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Ensoñación

Un análisis de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista CTXT

Una imagen del público en el festival Woodstock en agosto de 1969.
Una imagen del público en el festival Woodstock en agosto de 1969.THE MUSEUM AT BETHEL WOODS (REUTERS) (RICHARD GORDON)

Hito de la contracultura. Mito que pervive en la conciencia de los cientos de miles de asistentes, y de millones que no estuvieron. Rito de iniciación —u ocaso, según se mire— de una era. Se cumplen 50 años del festival de Woodstock. En la revista London Review of Books, Jeremy Harding explora las entrañas del acontecimiento y su proyección en el presente. Harding descubre, mediante la lectura crítica de un libro de memorias del principal organizador del festival, Michael Lang, una historia de malabarismos logísticos y codicia empresarial no demasiado acompañada por la destreza para los negocios de sus bisoños organizadores. Woodstock nació de rebote, después de que sus organizadores buscaran sin éxito posibles sedes para el festival en California y Florida y terminaran dando con una granja de vacas en un pueblo de apenas 3.000 habitantes 180 kilómetros al norte de Nueva York.

El socarrón relato de Harding está plagado de detalles reveladores sobre el lado más prosaico del negocio cultural. Descubre cómo las contradicciones de Woodstock terminaron por alinearse para producir un evento cuya sombra legendaria se proyecta hasta nuestros días. Desde el fenomenal desbarajuste logístico a los problemas para garantizar la seguridad, que terminaron resolviéndose mediante un experimento colaborativo entre unas decenas de policías fuera de servicio sin pistolas ni porras y los centenares de miles de hippies que asistieron, armados hasta los dientes de drogas psicodélicas. El resultado fue un desastre financiero para los inversores, salvados de la ruina por la campana de la Leyenda Woodstock. “Año tras año, los ingresos por taquilla del documental [Woodstock, que apareció en 1970] equilibraron las pérdidas, mientras que la propia película consolidaba el mito”, escribe Harding. Un mito que Lang no se resiste a tratar de exprimir, cada vez con menos reparos estéticos. Para este agosto, el empresario preparaba un revival desvergonzado y vergonzante, con músicos-marca como Miley Cyrus o Jay-Z (si Janis Joplin y Jimi Hendrix levantaran la cabeza…). Pero los dioses de la música se han alineado esta vez en contra, y una serie de disputas legales han hecho casi imposible que el concierto conmemorativo se celebre. “Woodstock Cincuenta está condenado al fracaso”, escribe Harding. “Un evento rival para el aniversario cerca del escenario original todavía podría tener lugar, pero Lang ha mandado a sus abogados con una orden de cese y suspensión —aunque sus argumentos parecen poco sólidos ahora que su propio proyecto se ha ido a pique—. Resuenan desagradables ecos de la vertiginosa cuenta atrás para Woodstock 1969, sobre el filo de la navaja”.

Hoy apenas nadie duda de las credenciales rebeldes de Woodstock. Tanto quienes lo desdeñan como un atajo de peligrosos subversivos como quienes lo veneran como acicate de los movimientos antibélicos y pro derechos civiles que recorrían Estados Unidos a finales de los sesenta coinciden en su marcado carácter político. Sonaron himnos contra la guerra, se evocaron holocaustos posnucleares, y alguno que otro cogió el micrófono para denunciar el asesinato de activistas de las Panteras Negras a manos de FBI. Había una zona dedicada a los movimientos sociales, con stands, entre otros, de la organización pacifista Students for a Democratic Society. Circulaban por el festival regimientos del grupo guerrillero Weather Underground. Pero Harding desnuda también el mito de Woodstock como proyecto contestatario:

“Lang nunca imaginó el festival como un evento político, y nunca lo fue: era una excursión contracultural, una ‘exposición acuaria’, de acuerdo con la propuesta de Emprendimientos Woodstock. Tanto hedonista como moralista, era un escaparate para el modo de vida alternativo al que se adherían los jóvenes estadounidenses inquietos”.

