¿Quién dijo miedo?
Un análisis en profundidad de algunos de los temas de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista CTXT
Sigue viva. La malherida democracia turca lanzó el domingo un aullido de dignidad en las elecciones municipales de Estambul. El candidato opositor, Ekrem İmamoğlu, se impuso con contundencia en la reedición de la contienda electoral de finales de marzo, anulada en primera instancia tras su primera victoria en los tribunales, haciendo temblar las bases del poder del presidente Recep Tayyip Erdoğan. Si en la primera votación el líder secular de centroizquierda se había impuesto por apenas 14.000 votos, esta vez aumentó su ventaja hasta los 800.000. Su victoria sin paliativos supone un revés para el partido Justicia y Libertad, que no perdía unas elecciones desde hacía 16 años.
“La Turquía moderna nunca ha sido exactamente una democracia”, explica en su blog el historiador Juan Cole. “Se celebran elecciones desde 1950, pero a menudo estas estaban dirigidas por una pequeña élite, y los resultados eran volteados, una vez cada década, por los cuerpos de seguridad ferozmente seculares. Sólo se permitía la existencia de un espacio de centro secular, bien fuera esta de centroderecha (proempresarial) o centroizquierda (abogando por un sector público robusto). Cualquier muestra de una tendencia socialista o de fundamentalismo musulmán resultaba aplacada por el Ejército”, cuenta el historiador, para el cual el ascenso de Erdoğan puede leerse como una reacción contra las élites seculares y cosmopolitas que dominaron el país desde tiempos del mariscal Atatürk. En un primer periodo, Justicia y Libertad coqueteó con el pluralismo y el acercamiento a Europa como movimientos tácticos. El primero le permitiría romper con la hegemonía del Partido Republicano Popular y las élites urbanas y seculares; el segundo, en busca de aliados en la Corte Europea de Derechos Humanos que le permitieran librarse de las restricciones que sus adversarios habían impuesto sobre la religión en la vida pública. Pero esos tiempos, detalla Cole, quedan ya muy lejos. “En los últimos cinco años, Erdoğan ha llevado al país por la senda del ‘iliberalismo’, más o menos al estilo Vladimir Putin, utilizando su mayoría de votantes de centroderecha para arrollar a la oposición”.
Al menos hasta el domingo. İmamoğlu, que lideraba una amplia coalición opositora, derrotó al ex primer ministro Binali Yildirim logrando más apoyos de los que Erdoğan fue capaz de obtener nunca en la ciudad, desde cuya alcaldía proyectó su carrera política en los años noventa del siglo pasado. Lo hizo en un clima de creciente cuestionamiento del recorte de libertades impuesto por la mayoría islamista de Erdoğan. Así lo cuentan en la web de noticias financieras Bloomberg Cagan Koc y Selcan Hacaoglu, que repasan algunas de las claves de la victoria en dos tiempos del candidato opositor.
Si hace poco más de un año la primacía de Erdoğan se antojaba incontestable, hoy la zozobra económica, la inflación y el desempleo ponen en solfa su liderazgo. Estambul, hogar de uno de cada cinco turcos y bastión comercial del país ha sido feudo inexpugnable de Justicia y Libertad durante desde hace dos décadas. Funcionaba además como laboratorio de sus reformas neoliberales, al tiempo que hacía las veces de maquinaria engrasadora de las prebendas que el partido del poder se encarga de repartir entre sus empresarios amigos. Quizá por encima de todo, la vieja Constantinopla lucía como espejo cóncavo de las vanidades imperialistas del clan de los ‘nuevos otomanos’, que lidera Erdoğan. Todo eso saltó por los aires con el rotundo triunfo de İmamoğlu. Bien podría ser un punto de inflexión en la política turca.
¿Por qué llega precisamente ahora, y precisamente en Estambul, talismán de un Erdoğan que apostó a las elecciones a la alcaldía como un referéndum sobre su mandato?
Según explica Cole, los niveles de corrupción extendida de Justicia y Libertad y el entorno del propio Erdoğan han debilitado la imagen de limpieza asceta que acompañó al presidente durante casi toda su carrera. “Más aún, Justicia y Libertad tuvo el viento a favor con un periodo de expansión económica, pero como en todas las oleadas neoliberales, le han terminado llegando síntomas de agotamiento y afloran problemas acuciantes de desigualdad y desmantelamiento de los servicios sociales”.
