Por qué a Joe Biden no le basta con tener más votos que Trump para ser presidente
El sistema federal estadounidense está diseñado para que ningún estado se quede sin influencia; últimamente, esto ha perjudicado a los Demócratas y beneficiado a los Republicanos
En dos de las cinco últimas elecciones presidenciales el candidato ganador de la presidencia obtuvo menos votos que su rival. Donald Trump sacó dos puntos porcentuales menos que Hillary Clinton (esto eran casi tres millones de almas). Hace dos décadas, George W. Bush prácticamente empató con Al Gore en una carrera que tuvo que resolverse en los tribunales. Lo que entonces estaba en juego eran los 29 asientos del Colegio Electoral correspondientes a Florida, el tercer estado más poblado de la federación. Estos 29 eran necesarios para llegar al número mágico: 270. La cifra que realmente define el resultado de los comicios. Entender cómo y por qué es la llave para comprender el complejo funcionamiento de la democracia estadounidense, sus motivaciones históricas, y por qué lo que importa en EEUU no es tanto cuántos votos tengas, como de dónde vengan.
🗳 Por qué un Colegio Electoral
1959. Ese fue el año en el que se unieron Alaska y Hawai a la Unión. Estamos tan acostumbrados a pensar en los EEUU como un todo desde fuera que se nos olvida que su formación ha sido un proceso largo y traumático, de más de dos siglos. Cada uno de sus cincuenta miembros mantienen enormes diferencias de todo tipo: económicas, culturales, rutinarias, demográficas o geográficas. Del reconocimiento constante de estas diferencias, algunas de las cuales no han ido a menos sino a más en los últimos años y moldean la vida política del país, nace el Colegio Electoral. La institución se define a sí misma como “proceso”, no como “lugar”, algo muy apropiado a su naturaleza: cada cuatro años, la ciudadanía acude a las urnas en cada estado para indicar a los miembros de dicho Colegio por quién deben votar entre los candidatos a la presidencia. Un estado dispone de más o menos votos en el Colegio según su tamaño: California, el mayor de la Unión, llega a 55. Cuando Alaska se constituyó como miembro de los EEUU, obtuvo tres. Hawai, 4. Florida, 29. Y así hasta 538, la suma de todos ellos. La mitad más uno, 270, es el valor al que se debe llegar para ganar. Los estados no dividen sus votos en el Colegio de manera proporcional, sino que el candidato más votado en él se los lleva todos, sin excepción. Y así se decide quién ocupará la Casa Blanca por los próximos cuatro años.
Si un candidato gana por apenas dos o tres votos en todos los estados de la Unión, se llevará los 538. Los mismos que si gana por un 80%-20% en ellos. Las mayores victorias en voto popular nacional desde que el Colegio tiene el tamaño actual han sido también las más grandes en la votación colegiada: Lyndon Johnson, Richard Nixon en su reelección, o las dos de Reagan en los ochenta. Pero la correlación, aunque fuerte, no es exacta.
Bush Jr. y particularmente Trump son los ejemplos más extremos de falta de alineación. Pero este resultado no es necesariamente un fallo del sistema, sino una característica más o menos anticipada por su diseño: el hecho de que solo necesites la mitad más uno de los votos en un estado para llevarte no la mitad, sino todos sus espacios en el Colegio hace que llegue un punto a partir del cual cada voto añadido a un estado en el que ya has ganado no sea productivo. De la misma manera, terminado el recuento, los votos recibidos en estados donde un candidato ha perdido tampoco rinden ni un solo favor a la hora de ganar la presidencia. El resultado es el de reducir, en cierta medida, las diferencias de poder de todos los miembros de la federación, que resultarían mucho mayores si simplemente contásemos los votos en el conjunto de la misma. En concreto, en las últimas dos décadas, al menos dos veces el Partido Demócrata habría puesto a su candidato en la Casa Blanca. La última, Hillary Clinton hace apenas cuatro años.
🗺 Demócratas dispersos
Los Demócratas malgastan más votos que los Republicanos. Moral y constitucionalmente, cada voto cuenta. Pero la realidad estratégica es bastante más cruda: un apoyo de más en un estado que ya estaba decidido de antemano para un partido es un apoyo superfluo. En las últimas tres citas, el partido azul ha tenido entre once y catorce millones de sufragios redundantes; siempre más que su rival.