De aquellos polvos vinieron estos lodos. Si Lang, con sus vanos intentos de hacer caja reviviendo un Woodstock millennial, refleja la decadencia de un espíritu rebelde que tuvo siempre más de pose que de realidad, el Silicon Valley del siglo XXI tiene mucho de destino lógico de los vencedores de aquel sueño. En The New Yorker, el periodista Andrew Marantz ofrece un relato demoledor de la “crisis de conciencia” de la síntesis tecnocorporativa de la contracultura.

Marantz viaja al Esalen Institute, un enclave idílico fundado en 1962 a tres horas al sur de San Francisco, al que peregrinaron artistas y gurús de la psicodelia antes de que se convirtiera en destino favorito de las élites de las grandes empresas tecnológicas para sus retiros espirituales. “Esto no es un lugar’, me dijo un empleado mientras se liaba un porro en un mueble de jardín de madera tallada en bruto. ‘Es una diáspora, una luz que nos guía para salir de nuestra oscuridad colectiva, una flecha que nos apunta hacia la mejor manera de ser enteramente humanos”, escribe Marantz. “Todos los visitantes se tienen que presentar en una casita a la entrada, donde un empleado vestido con un jersey de lana les dispensará una californiana mezcla de mensajes contradictorios: ‘Namaste, la luz dentro de mí se postra ante la luz dentro de ti, déjeme que confirme que hemos recibido el depósito de su tarjeta de crédito y entonces le enseñaré dónde está su cabaña y/o supercargador Tesla’. Hay un comedor de secuoya, decorado en estilo asceta-chic; hay bosquecillos de pinos y una granja de verduras orgánicas; hay estudios de yoga y mesas de masaje y un pozo forjado en hierro para hacer fuego; hay un laberinto de jacuzzis llenos de sulfurosos manantiales subterráneos, de manera que cuando el viento sopla en dirección norte, el aroma ambiental de lavanda y pachuli a veces toma una nota de huevos podridos”.

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Los fundadores de Esalen no tenían las presiones económicas de Lang, el promotor del festival de Woodstock, que tuvo que mendigar el alquiler de la granja donde tuvo lugar el macro concierto y necesitó de inversores para pagar a los músicos. Esalen se instauró como organización sin ánimo de lucro sobre los terrenos de la abuela de uno de sus fundadores. Desde sus orígenes, se declaró un “laboratorio para el nuevo pensamiento”, un think tank independiente para la contracultura. “Aun así, algunas ortodoxias no se cuestionaban. Los esalinitas, por muy cómodos que estuvieran con el sexo, las drogas y los encuentros extáticos con lo divino, estaban menos cómodos hablando sobre política o dinero, o la política del dinero; es decir, sobre su tensa relación con el capitalismo. En la práctica, el instituto funcionaba en gran medida como un lugar de retiro para los ricos. Hoy un fin de semana de alojamiento y comida cuesta 420 dólares, y eso si uno se lleva su propia tienda de campaña. El alojamiento de gama más alta ronda los 3.000 dólares”.

Cuenta Marantz que Esalen, con su cercanía a las sedes de gigantes tecnológicos como Google, Facebook, Twitter y Apple, se ha convertido en el rincón de pensar favorito para los ejecutivos de dichas firmas. “Se suponía que el Big Tech iba a ser diferente. Iba a hacer del mundo un lugar mejor”, escribe. Pero entonces llegaron el referéndum del Brexit, la victoria en las elecciones de 2016 de Donald Trump, ambos atribuidos a la influencia perniciosa de la comunicación digital. Se sucedieron los escándalos de espionaje masivo y se desató el genocidio de los musulmanes rohingya en Birmania, en el que las publicaciones en Facebook y Twitter jugaron un papel decisivo sin que las empresas hiciera nada para evitarlo.

