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Una comunidad que no vota en bloque

A pesar de ser principalmente demócratas, los votantes de origen latinoamericano están atravesados por tantas divisiones como las de una colectividad de treinta millones de personas

Jorge Galindo
Un seguidor de Biden con pancartas contra Trump en Miami.
Un seguidor de Biden con pancartas contra Trump en Miami.MARCO BELLO (Reuters)

La nunca predecible cuenta de Twitter de Donald Trump ha incorporado un nuevo tono a su gama de obsesiones. El pasado sábado a 11 puso en un mismo saco de 280 caracteres a Fidel Castro, Hugo Chávez (aunados en la cada vez más célebre etiqueta de “castrochavismo”), los dos miembros más destacados del ala izquierda del Partido Demócrata (la senadora de origen puertorriqueño Alexandria Ocasio-Cortez, y el excandidato Bernie Sanders), y a su rival en esta carrera, Joe Biden.

A duras penas es casual este mensaje. Se trata de un intento, bastante poco sutil, de cautivar el voto latino empujando a su contrincante hacia el extremo contrario al suyo. La presunción es que ese “voto latino” le rehúye a cualquier cosa que suene a izquierda a un continente que ha pasado por experiencias autoritarias traumáticas desde esa orilla. Es el estereotipo del votante de origen cubano (ahora también el proveniente de Venezuela), sobre todo en Miami: liberal-conservador, fiel a los Republicanos tanto por sus valores tradicionales como por una suerte de lección aprendida a la fuerza sobre el socialismo.

Pero a este perfil se contrapone otro, casi opuesto: el progresista preocupado por la discriminación racial que se cuela hasta el discurso presidencial y las políticas con las que se recibe a los migrantes en la frontera sur, que en este mandato llegan hasta la separación de núcleos familiares.

El segundo estereotipo es estadísticamente algo más cercano a la realidad, pero ninguno de los dos es más que una caricatura interesada. Pongamos ambas como cara y sello de una misma moneda llamada “voto latino”: digamos que cada vez que una persona de raíces latinas emita un voto, esa moneda subirá y bajará. En esta elección al menos, en siete de cada diez ocasiones el resultado se parecerá más a la sgunda imagen, resultando un azul demócrata. En tres de cada diez, sin embargo, caerá rojo, con voto a Trump. Pero ni estas cifras están dadas, ni la analogía de la moneda recoge bien la enorme complejidad inherente a un colectivo que ya suma 30.000.000 de almas: el de los votantes latinos en EEUU.

🧩 Un rompecabezas

La paradoja central del voto latino quedó nítidamente definida por Stephanie Valencia en una reciente entrevista a Politico: la exasesora de Barack Obama y cofundadora de la encuestadora Equis Research, explica que los latinos aspiran al mismo tiempo a construir poder político presentándose como un “monolito” que actúa en bloque, pero contemplando los matices decisivos que uno halla inevitablemente en su interior. La regla 7-3 establecida con la moneda es el resultado de esta tensión, que queda también capturado en esta encuesta reciente de la consultora Latino Decisions.

Este 69-28 está en la banda baja del abanico de posibles divisiones rojo-azul observadas en las últimas décadas. Bob Dole, rival republicano de Clinton en 1996, se quedó aún más abajo: en el 21% del total de votos hispanos. George W. Bush alcanzaría un 44% ocho años después. Ahora mismo, Trump no está ni tan mal como el primero, ni mucho menos tan bien como el segundo. Quitando la división por afiliación partidista, la más consecuente es la de nacionalidad de origen familiar: su brecha negativa de popularidad respecto a Biden es seis veces mayor entre personas de origen dominicano, que entre los cubano-americanos. A ello se añade la distancia generacional con el momento de migración: los nacidos en EEUU continental muestran datos de afiliación a los candidatos sensiblemente más similares al de sus compatriotas no hispanos.

Las divisiones de género, estudios y la generacional también juegan su papel, pero lo interesante es que no lo hacen exactamente igual que entre el conjunto del electorado. La brecha de género respecto a Trump es casi inexistente, y al mismo tiempo su rival demócrata es menos popular entre las mujeres de lo que cabría esperar. Además, la división educativa opera de manera opuesta a cómo lo hace entre los blancos no hispanos: a menos estudios (y presumiblemente menos ingresos), menor es la popularidad de Trump. En este caso, la cercanía a las políticas republicanas de libertad económica (o a las demócratas de apoyo y redistribución) siguen el patrón clásico que correlaciona con oportunidades. En comunicación política y estrategia electoral se diría que Trump y su partido conectan mejor con los “valores de los hombres que se ven como hechos a sí mismos”, o algo parecido. En ciencia política a esto se le llama voto de clase, simplemente.

