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Columna
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Alegoría de un país que aguarda los sábados

Un relato mediante el cual el autor busca entender y dimensionar una realidad a la que no solo se puede acceder mediante las ideas

Emiliano Monge
Sábado Emiliano Monge
Imagen de un calendario.Sutrisno Zalukhu / EyeEm (Getty Images/EyeEm)

Todos estos son juguetes de Manuel.

Eran juguetes de Manuel, me corrige mamá. Que no son, que eran, porque ahora son míos.

Me los heredó cuando él dejó de usarlos. Dejó es dejar, pero antes. En el pasado. Que es lo que mamá me ha estado enseñando, aunque hay cosas que no aprendo.

Eran y son y serán, vaya revoltura de tiempos. ¿Hoy es sábado?, pregunto, mejor. No, hoy apenas es martes, me dice mamá. Y luego dice que eso ya debería saberlo, que para eso pusieron el calendario en la pared.

No sé por qué complicarse así la vida, con todo eso de los días. Pero peor con eso de los tiempos. Si uno siempre es uno, siempre está aquí. Está ayer y está hoy y está mañana. Digan lo que digan, es así o yo creo que así es como es.

Manuel está ayer y está hoy y está mañana, le digo a mamá para que no me siga enseñando, porque aprender es muy cansado. Lo más cansado de todo. Más cansado que salir a la calle y correr, porque el cuerpo quiere correr y no hay cómo dejarlo sentado, cómo aquietarlo.

Manuel está ayer y está hoy y está mañana, le repito a mamá, quien, por alguna razón, en lugar de enojarse, se echa a llorar. Se tapa la cara con las manos y llora, como llora ayer y llora hoy y llora mañana, estoy seguro.

Mi cuerpo y yo, casi siempre, queremos cosas distintas, le digo a mamá, para decirle otra cosa. Para que deje de llorar, en realidad, aunque haga coraje.

Y, claro, se enoja. Porque eso, me dice, también necesito entenderlo: que mi cuerpo y yo no podemos querer cosas distintas.

O que podemos, pero que tenemos que ponernos de acuerdo.

¿Hoy sí es sábado?

Señalando el calendario, mamá pregunta: ¿qué dice ahí?

Ahí dice que es miércoles. Que es miércoles y que vamos a ir por Manuel, le respondo a mamá, sintiendo que mi cuerpo se calienta.

Y como mi cuerpo se calienta, repito: dice que hoy no iremos por mi hermano. Al escucharme, mi cuerpo hierve y rompe el acuerdo que firmamos en la noche.

Cuando hiervo, corro. Justo antes de salir, mamá nos detiene en la puerta, a mi cuerpo y a mí. Y aunque nos sienta en la silla que tiene correas, aunque nos amenaza, aunque yo entiendo que ahí debo estar, mi cuerpo insiste en moverse.

No le gusta quedarse en un solo lugar, no le gusta permanecer amansado. Por suerte, antes de que empiece a sacudirme los brazos, antes de que empiece a patear el aire, mamá lo amansa con las pastillas que el doctor nos mandó.

Es como apagar la hornilla debajo del agua, pienso. Como poner la palanca del coche de papá en la N, para bajarse a pelear con otro papá.

A Manuel nunca le mandaron pastillas, le digo a mamá cuando mi cuerpo por fin está tranquilo, deseando lastimarla.

Y claro, lastimada, mamá cierra los ojos y aprieta los dientes, pero no llora.

A veces mi lengua también quiere otra cosa.

Una cosa que no quiero yo ni tampoco quiere mi cuerpo, le digo a mamá, para pedirle perdón por lo de ayer.

Luego le pregunto si hoy ya es sábado, porque no aguanto más, porque extraño mucho a mi hermano, porque quiero ver a Manuel, despertar a su lado.

Mamá arranca el calendario de la pared y me lo lanza a la cara. Estoy harta, me dice. Estoy agotada. Sabes de sobra que hoy es jueves, añade enojada, gritando. Mi lengua, entonces, se siente retada.