En su reportaje, Marantz se sumerge en las sesiones de terapia colectiva de los líderes de la industria. Asiste a talleres de “desintoxicación digital”, y a ejercicios de reafirmación del autoestima en los que se exhorta a los asistentes a gritar “que le jodan” a su crítico interior, provocando lágrimas catárquicas. “Durante mucho tiempo, la postura prevalente entre la élite de Silicon Valley era la petulancia rayana en soberbia”, escribe el periodista. “Ahora el repertorio emocional se expande, para incluir la vergüenza —o, por lo menos, la apariencia de vergüenza—. ‘No saben si sentirse parias o víctimas, y están buscando espacios en los que puedan abordar estos asuntos’, me contó un sindicalista bien conectado de Silicon Valley. ‘No en sus salas de juntas, donde todo el mundo los dice lo que quieren oír, ni en público, donde todo el mundo les grita. Un tercer espacio”.

Esalen, cuyo director ejecutivo se declara decidido a “ampliar el impacto de su organización”, mediante “el impacto sobre los influencers”, es el lugar perfecto para ese tipo de terapia, aunque no el único. En un alarde de oportunidad, el director ejecutivo de Twitter, Jack Dorsey, se fue el año pasado a un retiro de meditación silenciosa en Birmania. Sí: donde el genocidio se aceleró a golpe de tuit. “Cuando regresó, publicó un hilo de Twitter sobre su experiencia, incluyendo fotos de su hospedaje espartano, sus picaduras de mosquito y las lecturas biométricas de su Apple Watch y anillo Oura”, cuenta Marantz. “El hilo incitó el desdén de casi todo el mundo: defensores de los derechos humanos, víctimas del dolor crónico y la opinión pública en general”. Como le cuenta un crítico de la industria a Marantz: “No es suficiente, en sí mismo, que los líderes tecnológicos hagan meditación. El riesgo es que se le dé un mal uso a la meditación como agente adormecedor, una manera de hacerte más productivo en aquello que causa dolor al mundo”.

Si el reportaje de Marantz puede leerse como una crítica a la meditación narcótica desde arriba, el trabajo de Ronald Purser es una despiadada historia crítica de la meditación impuesta hacia abajo. La revista Nueva Sociedad publica una versión sintetizada del argumento de su libro McMindfulness. Purser, maestro budista y profesor de gestión de empresas en la Universidad Estatal de San Francisco, corazón de Silicon Valley, ataca de pleno al movimiento secular de mindfulness.

“Según sus patrocinadores estamos en medio de una revolución de la conciencia”, escribe. “Jon Kabat-Zinn, recientemente apodado el padre del mindfulness, llega a proclamar que estamos al borde de un renacimiento global, y que el mindfulness 'puede ser realmente la única esperanza que la especie y el planeta tienen para sobrevivir los próximos 200 años’. ¿En serio? ¿Una revolución? ¿Un renacimiento global? ¿Qué es exactamente lo que ha sido volcado o transformado radicalmente para obtener un estatus tan grandioso? La última vez que vi las noticias, Wall Street y las corporaciones seguían haciendo negocios como de costumbre, los intereses especiales y la corrupción política seguían sin control, y las escuelas públicas seguían sufriendo de falta de fondos y negligencia masiva. La concentración de la riqueza y la desigualdad se encuentra ahora en niveles sin precedentes. El encarcelamiento masivo y el hacinamiento en las cárceles se han convertido en una nueva plaga social, mientras que los disparos indiscriminados de la policía contra los afroamericanos y la demonización de los pobres siguen siendo moneda corriente. El imperialismo militarista de Estados Unidos continúa extendiéndose, y los desastres inminentes del calentamiento global ya se están mostrando de manera más evidente”.

