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“Mejor la calle en Ceuta que una vida en Marruecos. Aquí somos libres”

Zouaki El Mehdi vive en una chabola desde el 17 de mayo, cuando entró a España junto a más de 10.000 personas

Zouaki El Mehdi en el asentamiento de chabolas en Ceuta donde vive desde que cruzó a nado la frontera en mayo de 2021.
Zouaki El Mehdi en el asentamiento de chabolas en Ceuta donde vive desde que cruzó a nado la frontera en mayo de 2021.EDP

Zouaki El Mehdi (27 años) sueña con un kayak y una brújula. Con surcar, en una noche clara y llena de estrellas, los 30 kilómetros que separan Ceuta de Gibraltar. Con un mar calmado y una playa andaluza libre de patrullas. Es una empresa kamikaze, una ruta suicida que se ha tragado la vida de varios miles de personas en las últimas décadas, pero El Mehdi tiene entre ceja y ceja llegar a la Península. Volver a su Marruecos natal no es una opción. Por ahora, espera. Y, mientras, contempla su futuro en el horizonte desde lo alto de un cerro con vistas panorámicas a la ciudad autónoma, donde sobrevive en un asentamiento de chabolas desde el pasado 17 de mayo, cuando cruzó la frontera a nado junto a más de 10.000 personas. En los días claros, en la lejanía se dibuja el Peñón junto a la difuminada línea de la costa española.

El Mehdi no tiene prisa. Ocupa el día en planear su siguiente movimiento: “El kayak no es la peor forma para pasar. Si te cuelas en un carguero del puerto [algo que muchos intentan] te pueden aplastar los contenedores. Y con la brújula podemos orientarnos”. Su historia es única, y a la vez, forma parte de una realidad más grande: la de las más de 3.000 personas que se estima que quedan en Ceuta después de la entrada masiva de mayo, repartidas entre los centros de acogida y las calles.

Aprovecha lo poco que la ciudad le ofrece. Para lavarse, va a diario a las duchas de la playa. El monte es su retrete. Salvo excepciones, come una vez al día gracias al reparto de alimentos que efectúa la ONG Luna Blanca en la mezquita Sidi Embarek. Hace chapuzas de vez en cuando. “Cada día es diferente. Conoces a alguien, alguien te ayuda”, sintetiza, sentado en una silla plegable a las puertas de la cabaña que él mismo ha levantado con palés y mantas. Pero le quita hierro a su situación: “No estamos mal. Estamos mejor aquí viviendo en la calle que en Marruecos. Aquí somos libres. Allí no hay trabajo, no hay futuro, no hay nada. Es una dictadura”.

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Con él viven una treintena de hombres, jóvenes y menores, que se niegan a utilizar los recursos de acogida habilitados por miedo a ser deportados: “Si vas a las naves te devuelven a Marruecos. No queremos estar encerrados”. La mente se va rápido a pensar qué van a hacer cuando llegue el frío. “No vamos a seguir aquí en invierno”, sentencia convencido.

Gracias a un carácter arrollador y a un inglés fluido, El Mehdi es una suerte de portavoz de sus compañeros de campamento. “Tuve una novia inglesa”, comenta con una sonrisa mal disimulada. “Ahora está en Londres. Me gustaría ir a verla”. Dejó pronto el instituto, pero se ha formado por su cuenta. Le interesa la política y tiene un discurso sólido. Cuenta que en el asentamiento se cuidan y protegen entre todos —les han atacado para robarles varias veces—. Que si uno consigue comida, todos comen. Solo se le ensombrece el gesto cuando habla de su país: “Marruecos encarcela a sus genios”.

El Mehdi posa al amanecer en el campamento donde vive con el estrecho de Gibraltar de fondo
El Mehdi posa al amanecer en el campamento donde vive con el estrecho de Gibraltar de fondoEDP

Es día de celebración en el campamento. Todos se preparan para la cena. Han conseguido 20 filetes de pollo y pan. Encienden fuego en una barbacoa que, como todo lo que tienen, fue donada por algún vecino o recuperada de la basura. Es una noche de viento, y las brasas vuelan por la colina seca. Es un milagro que no arda. El Mehdi especia la carne. La convierte en un manjar. No en vano, tiene un diploma de cocina y años de experiencia.

Cuando El Mehdi habla, todos a su alrededor asienten en silencio, iluminados solo por las llamas de la parrilla. Parece que hasta el carbón ha parado de crepitar para escucharle. “¿Por qué nosotros? Marruecos es un país rico, con minerales, con recursos. Queremos vivir bien, como los europeos. Trabajar, tener hijos, soñar”. Alguien pone música en un móvil y, por un momento, la realidad parece lejana. Todos bailan al ritmo de Daddy Yankee, los Gipsy Kings y rap marroquí. Como cualquier fiesta, en cualquier otro lugar del mundo.

Empieza otro día. El Mehdi se lava la cara con agua de una garrafa. Sonríe. Está radiante porque el día anterior, en una protesta organizada por decenas de jóvenes y menores marroquíes en su misma situación, conoció a Joana Millán, una educadora social y voluntaria en la Asociación Maakum. Ella puede proporcionarle asistencia legal para conseguir los papeles, entrar a España por la puerta principal y olvidarse del kayak. También ha conseguido un “trabajillo de albañil” y piensa invitar a todos sus amigos a “cenar, salir de fiesta, conocer a alguna chica”.

Son las nueve de la mañana y El Mehdi posa con el mar de fondo para las últimas fotos. “Saca bien nuestras caras”, exige. “Que todo el mundo se entere de nuestra historia”.

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