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El bucle del Brexit atrapa a los conservadores y laboristas del Reino Unido

El Gobierno de Sunak teme la ira de los euroescépticos ante cualquier acercamiento a Bruselas mientras que la oposición utiliza la salida de la UE como arma arrojadiza sin plantear alternativas. El 56% de la ciudadanía admite que abandonar el club europeo fue un error

Brexit Reino Unido
Partidarios de la UE protestan ante el Parlamento británico el 19 de octubre.Alberto Pezzali (AP)
Rafa de Miguel

Cuando se trata del Brexit, conservadores y laboristas se aferran antes a la omertá siciliana que obliga a silenciar las fechorías que al pragmatismo del que los británicos han hecho siempre gala. Tanto el primer ministro, Rishi Sunak, como el líder de la oposición, el laborista Keir Starmer, son conscientes de que, de todas las causas que han llevado al Reino Unido a la recesión actual ―pandemia, guerra de Ucrania, inflación...―, solo una es autóctona y tendría enmienda, pero ni el conservador quiere renunciar a sus creencias o irritar a sus diputados euroescépticos, ni el laborista se atreve a remover los rescoldos de un error que costó al partido cientos de miles de votos en las elecciones de 2019.

Desde que el Reino Unido abandonó definitivamente la UE el 31 de diciembre de 2020, la empresa de encuestas YouGov ha comprobado regularmente el estado de ánimo de la ciudadanía sobre la cuestión más trascendente que ha afrontado el país en las últimas décadas. A finales del año pasado, cuando la escasez de camioneros ―y la imposibilidad de contratarlos en la Europa continental por las nuevas reglas de inmigración― provocó el cierre de gasolineras, muchos británicos comenzaron a despertar a una realidad que se habían negado a aceptar. En medio de la actual crisis del coste de la vida, solo un 32% de los ciudadanos sigue pensando que el Brexit fue una buena decisión. Un 56% admite que fue un error. El resultado del referéndum de 2016 fue de un 52% a favor de la salida de la UE, frente a un 48% que respaldó la permanencia.

De bruces contra los datos

Si la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (OBR, en sus siglas en inglés) llegó a pronosticar un descenso del 4% del PIB después del divorcio con Bruselas, los efectos de la pandemia lograron ocultar, por un tiempo, las consecuencias negativas de la decisión, para alivio del entonces primer ministro, Boris Johnson. Y eso pese a que las empresas exportadoras no dejaban de exponer las nuevas penurias a las que se enfrentaban. En algunos sectores, los intercambios comerciales con el continente se redujeron en un 50%. Despejada la bruma, los británicos han podido comprobar cómo su cesta de la compra se ha disparado por encima de la de otros países europeos; su Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés) necesita casi 150.000 médicos y enfermeros que ya no pueden llegar del otro lado del canal de la Mancha; y, sobre todo, los empresarios necesitan desesperadamente más de un millón de personas para rellenar los puestos que durante décadas no hubo problema en cubrir gracias a la libertad de movimiento que garantizaba la pertenencia a la UE.

“Seamos honestos con los ciudadanos”, ha reclamado a los políticos británicos Tony Danker, el director general de la principal patronal del Reino Unido, CBI, que esta semana ha celebrado su congreso anual. “Nuestra escasez de trabajadores es enorme. Hemos perdido cientos de miles de ellos, a causa de bajas por la covid. Y quien piense que van a regresar, con la presión actual que existe en el NHS, se está engañando. (...) Seamos pragmáticos. Acordemos un nuevo pacto en inmigración para las áreas donde sabemos que el problema no tiene solución a corto plazo. Creemos una ampliación del número de visados con tiempo limitado de estancia”, rogaba Danker tanto a Sunak como a Starmer, invitados ambos al congreso de los empresarios.

Los dos políticos saben que la inmigración fue la gasolina que avivó las llamas del Brexit en 2016. Y para el primer ministro, acuciado por la crisis del canal de la Mancha ―más de 40.000 personas han llegado este año de modo irregular a las costas británicas―, la idea de aflojar la entrada al país es impensable. “Creo que la prioridad número uno del país es acabar con la inmigración ilegal. Debemos frenar a todos aquellos que quieren llegar hasta aquí en pequeñas embarcaciones a través del canal. Cuando los ciudadanos observan eso, la confianza en el sistema se quiebra, porque ven cómo aquellos que incumplen la ley se salen con la suya”, explicaba Sunak a los empresarios, sin lograr convencerlos.