El enemigo de Purser no es tan inocuo como pudiera parecer. Lo que Jon-Zabat-Kinn, médico de profesión, inauguró hace 40 años como un proyecto para sintetizar la sabiduría budista en un breve curso para enfermos con dolor crónico se ha ido expandiendo a las esferas más insospechadas —desde colegios a empresas, pasando por el Ejército estadounidense— y para tratar dolencias muy diversas, como la depresión, la adicción o el estrés laboral. Por el camino, el mindfulness se ha convertido en una industria boyante, cotizada en 1.100 millones de dólares. En McMindfulness, Purser describe con despechada ironía nichos de mercado como el surf mindful, el pan mindful o los pasteles de chicken mindful de Kentucky Fried Chicken. Solo en Amazon hay a la venta 100.000 libros con la palabra mindfulness en el título. También abundan las aplicaciones para meditar que, señala Purser, acentúan la “peculiar ironía de utilizar una app para desestresarnos de problemas que a menudo empeoran cuando nos quedamos mirando al teléfono”.

Según Purser, el problema no es solo que la práctica se haya mercantilizado. Es que la fiebre del mindfulness reproduce y profundiza el fundamentalismo de mercado. “Para Kabat-Zinn y sus seguidores, los culpables de los problemas de una sociedad disfuncional son los individuos descerebrados e inadaptados, y no los marcos políticos y económicos en los que se ven obligados a actuar”, escribe. “Al transferir la carga de la responsabilidad de la gestión de su propio bienestar a los individuos, y al privatizar y patologizar el estrés, el orden neoliberal ha sido una bendición para la industria del mindfulness”

Así pues, el llamado “pensamiento positivo” defiende que “la fuente de los problemas de la gente está en sus cabezas”, de modo que distrae de las causas sociales del estrés y la ansiedad. ¿Está usted quemado por el exceso de trabajo, estresado porque no encuentra empleo o ansioso por el futuro de sus hijos ante la crisis climática? La culpa es de sus pensamientos. “El mindfulness ha surgido como una nueva religión del ‘yo’, libre de las cargas de la esfera pública”, escribe Purser. “La revolución que proclama no ocurre en las calles o mediante la lucha colectiva y las protestas políticas o las manifestaciones no violentas, sino en las cabezas de individuos atomizados”.

Así pues, el mindfulness desactiva cualquier impulso de organización y acción colectivas. “El fetiche del presente auspiciado por el mindfulness es una práctica que cultiva la amnesia social, fomentando el olvido colectivo de la memoria histórica y, al mismo tiempo, excluyendo eficazmente la imaginación utópica”, escribe Purser, que señala como alternativa a la “religión del yo” prácticas que buscan integrar el activismo y la justicia social con la investigación contemplativa, como los de Beth Berila y el Centro de Meditación de East Bay, en Estados Unidos, o la Red de Mindfulness y Cambio Social del Reino Unido. La consecuencia del McMidnfulness es doble: Por un lado, el condicionamiento de las masas trabajadoras a tolerar una economía precaria e incierta y la canalización de su descontento hacia impulsos para adaptarse a ella en lugar de para cambiarla. Por otro, lo que Purser llama el denominador común del mindfulness, la psicología positiva y la industria de la felicidad: la despolitización del estrés. “Como señala Mark Fisher en su libro Realismo capitalista, la privatización del estrés ha llevado a una ‘destrucción casi total del concepto de lo público’”.

Por más retiros de mindfulness que se tome en Birmania no se puede esperar del CEO de Twitter que haga nada para limitar el impacto de la bilis reaccionaria y xenófoba de Donald Trump. De hacerlo, mataría la gallina de los huevos de oro. En 2017, la cuenta de Twitter del presidente estadounidense estaba valorada en dos mil quinientos millones de dólares, la quinta parte del valor bursátil de la red social. Lo cuenta Richard Seymour en The Twittering Machine, el que promete ser uno de los libros clave para entender la comunicación en nuestro tiempo. El título del libro hace referencia a un cuadro del pintor suizo Paul Klee que muestra una hilera de aves depredadoras “graznando de manera discordante” para tentar a sus víctimas a un hoyo sanguinario, metáfora de la comunicación diseñada por ingenieros digitales cuyo modus vivendi es mantenernos activos, llenos de odio y violencia latente, para que no nos desconectemos nunca de sus redes.