A Erdoğan, el presidente con más tiempo en el cargo de la historia de la república turca, le queda mucho capital político. Mantiene el control sobre todos los niveles el poder nacional, y hasta la asamblea municipal de Estambul, por mucho que la alcaldía haya pasado a manos de la oposición. Al día siguiente de las elecciones en la gran urbe turca arrancaba el juicio contra dieciséis activistas sociales acusados de intentar derrocar al gobierno. El país no tiene previstas elecciones a escala nacional hasta las legislativas de 2023. Maneja pues las instituciones y el tiempo. Pero Estambul demuestra que hay partido. “En cualquier caso, la democracia turca sigue muy enferma, con ataques a periodistas y académicos, corrupción partidista y un presidente-caudillo que apenas tiene contrapoderes. Pero con victoria de İmamoğlu, la fiebre ha bajado quizá un grado o dos”.
El primer premier no electo
Al otro lado de una Europa en convulsión, la democracia anda igual de maltrecha. Boris Johnson camina hacia el nombramiento como primer ministro británico sin pasar por las urnas. En un magistral perfil en The New Yorker, el periodista Sam Knight dibuja a un Johnson narcisista, errático y carente de ideales políticos más allá de su propio ascenso. “No tengo opiniones”, se lamentaba ante un editorialista del Daily Telegraph en su juventud. “Alguna tendrás”, le espetaba este. “Bueno: Estoy en contra de Europa y de la pena de muerte”, respondió Johnson. “Algo harás con eso”, sentenció el periodista.
Knight bucea en el pasado del favorito para las elecciones internas del Partido Conservador, que se convertiría, de alzarse con el ungimiento de los afiliados de su partido, en Primer Ministro de todos los británicos. En sus primeros pinitos como periodista en Bruselas, descubre a un reportero impuntual, chapucero y sin escrúpulos, capaz de traficar con mentiras para abrirse camino en la profesión. En su adolescencia en el colegio de Eton, por el que circula la progenie de la aristocracia británica para que no se disuelva el azul de su sangre, un mediocre fanfarrón, incapaz de memorizar los diálogos de las obras de Shakespeare y, aún así, distinguido con los honores de capitán de la escuela. En Oxford, Johnson exhibió sus dotes camaleónicas, al hacerse pasar por miembro del partido socialdemócrata en las elecciones a presidencia del club de debate, por ser esta la opción preferida entre los jóvenes de entonces, y salir del armario como conservador nada más lograr la elección.
“Es la vía ‘johnsoniana’”, escribe Knight. “Las mentiras, las frases performativas, las capas del personaje: se van acumulando unas encima de otras, salpicadas de latinajos, hasta que todo el mundo olvida su importancia”.
Johnson es, ante todo, un oportunista de la política. Su legado como alcalde de Londres se limita a la explotación mediática de unos Juegos Olímpicos que lograron para la ciudad sus predecesores y un sistema de bicicletas públicas que estaba organizado para cuando asumió el cargo. Entonces, no se le conoció programa más allá de la promoción de su marca de prohombre desaliñado. Figuró sin gobernar, dejando desde el primer momento la gestión en manos de consultores financieros y portadores de probetas de lo público-privado.
Johnson es un maestro del juego de los espejos. Bajo la apariencia de iconoclasta y anti elitista que cultiva se esconde el colmo del ‘establishment’, el joven ‘etoniano’ que se alistó en el Partido Tory en tiempos de Margaret Thatcher. En su perfil, Knight cita a Candida Yates, profesora de cultura y comunicación en la universidad de Bournemouth, quien describe a Johnson como un político que “a menudo parece subvertir el orden establecido, pero cuya personalidad pública –inglés por antonomasia, amateur y con apariencia de payaso– sirve en realidad para reforzar dicho orden. Hace que quienes detentan el poder, incluido él mismo, parezcan ridículos, pero eso no quiere decir que sueñe con entregarle el poder a quienes no lo tienen. Es un miembro de pleno derecho de la tribu. Entre los votantes británicos, su gran acierto ha sido asociarse con la fantasía del ‘hogar’ como algo situado en una era anterior, menos compleja, pregrobalizada y segura, de fiestas callejeras con banderas al aire, deportes comunitarios y diferencias de clase. El Brexit es la fantasía máxima de ese hogar”.
Y es la que podría elevar, por fin, a Johnson a la jefatura de gobierno. Claro que no es la primera vez que se ve en esta tesitura. Tras liderar la rebelión de su partido que terminó con la victoria anti europeísta en el referéndum del Brexit, Johnson ya era el favorito para suceder al aniquilado David Cameron. Pero, cuenta Knight, le fallaron las piernas, y malogró su candidatura en cuestión de días, abriendo la puerta a Theresa May. Esta le dio su enésima vida política al colocarlo al frente del Ministerio de Exteriores, cargo desde el que Johnson apenas logró influir en la política británica, y del que terminó dimitiendo justo a tiempo para volver a postularse, esta vez tras el hundimiento de May. “Obviamente, podría volver a fracasar en su apuesta por convertirse en Primer Ministro”, escribe Knight. “Su creencia en sí mismo sólo es comparable a su capacidad para el auto sabotaje. Hasta la fecha, la vida y carrera de Johnson han sido una suerte de monumento a las ilusiones, de expectativas absurdas que se cumplen contra todo pronóstico. Igual que el Brexit”. Todo apunta a que Boris Johnson se mudará pronto a Downing Street. Será así si no lo impide Boris Johnson.