🔥 Asuntos candentes

En los dos estereotipos de votante latino, el azul se preocupa por discriminación racial, igualdad económica y, sobre todo, migración; el rojo comparte el énfasis económico, pero le añadiría aspectos morales decisivos. En realidad, lo que más preocupa a una comunidad desproporcionadamente afectada por la pandemia según los datos epidemiológicos es la covid y el acceso a salud. A renglón seguido, los efectos laborales y de ingresos de la misma.

Los segmentos de origen o edad complican y matizan aún más la imagen: el virus, asunto ya completamente polarizado en EE UU, importa notablemente menos a las familias con raíces cubanas o sudamericanas, precisamente las que menos negativamente valoran a Trump.

Son los votantes registrados como demócratas y los de herencia dominicana (un grupo tradicionalmente movilizado por este partido) quienes se sitúan en el otro extremo. El acceso a salud agobia más a quienes anclan su pasado en Centroamérica, comunidades habitualmente excluidas del acceso a básicos de cuidado por lo complicado de sus trayectorias migratorias, pero no a los cubano-estadounidenses, mucho más establecidos. A ellos les preocupa mucho más el trabajo. El rasgo definitorio del estereotipo progresista del migrante preocupado por cuestiones migratorias, de discriminación y de cambios en un sistema de justicia criminal que envía cantidades desproporcionadas de hispanos (y afroamericanos) a prisión es propio de los jóvenes y nacidos fuera del EEUU continental.

Es justamente en la reducción de injusticia racial, pero también en la cobertura de salud y en el manejo de la epidemia, que Biden cuenta con mayor diferencial de confianza: cuando LatinoDecisions pregunta a los votantes latinos en cuál de los dos candidatos deposita más fe respecto a retos específicos, Biden cuenta con ventajas nítidas (de +35, +40, incluso +50) entre la mayoría de segmentos. Destaca la visión positiva en bloque de latinos con estudios básicos, angloparlantes o de origen centroamericano. Pero también llama la atención la escasa confianza con la que cuenta el candidato demócrata por parte de los de ancestro mexicano: en materia económica, Trump cuenta con mayor credibilidad neta en un grupo que está no poco definido por su asimilación. No hay que olvidar que alrededor de un 50% de los latinos se definen también como blancos, según datos del Censo de EE UU, y es probable que una parte mayoritaria de ellos tengan un origen mexicano cada vez más difuminado (y en consecuencia políticamente asimilado).

En cualquier caso, la economía es claramente el punto débil de Biden entre los votantes latinos: invariablemente, cualquier grupo confía menos en su capacidad de levantarla que en su habilidad con otros asuntos. El otro flanco de ataque es el mantenimiento de orden público (“ley y orden”, según el eslogan heredado de Richard Nixon y machaconamente repetido por Trump). En un contexto de fuertes protestas encabezadas por el movimiento Black Lives Matter, los republicanos han tratado de vender seguridad frente al caos. Y aunque una abrumadora mayoría de latinos apoyan la esencia de las marchas, cuando se aterriza a la propuesta concreta de retirarle fondos a la policía (una de las banderas del ala más progresista de los demócratas) las diferencias dentro de las comunidades latinas se hacen evidentes.

Hombres, jóvenes, con menor nivel de estudios y nacidos en el extranjero: realmente, el perfil objetivo más probable de abusos policiales. Ellos son los que apoyan con mayor ahínco el famoso eslogan “defund the police” (“desfinancia a la policía”). También se advierte de nuevo la brecha Centroamérica-Cuba, aunque en este caso con lo de origen puertorriqueño acompañando al segundo grupo y los de pasado sudamericano, al primero. Con ello volvemos a la que es, en realidad, la principal división en el corazón de la comunidad latina: el pasado nacional, y su complicada relación con cada asunto en juego.

🌎 Un continente en un país

Para terminar de abarcar la variedad del voto latino, podemos contraponer en un gráfico de dos ejes el porcentaje de electorado de cada origen al que le preocupa uno de los cinco problemas clave, y el margen de confianza superior que tienen Biden o Trump en la solución correspondiente. El resultado es una nube de posiciones que va desde los dominicano-americanos en su preocupación por la covid y confianza en el aspirante demócrata para manejarla, hasta los mexicano-americanos con su poca fe en el mismo para hacer lo mismo (algo que preocupa a un 44%) o para producir trabajos (apenas 21% de interés).

La reducción de discriminación ocupa el lugar inferior derecho del gráfico: fe en los demócratas, pero comparativamente menor importancia, con las personas de origen mexicano de nuevo destacando como descreídos de los azules. En cobertura de salud, por su parte, la varianza en interés y opinión sobre quién está más capacitado para solucionarla es todavía mayor.

Así uno puede repetir este ejercicio hasta el agotamiento, convirtiendo el simple (de hecho, simplista) juego de cara o sello en un tablero mucho más complejo, en el que la adquisición de posiciones de cada uno de los candidatos puede acabar decidiendo la elección: 30.000.000 de votos potenciales bien valen una elección que en 2016 se decidió por apenas 100.000. Y también algo más que lanzar una moneda al aire.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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