Y algo parecido ocurría con Starmer, que se aferraba curiosamente al mismo argumento que empleó en su día Johnson para rechazar un mayor número de inmigrantes europeos: “Los días de salarios bajos y mano de obra barata para ayudar a que la economía británica crezca deben terminar de una vez (...); debemos ayudar a que acabe esta dependencia de la inmigración y comenzar a invertir más en la formación de trabajadores que ya residen en el país”, aseguraba el líder laborista, sin detallar el plan para atraer a sectores como la hostelería o la construcción a los millones de personas que son necesarios.

La fórmula suiza

En el seno del Partido Conservador, cualquier desvío de las esencias ya no es una posible solución práctica, sino alta traición. Cuando The Sunday Times publicó el pasado domingo que el Gobierno de Sunak contemplaba la posibilidad de forjar con Bruselas, a lo largo de la década, un acuerdo comercial similar al que disfruta Suiza, saltaron todas las alarmas. A cambio de una aportación a los presupuestos comunitarios, el alineamiento con las reglas del mercado interior y la libre circulación de personas, los suizos disfrutan de un acceso sin fricciones al espacio aduanero de la UE. A algo similar aspiraba la malograda primera ministra Theresa May, que acabó derrocada por los euroescépticos de su partido.

El ministro de Economía, Jeremy Hunt, defendió la permanencia en la UE. Llegó incluso a respaldar la idea de un segundo referéndum. La semana pasada, al prometer en la BBC una mejor relación comercial con la UE en los años venideros, puso en guardia al ala dura del partido. “Tengo una gran confianza en que llegaremos a encontrar, desde fuera del mercado interior, la solución para eliminar la gran mayoría de barreras comerciales que hay hoy entre nosotros. Llevará tiempo, porque el Brexit, que fue votado por los ciudadanos, necesita una transición para lograr que tenga éxito”, decía Hunt, que llenaba de cautelas sus palabras.

Aun así, los euroescépticos se ponían en guardia, y obligaban a Sunak a asegurar, ante el congreso de los empresarios de la CBI, que el Gobierno no contemplaba una opción “a la suiza” ni por asomo: “Permítanme expresarlo de un modo inequívoco. Bajo mi liderazgo, el Reino Unido nunca buscará una relación con la UE que suponga un realineamiento con sus reglas y normas. El Brexit puede ofrecer resultados, ya ofrece resultados, así como grandes beneficios y oportunidades”, proclamaba Sunak, casi más como un juramento de fidelidad a la causa que como argumento razonado para convencer a las empresas.

No se alejaba mucho de ese planteamiento Starmer, que tampoco quiere acercarse a la que considera la trampa del Brexit, y confirmaba ante la CBI que los laboristas no plantearán un regreso a las instituciones comunitarias si, como vaticinan las encuestas, conquistan el poder dentro de dos años. Con el mantra de lograr “que el Brexit funcione”, la oposición utiliza antes las consecuencias negativas de la salida de la UE como medida de presión contra el Gobierno que como base para plantear una respuesta económica.

Por eso, Sunak ha fijado su prioridad inmediata en resolver el estancado problema del Protocolo de Irlanda del Norte, el acuerdo entre Londres y Bruselas para encajar ese territorio en la era pos-Brexit. Su nuevo Gobierno ha lanzado a la UE señales de buena voluntad, para evitar la guerra comercial y llegar a un acuerdo. Son, sin embargo, los mismos gestos que enviaron en su día Johnson o su sucesora, Liz Truss, sin que llegaran a nada.

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Sobre la firma

Rafa de Miguel
Es el corresponsal de EL PAÍS para el Reino Unido e Irlanda. Fue el primer corresponsal de CNN+ en EE UU, donde cubrió el 11-S. Ha dirigido los Servicios Informativos de la SER, fue redactor Jefe de España y Director Adjunto de EL PAÍS. Licenciado en Derecho y Máster en Periodismo por la Escuela de EL PAÍS/UNAM.

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