En una reseña en The Guardian William Davies elogia sin paliativos el ensayo de Seymour. “Está construido sobre una observación que resulta fresca y enormemente iluminadora en su aplicación”, escribe Davies. “Que, mientras nuestras vidas se digitalizan, estamos constantemente escribiendo y siendo escritos. Todo el tiempo que pasamos inmersos en pantallas (once horas al día para el estadounidense medio) estamos contribuyendo a un gran ‘experimento de escritura colectiva’. Mandamos emails, escribimos, tuiteamos, le damos a ‘me gusta’ y mandamos mensajes de texto. Incluso cuando no estamos tecleando, se hace un registro de nuestros movimientos pantalla arriba y pantalla abajo, nuestros clicks y nuestros estados de ánimo. La lectura se diluye en escritura, teniendo lugar ‘no tanto para resultar edificante sino productiva: escaneando materiales de un flujo de mensajes y notificaciones’. Algo fundamental ha cambiado en nuestra relación con el prójimo y el mundo que ya no puede comprenderse simplemente estudiando la tecnología por sí sola. Seymor pretende horrorizarnos, y lo consigue”.

Como en toda su obra, Seymour aúna la teoría crítica y el análisis marxista con el psicoanálisis. Todos mantenemos el teléfono bien cerca, observa, “cargado en todo momento. Es como si, un día cualquiera, nos fuera a traer el mensaje que hemos estado esperando”. Algunos de sus pasajes más memorables, apunta Davies, tienen que ver con el trolling. “De nuevo, la cuestión que tenemos que enfrentar es psicoanalítica, no tecnológica. ¿Qué buscamos en realidad cuando perdemos el tiempo riéndonos de la gente en internet? ‘El aspecto central de la ironía es casi siempre un compromiso apasionado que no se puede expresar de ninguna otra manera’. La política y la esperanza están siendo bloqueadas por un flujo de escritura interminable, sin sentido y estéril. Piensen en todas las otras cosas que podríamos estar haciendo”.

El libro se detiene a explorar la manera en que estas máquinas de escritura, que “se alimentan de nuestra debilidad para monopolizar nuestra atención y modificar nuestro comportamiento”, dan alas a cierta forma de violencia glorificada: el fascismo. Lo hacen, ahonda Davies, a través de la evaporación de la responsabilidad individual cuanto más hondo caemos en el “flujo” del texto, donde lo real y lo virtual se disuelven el uno en el otro. “Hay algo sobre lo que no cabe duda: las plataformas comerciales que hacen posible todo esto no harán nada por evitarlo. Todo lo que les importa es mantenernos conectados y atentos”, escribe Davies. “Internet es también una red metafórica, que nos atrapa en un régimen asfixiante de escritura, lectura y captura de datos inacabable, donde no hay nada más allá del texto”.

Descartado el mindfulness, ¿qué hacer ante tan desasosegante panorama? En su crítica del mismo libro en The Observer, Peter Conrad cuenta que Seymour dedica su libro a los luditas, que saboteaban las máquinas durante la Revolución Industrial. “Pero reconoce también que no podemos destrozar una máquina que no es más que una abstracción global, flotando en el aire de una red Wifi”. Toca, en palabras de Seymour, redescubrir el aspecto emancipador de la escritura, en desafío ante la distopía sofocante que se nos obliga a vivir. La peor ofensa de las redes sociales, escribe, es “el robo de nuestra capacidad para la ensoñación”. Como los monjes budistas que inventaron la meditación, de aquello sabían mucho los asistentes al primer Woodstock. Lástima que el mercado se los llevara por delante. 

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