En la última ocasión, además, los Dems ganaron en la cuenta de votos insuficientes: aquellos obtenidos en estados en los que a la postre terminarían derrotados.
A la primera categoría pertenece un lugar como California: desde Gore hasta Clinton (de hecho, desde que su esposo se presentó en 1992 por primera vez), el mayor estado de la Unión se ha teñido de azul. Nadie espera que sea distinto en esta ocasión. En el segundo grupo, el paradigma es Texas: rojo en diez de las últimas once ocasiones. Es de hecho en este último donde se han escapado por el sumidero estratégico una mayor cantidad de sufragios azules.
Tras la inesperada y paradójica derrota de 2016 algunos entre los Demócratas sugirieron medio en broma que este tipo de mapas podría ser una buena guía para que un votante progresista decidiese si tenía que mudarse o no, y hacia dónde, para que su ejercicio del derecho fundamental empezase a contar más.
El mapa de votos con los que el Partido Republicano ha ganado estados es el espejo parcial de éste: aparte de sus feudos sureños (el propio Texas, Mississippi o Alabama) sus ganancias más significativas se acumulan en Florida u Ohio, que han caído tres veces del lado rojo en los últimos veinte años.
La consecuencia fundamental de la dispersión estratégica del voto Demócrata es que, al menos en esta elección, se espera que necesiten como mínimo un margen de tres puntos porcentuales en el voto popular para tener posibilidades reales de victoria. Recordemos que a Clinton no le bastó con 2,1. Así lo estima Nate Silver, estadístico de referencia en pronósticos electorales: es a partir de los 4-5 puntos que Biden empieza a asegurarse la victoria.
Toda esta situación ha llevado a no pocas voces liberales y progresistas a proponer el fin del Colegio Electoral. La obvia motivación estratégica se viste con un argumento de corte normativo, al menos tan sólido como el que justifica la existencia del proceso intermedio: hoy por hoy, el sistema electoral otorga un poder desproporcionado con respecto a población a estados con una mayoría de población blanca, restando de facto representatividad a aquellos más diversos. Desde este punto de vista, el mecanismo colegiado es apenas uno más entre los muchos que han favorecido el dominio de un segmento racial específico desde la fundación de la Unión.
🔮 ¿Un futuro distinto?
Cabe preguntarse, sin embargo, si estas minorías lo seguirán siendo por mucho tiempo, particularmente en ciertos estados donde el vuelco demográfico favorecido particularmente por segundas generaciones de estadounidenses hijos de migrantes latinos, la ocasional mejora del acceso al voto de los afroamericanos (constantemente dificultado por el Partido Republicano) y el paulatino giro de votantes blancos con estudios universitarios en entornos urbanos o semi-urbanos (las afueras, los suburbs) está reduciendo los márgenes.
Texas, el supuesto sumidero de voto azul, sirve como ejemplo: el partido lleva varias elecciones reduciendo márgenes, y aunque pocos esperan que 2020 sea el año en que vuelvan a triunfar allí después de diez comicios sin hacerlo, desde esta perspectiva los apoyos acumulados en el segundo estado más poblado de la federación ya no parecen un malgasto, sino una inversión en toda regla para construir cimientos electorales.
Un informe que diseccionaba a modo de autopsia la última derrota Republicana, la de Mitt Romney ante Obama en 2012, hacía énfasis en lo irreversible de esta ola de cambio demográfico, advirtiendo que si el partido no era capaz de sintonizar con nichos de votantes distintos a aquellos en los que lleva medio siglo basando todos sus éxitos, tarde o temprano acabaría engullido.
En su lugar, sin embargo, los militantes conservadores escogieron a Trump en 2016. Él y su discurso pueden ser leídos como la versión más extrema y afilada del miedo a lo que pueda venir; miedo a convertirse en una minoría política; miedo a ceder algo del poder acumulado a aquellos que siempre tuvieron menos, aquellos sobre cuyos hombros se construyó (y se sigue sosteniendo hoy) el día a día de esta Unión.
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