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Opinión
Columna
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El regalo perfecto de Navidad

La enseñanza más profunda, contra lo que se suele pensar, no está en el acto de dar, sino en el de recibir

Emiliano Monge
Un hombre pasa por un escaparate con una imagen de un regalo de Navidad en la calle.
Un hombre pasa por un escaparate con una imagen de un regalo de Navidad en la calle.Getty Images

La Navidad, como todos sabemos, es edificante. Edificante en el sentido de que nada enseña más que los regalos que se reparten o se intercambian en las cenas familiares. Por supuesto, la enseñanza más profunda, contra lo que se suele pensar, no está en el acto de dar, sino en el de recibir. Y es que quitar el moño y desenvolver un regalo navideño es fundamental para nuestra educación sentimental.

Sobre todo, si uno forma parte de una familia como la familia en la que me tocó crecer a mí, es decir, una familia en la que el esfuerzo previo a ese instante en el que se detiene el tiempo de la cena, se le quita el moño y se desenvuelve el regalo navideño es igual, equivalente al cero absoluto. Imagino que muchos habrán pasado por lo mismo, pero, por si acaso, me explico mejor: aunque nadie dedica el mínimo interés ni el tiempo necesario para escoger aquello que podría gustarle o servirle a su pariente sanguíneo o político —emocionarlo de verdad o hacerlo feliz son términos erradicados de la ecuación navideña por principio—, todos esperan la sorpresa del regalado.

Qué digo sorpresa, todos, absolutamente todos los que dan, esperan a cambio de su dádiva el pasmo, el asombro, la estupefacción, el paroxismo de quien acaba, delante del resto de sus familiares —familiares que, por suerte, habrán de pasar por el mismo trance traumático, instantes antes o después—, de arrancar el moño y desgarrar el papel de colores que escondía, por ejemplo, una calculadora de bolsillo —sé que parece una exageración, pero no lo es—.

Y como todos los que dan, son, al mismo tiempo, todos los que reciben —si algo no se le puede escamotear a la Navidad, es que democratiza tanto las dádivas como la gracias, lo cual es, en sí, otra de sus características edificantes más generosas—, todos, absolutamente todos, quedamos atrapados en el centro de su mayor enseñanza: ¡una calculadora! ¡Carajo… justo lo que necesitaba! Sobre todo, porque la que me diste el año pasado, tía, se descompuso. Y la que me habías dado el año anterior, que creo que era igualita a esta, se me perdió.

De cerca, no hay nada más sincero que la hipocresía, escribió G. K. Chesterton en sus memorias, seguramente porque sus navidades incluían a docenas de familiares. Y es que esa es la mayor de las enseñanzas de estas fechas: nos muestran cómo ser sinceros, hipócritamente, que viene a ser lo mismo, claro está, que hipócritas sinceros: ¡no lo puedo creer… de verdad… no me lo puedo creer! Un engargolado con tus primeros cuentos, prima… ¡pero qué privilegio! ¡Además, no tenía nada mejor que leer en estas vacaciones! ¡En serio… te lo juro! Ya ves que casi ni hay buenos libros, de esos que uno quiera leer antes que el manuscrito de una pariente.

La hipocresía sincera o la sinceridad hipócrita, que a la postre no es sino el mayor de los pilares de nuestras relaciones sociales —de acuerdo con sociólogos tan importantes como Erving Goffman, quien aseguran que, para sostener a la sociedad, sus miembros representan roles dramáticos, verdaderos, pero a la vez falsos, algo así como el papel de un actor, un papel escrito y desempeñado majestuosamente, por alguien que no es aquel a quien representa, aunque sea aquel a quien representa durante un instante: el instante en que se arranca el moño y se rasga el papel de colores: ¡una corbata, tío! ¡Cómo sabías que no tenía ninguna… que nunca jamás he tenido una!—.

Por supuesto, como queda claro, el intercambio de regalos, el corazón mismo de la Navidad, nos instruye en otra de las enseñanzas que, a la postre, resultarán esenciales para la vida: el sarcasmo, la cualidad, pues, que nos permite el paroxismo festivo y agradecido que esperan nuestros familiares, a la vez que le abre una rendija —no importa que esta sea minúscula— a la estupefacción propia, es decir, a la venganza íntima y secreta: ¡lo sabía, cuñado… una botellita de mezcal, igual que siempre! ¡Y de un mezcal tan bueno que son 300 mililitros…! ¡Como una Pepsi!

Ya lo dijo Chesterton, también, en su autobiografía —sus navidades, insisto, estaban atiborradas de parientes—: en todo lo realmente importante, el interior es mucho mayor que el exterior. De ahí que la venganza íntima nos consuele del horror que implica nuestra reacción pública. La aseveración del viejo de Londres, sin embargo, apunta a otra de las enseñanzas navideñas más importantes: que la maldad siempre está por encima de la bondad, en lo que se refiere a regalos.

¿O alguien se atreverá a afirmar que no le dedica mucho más tiempo y energías a elegir el regalo que le toca dar en un intercambio de broma que al que le toca dar en un intercambio regular? Honestamente, si alguien se atreve a decirlo, no podré más que dudar de él o ella. Y es que, al parecer, nada solivianta más al alma del generoso que poder herir —con permiso del humor— la autoestima del regalado.

Lo cual, ahora que lo escribo y que, por lo tanto, lo pienso, me hace pensar, entender, escribir algo totalmente inesperado: mi familia lleva casi cuarenta años, por lo menos, haciendo un intercambio de broma, sin habérmelo avisado: ¡mi propio libro, empastado como libro antiguo, pero qué detalle tan genial!

Aunque no, va a ser que no. Mi familia no lleva ni cuarenta ni treinta ni veinte ni diez ni un año dándose regalos de broma, sino regalos total y absolutamente serios, honestos, de corazón. Como también escribió Chesterton: “Ninguna de sus ideas tenía suficiente verosimilitud para ser ficción”. Quién regalaría, si no, tres metros de papel para envolver, envueltos en ese papel. O las minas de un lapicero, sin el lapicero. Mi familia, en realidad, siempre encuentra el regalo perfecto. Por eso agradezco, acá, lo que vaya a tocarme.

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