¡Contigo nunca es sábado!, ¡contigo el día que quiero nunca es hoy!, asevera mi lengua, sin pedirme permiso. Con papá, en cambio, siempre es ese día, el día que vamos a buscar a mi hermano. Porque papá si quiere a Manuel, porque papá y yo sí lo queremos, insiste mi lengua, escupiendo la maldad que hay en ella.

Mi lengua sabe cosas que no sabemos ni yo ni mi cuerpo. Es una esponja, mi lengua. Aprende en minutos todo lo que no aprendemos nosotros. Ninguna lección le cuesta trabajo. Conoce palabras que ni siquiera entendemos yo y mi cuerpo, pienso mientras mamá gira y se aleja.

Entonces escucho sus pasos en el pasillo, cada vez más lejos. Hasta que la oigo, a mamá, cuyo cuerpo sí es de ella, sí es ella misma, pues se hacen caso, al final, subiendo los peldaños de la escalera.

¿Cómo puedes pensarlo?, ¿cómo puedes decirlo?, nos pregunta mamá desde lejos, con la voz rota por la tristeza.

Avergonzado, regaño a mi lengua. Y pienso: ojalá también hubiera una pastilla que te hiciera callarte.

Pero para mi lengua no existen pastillas.

¡Ya sólo falta hoy!

¡Ya sólo falta hoy porque hoy por fin es viernes!, le digo a mamá, señalando el calendario que sigue en el suelo.

Mañana buscamos a Manuel, insisto emocionado y contento, porque mi lengua, mi cuerpo y yo estamos emocionados y contentos, no porque queramos que ella deje de estar enojada.

Incluso nos tomamos, felices, la pastilla. Y felices, también, tomamos la clase que nos toca los viernes. Es la más complicada de todas. Las matemáticas se nos atragantan, se le atragantan incluso a mi lengua. Pero hoy es viernes y estamos contentos, así que aguantamos. Soportamos incluso la ropa del viernes.

Este suéter es de Manuel, por eso me aprieta, por eso me asfixia, le digo a mamá antes de resolver el ejercicio que tengo delante. Era de Manuel, era el suéter de tu hermano, responde mamá, te lo heredó cuando dejó de quedarle. Aunque ahora, está claro, tampoco te queda.

No me aprieta por eso, le digo a mamá, me aprieta distinto. Me aprieta porque él no lo usa, porque él tendría que usarlo, pero no puede, quiero decirle, para herirla, pero es viernes y callo. Dejó es dejar, pero antes, eso es lo que digo.

Lo has entendido, por fin lo estás comprendiendo, me dice mamá, orgullosa y sonriendo. No sabe que, si yo quisiera, ella estaría llorando.

Pero hoy es viernes. Es viernes y mañana, tal vez, vuelva a ver a mi hermano.

Todas estas son las cosas de Manuel.

Eran las cosas de Manuel, me corrige mamá, mientras los perros las olfatean.

Las usamos todos los sábados, igual que a los perros. Usar es usaste y usarás, pero en este momento.

Emocionado, mi cuerpo corre detrás de los perros, aunque me gritan que no, aunque le digo, yo también, que espere, que no aguantará, que no aguantaremos su ritmo, que es mejor acompañar a papá y a mamá.

¡Por allá… se metieron por allá… entre esos matorrales!, grita mi lengua, en el momento en que mi cuerpo obedece. Cuando nos detenemos, pues, a esperar que nos alcancen los mayores, que papá, mamá y el resto de los padres y las madres lleguen al sitio en que estamos.

Los perros se metieron ahí, decimos yo y mi lengua y mi cuerpo, observando los matorrales, que todavía se sacuden. Qué bueno que no los siguieras, me dice mamá, sonriendo con una sonrisa que no es verdadera.

Qué bien que por fin lo entendiste, añade papá poco después, con los ojos inyectados y poniendo en mis manos la pala más chica.

Ojalá hoy, que no es ayer ni mañana, podamos usarla. Quiero a mi hermano.

No quiero seguir heredando.

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