Así era la fábrica de Sri Lanka dirigida por terroristas
Dos hermanos con un negocio próspero figuran entre los suicidas que causaron la matanza que costó, según un nuevo balance, entre 250 y 260 muertos
Los vecinos de la planta de fundición de cobre de Inshaf Ahmed Ibrahim en Wellampitiya, en las afueras de Colombo, aseguran que no se hubieran imaginado jamás las verdaderas actividades del respetado propietario. Era un hombre que lo tenía todo: juventud, buena planta, una situación económica más que desahogada, una familia aparentemente perfecta con cuatro hijos, un carácter generoso y que, aunque musulmán practicante, nunca pareció demasiado estricto.
Pero Inshaf Ibrahim, de 33 años, acabaría siendo, junto a su hermano Ilham, de 31, uno de los terroristas suicidas en uno de los atentados más sangrientos en lo que va de siglo. El domingo, los dos hermanos hicieron estallar bombas en sendos hoteles de lujo en la principal ciudad de Sri Lanka, parte de una cadena de explosiones que ha dejado al menos 250 muertos, después de que las autoridades hayan reducido el recuento inicial en un centenar, según la agencia Reuters. Pocas horas después, la policía irrumpía en la fábrica y detenía a nueve de sus empleados. Según han publicado medios locales, los investigadores sospechan que en esas instalaciones se fabricó el explosivo que detonaron los terroristas.
“Vinieron muy temprano el lunes y empezaron a llevarse gente. El encargado vio que había problemas y salió corriendo. A él le capturaron en un puente que hay un poco más lejos”, explica el conductor de tuk-tuk (los motocarros ubicuos por toda la isla) Susentha Pradeep Kumare, residente desde niño en la zona. “Nunca pude imaginar que vería algo así. Nunca vi nada sospechoso”, asegura frente a la fundición, ahora cerrada a cal y canto.
Pero la familia Ibrahim se ha revelado como profundamente implicada, según los investigadores, en la trama que ha reivindicado el Estado Islámico y que el Gobierno de Sri Lanka atribuye a un grupo disidente de la organización islámica radical local National Thawheed Jamaa, posiblemente con apoyo externo.
El patriarca, Mohamed Yoonos Ibrahim, se encuentra detenido como sospechoso de haber ayudado a sus hijos, para sorpresa de muchos en la alta burguesía de la isla. La esposa de Ilham hizo estallar los explosivos que guardaba en su casa cuando comprendió que la policía se acercaba. Murieron ella y sus tres hijos. Su vivienda en un próspero barrio de Colombo, una inmensa residencia de tres plantas de estilo colonial, de tejas rojas y paredes blancas rematadas por una docena de balcones, se encuentra ahora precintada por las fuerzas de seguridad, los accesos cortados por las cintas amarillas que delimitan la escena de un delito.
La policía esrilanquesa continúa las redadas, ayudada por equipos del FBI estadounidense, la Interpol y otros cuerpos de investigación europeos. La noche del martes detuvo a 16 personas por todo el país, lo que eleva a más de 70 el número de arrestados desde el domingo.
Ahora que se ha conocido el papel de los Ibrahim, los vecinos de la fábrica dicen estar atando cabos. “Los trabajadores no salían nunca ni se relacionaban con nosotros”, afirman dos obreros de la fábrica de cocinas industriales adyacente. “Vivían dentro de la factoría. Comían allí. Rezaban allí”, apuntan Zarina y Haniya, tía y sobrina, dos vecinas de la calle. Desde una de las ventanas en la planta más alta puede verse, efectivamente, lo que parece una sala de oración presidida por un gran tapiz.
El encargado, hombre de confianza del propietario y de la etnia tamil -mayoritariamente de religión hindú-, se había convertido hace poco al islam, cuenta Kumare.
La esposa del encargado, Safrina, de 27 años y que no ha querido marcharse de su modesta vivienda a pocos metros de la fábrica, lo confirma. Pero insiste en que su marido, Abdullah -o Rajendren, su nombre hindú- Karuppiya, de 38 años, cambió de religión para poder casarse con ella, musulmana de nacimiento. La boda, un matrimonio concertado, ocurrió hace cuatro meses. “Mi marido es inocente. No tiene nada que ver con los atentados. Él hacía su trabajo y nada más, en casa le gustaba cuidar el jardín y los peces y los pájaros que tenemos”, insiste. ¿Era muy religioso? “Rezaba cinco veces cada día, como manda el precepto”.
Los vecinos confiesan estar nerviosos, después de pensar que quizá los cables que se producían en la fundición pudieron usarse para fabricar las bombas de los atentados. “Me da miedo pensar que alguien de fuera del barrio pueda querer venir a vengarse”, reconoce Zarina.
El suyo es un estado de tensión extendido por todo el país. Este jueves se registraba una explosión sin víctimas en un solar junto a los tribunales de la localidad de Pugoda, a unos 40 kilómetros de Colombo. En esta ciudad, la sede del Banco Central y otros edificios céntricos de oficinas recibían órdenes de cerrar sus puertas y no dejar entrar ni salir a nadie por lo que resultó una falsa alarma. La carretera al aeropuerto también estuvo cortada durante un breve lapso. Las iglesias han cerrado sus puertas hasta nueva orden. La policía ha difundido también las fotografías y los nombres de siete sospechosos a los que relaciona con los atentados. El ministro de Defensa, Hemasiri Fernando, responsable de los servicios de inteligencia, ha presentado su dimisión a petición del presidente, Maithripala Sirisena.
A medida que continúan los nervios, se enrarecen las relaciones entre comunidades. En Negombo, al norte de Colombo, donde la iglesia de San Sebastián registró el mayor número de víctimas del pasado domingo, la policía ha evacuado a centenares de refugiados pakistaníes después de que grupos de personas intentaran agredirles. Otras decenas se encuentran bajo protección policial en la mezquita local o incluso en las propias dependencias de la comisaría.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.