Quizá lo que termine de aupar al candidato a lo más alto del Partido Conservador en pleno harakiri, y de rebote a la jefatura de gobierno, sea el miedo en las filas tories. Miedo a Nigel Farage, el exlíder del UKIP, que les comió la tostada al forzar a David Cameron a convocar el referéndum del brexit y, tras ganarlo, asfixia ahora a los conservadores por su derecha con el Brexit Party y la sombra de una ruptura sin acuerdo. Y miedo, por encima de todo, al líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn. Si hay algo que une a los conservadores británicos es el rechazo a Corbyn y el pánico a un posible gobierno liderado por este y el ala izquierda del partido al que representa. Así lo cuenta una encuesta de YouGov que mide qué estarían dispuestos a sacrificar los afiliados tories antes de renunciar al brexit. La respuesta es, casi todo: seis de cada diez preferirían que Escocia o Irlanda del Norte se independizaran del Reino Unido si la única manera de evitarlo fuera quedarse dentro de la Unión Europea; un porcentaje muy parecido está dispuesto a pagar como peaje un “daño significativo a la economía del Reino Unido”; y una mayoría de veinte puntos no renunciaría al Brexit ni aunque este supusiera la “destrucción” de su propio partido. Puesta en la balanza del Brexit que todo lo avasalla, el espectro de un gobierno corbynista pesa tanto que un 51% preferiría mantenerse en la Unión antes de ver al líder socialista en Downing Street.
En la revista London Review of Books, el periodista James Butler reflexiona sobre dicha encuesta, apoyándose en el filósofo Thomas Hobbes y su idea del miedo como articulador político. “El miedo a un gobierno de Corbyn acecha la batalla por el poder tory”, escribe Butler. “Todos los candidatos han hecho gala de ser los únicos poseedores de las cualidades necesarias para vencer a la amenaza roja… Cuanto más se acercan a la eliminación, más obvio se hace su recurso al miedo y más extravagantes las proclamas pronunciadas a su servicio. La ‘corbynofobia’ es la única pasión con la misma capacidad vivificadora que la ‘brexitfilia’ entre los afiliados conservadores”.
Tras comparar la dinámica del “que viene el lobo Corbyn” al recurso al anticomunismo de tiempos de Churchill, que en 1945 sugería que un gobierno laborista necesitaría de una Gestapo para funcionar, Butler reflexiona sobre la capacidad movilizadora del miedo. Si bien la campaña a favor del Brexit se esforzó por caracterizar a su rival como “el proyecto del miedo”, fueron los ‘Leavers’, capitaneados por Farage y Johnson, quienes apelaron a los miedos más básicos de los votantes. En uno de sus carteles estrella se retrataba una caravana de árabes, presumiblemente migrantes, avanzando sobre la campiña inglesa, junto a los que destacaba un mensaje en letras rojas: “PUNTO DE RUPTURA”.
“La estupefacción, la exhibición abrumadora, el espectáculo: para Hobbes, estos no eran signos de la debilidad interna secreta del poder, sino partes intrínsecas de su manera de operar. En nuestra era de conexión permanente y saturación mediática, cuando la política se hace principalmente mediante imágenes, esto no resulta menos cierto; sino más”. El miedo del estado británico moderno, abunda, viene dispersado por agencias gubernamentales lánguidas e impersonales. “Llega a través del sobre marrón que anuncia una nueva reducción en las prestaciones sociales o el aumento del alquiler, o hace que te quedes despierto toda la noche penando en cuántas comidas te tendrás que saltar esta semana para dar de comer a tus hijos. Es de baja intensidad y constante, pero Hobbes nos enseña que también es intencionado: el miedo produce ciudadanos dóciles. Cualquier perspectiva de cambio amplio debe de alguna manera disipar dicho miedo; y debe también hacerse cargo de la idea ‘hobbessiana’ de que las instituciones políticas son más frágiles de lo que parecen, aunque sus deshuesadores tienen más probabilidades de venir de las filas de los ricos que de las turbas insurgentes a las que temía”.
De las primeras, cargado de miedos, vino el Brexit. De las segundas, gallardo, el grito democrático de Estambul.
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