erario mexicano—.
Antes que el camino al éxito, lo que debería interesarnos es la derrota que cada uno carga. Como escribió Simone Weil: “La plenitud del amor al prójimo estriba simplemente en ser capaz de preguntar: ¿cuál es tu tormento?”. Preguntarlo y, por supuesto, escuchar su respuesta, que no será heroica, pero que será única: un relato, pues, que será un testimonio irrepetible, cuyo final, además, no conocemos de antemano, porque no dará en el corazón de la diana.
—Conocí a Ricardo Peralta y Fabi hace aproximadamente veinticinco años, unos diez años después de que perdiera la carrera por ser el primer astronauta del país, tras sufrir un terrible accidente: estando en la Universidad de Indiana, poco antes de que se decidiera quién sería el elegido, el pequeño aeroplano ligero que había comprado con el dinero que le entregara el Gobierno mexicano, contra todo pronóstico, falló en pleno vuelo y se derrumbó con él a bordo—.
Escuchar, conocer el relato de aquel que no resulta ganador, de aquel que no fue ni será arropado por la vestimenta reluciente del héroe, nos compromete, además, como escuchas. Nos obliga, pues, a decir, a reproducir, alzando la voz incluso más que el dueño original de la historia, en tanto que se nos ha entregado, antes que una confesión, un testimonio: lo último que alguien deja.
—Tras el accidente, Ricardo Peralta y Fabi quedó postrado a una silla de ruedas durante meses y sufrió sus consecuencias el resto de su vida. Pero ni eso ni haber perdido la oportunidad de viajar al espacio fueron su tormento. Su tormento, en realidad, fue este: no haber llevado a cabo su experimento sobre la división de sustancias orgánicas a consecuencia del influjo de campos eléctricos—.
Por supuesto, la obligación que nos impone, en tanto escuchas, el relato del tormento de los comunes, incluye otra obligación, obligación que también ha sido vedada a la historia de los héroes: el respeto al silencio, es decir, a reconocer y salvaguardar los límites que separan lo que se cuenta de lo que no se cuenta.
—Cuando le pregunté a Ricardo Peralta y Fabi cómo era posible que un astronauta estrellara su avión (aunque no solía acercarme a los alumnos de mi padre, él me intrigaba pues todas sus esculturas eran iguales: hombres con antenas parabólicas en vez de cabezas), sonrió y sugirió la posibilidad de un sabotaje—.
De vez en cuando, sin embargo, uno debe romper los límites que se ha puesto a sí mismo y que marcan las fronteras que separan lo que se cuenta de lo que no se cuenta, sobre todo, o, más bien, sólo, cuando el héroe se inmiscuye en el camino.
—”¿Cómo un sabotaje?”, recuerdo que le pregunté entonces y que le seguí preguntando a Ricardo Peralta y Fabi durante el tiempo (no debieron ser más de tres o cuatro años) que asistió al taller de escultura de mi padre—.
Y es que esa es otra de las razones por las que el relato heroico debe ser hecho a un lado: porque una y otra vez aplasta, apaga los relatos no heroicos.
—”¿Cómo un sabotaje?”, seguí insistiendo años después, aunque Ricardo Peralta y Fabi me contestara, siempre, con la mueca que camuflaba su tormento—.
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