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La importancia de llamarse Kevin (o Mohammed)

Cómo los nombres 'de pila' reflejan las mutaciones y las fracturas en la sociedad francesa

Marc Bassets

Érase un país donde las niñas se llamaban Marie y los niños Jean. Hoy se llaman Cindy y Kevin, o Mohammed. La Francia de las Marie, el nombre que recibía una de cada cinco niñas en 1900, ha dejado paso a la de los Kevin y otros nombres anglosajones, cerca de uno de cada diez, o a los nombres de origen arabo-musulmán que hoy reciben casi uno de cada cinco recién nacidos, la misma proporción que hace un siglo las Marie.

Este podría ser, muy resumida, la historia de la acelerada transformación de la sociedad francesa tal como la cuenta Jérôme Fourquet en el recién publicado L’archipel français. Naissance d’une nation multiple et divisée (El archipiélago francés. Nacimiento de una nación múltiple y dividida). La descristianización, el multiculturalismo, el individualismo, o lo que Fourquet, director del departamento de Opinión del instituto Ifop, llama la "secesión de las élites" son algunos de los procesos que, con abundancia de mapas, gráficos y tablas, le sirven para trazar un retrato microscópico de la Francia actual.

“El nombre de pila es un formidable captador, porque establece el vínculo entre la esfera individual y la colectiva, y además arrastra muchos significados”, dice Fourquet en una entrevista. “No es anecdótico darle un nombre al hijo. Hay efectos de moda, claro, pero revela muchas cosas”.

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Los nombres Kevin o Cindy revelan todo un mundo. Proliferan en los años noventa, inspirados por películas como Solo en casa, en la que el protagonista se llamaba Kevin o Bailando con lobos, protagonizada por Kevin Costner, o series como Beverly Hills, 90210 (Sensación de vivir en España). El fenómeno coincide con la liberalización de legislación sobre los nombres de pila y la tendencia una mayor diversidad onomástica como forma de distinguirse, de afirmar la individualidad. Entre 1989 y 1996, Kevin es el nombre masculino "más dado" para recién nacidos en Francia, según Fourquet. En total, hay más de 160.000 registrados en el estado civil, con un pico de 14.087 en 1991. Después, la proporción de nombres anglosajones se ha estabilizado en un 8% del total de nacimientos anuales. Aquellos Kevin y aquellas Cindys tiene hoy 25 años. Las recién nacidas que reciben el muy cristiano nombre de Marie, un 20,5% en 1900, son hoy un 0,3%.

Históricamente, las clases altas eran las que definían los gustos. Los nombres que daban a sus hijos posteriormente eran adoptados por las clases populares. Esto se rompe en los noventa.

Fourquet lo ve como una evidencia de la pérdida de poder prescriptivo de estas clases dominantes y, a la vez, de una liberación de las clases populares respecto a los modelos tradicionales. Ocurre algo parecido con el boom de los tatuajes, explica Fourquet. Llamarse Kevin —como estar tatuado o tener el hábito de fumar— es un marcador de clase. Y geográfico.

El mapa de los Kevin —los lugares donde este nombre y otros anglosajones son más habituales— es el de las regiones industriales del norte y el nordeste de Francia, y también el segmento oriental de la costa mediterránea. Es un mapa muy parecido al del voto del Reagrupamiento Nacional (RN), en antiguo Frente Nacional (FN), el viejo partido de la extrema derecha, que hoy se jacta de ser el primer partido obrero de Francia.

“Esta relativa correspondencia puede explicarse en parte por el arraigo significativo del FN entre los obreros y los empleados, y notablemente en los ambientes más descristianizados y liberados de la influencia cultural procedente de las categorías socioprofesionales favorecidas”, se lee en L'archipel français. No es casualidad que algunos de los dirigentes más destacados de Reagrupamiento Nacional se llaman Steeve (Steeve Briois, alcalde de Hénin-Beaumont) y Jordan (Jordan Bardella, cabeza de lista para las elecciones europeas), ambos nombres anglosajones. El auge de este partido corresponde con un proceso de distanciamiento ideológico y cultural de esta Francia periférica respecto a las élites de París y las grandes ciudades que se refleja en los nombres citados. Esta es también, en parte, la Francia de los chalecos amarillos, la revuelta de las clases medias empobrecidas que viven en las ciudades pequeñas y medianas, el país que se siente abandonado y despreciado por las élites.

La nueva Francia es la de los Kevin. Y la de los Mohammed. En 1900 había un 0% de recién nacidos con nombres árabo-musulmanes; en 1964, con las primeras oleadas procedentes de Argelia tras la guerra y la independencia, eran un 2%; en 1984, un 7%, nivel en el que se mantienen aproximadamente hasta el año 2000, cuando en unos 15 años pasa al 18,8%, el número nacidos con un nombre árabo-musulmán en 2016 (el porcentaje no refiere al total de la población sino a los nacidos en un año preciso).

“Constatamos un aumento de los nombres árabo-musulmanes desde el principio de los años 2000. Va acompañada de indicadores que muestran un frenazo en los matrimonios mixtos. Como si una parte de esta población se encerrase. Hay una parte de esta inmigración que, de manera silenciosa, se ha embarcado en un proceso de integración o asimilación, pero otra parte, por su concentración en algunos barrios o la mirada religiosa o identitaria, incluso ha dado marcha atrás”, comenta Fourquet. “Lo sorprendente es que estas familias, que objetivamente son víctimas de discriminaciones al buscar trabajo o vivienda, pongan masivamente estos nombres a sus hijos. Los asiáticos, de manera pragmática, suelen decir: ‘Para hacer buenos estudios y que nadie te moleste en el futuro, te llamemos Christophe’. Los otros dicen: ‘No, te llamaremos Kamel’. Pues bien, Kamel, veinte años después, para encontrar trabajo o piso, lo tiene más complicado”.

¿Le puede ocurrir algo parecido a Kevin? ¿Que acabe siendo discriminado por culpa del nombre que también le marcará socialmente? “Sin duda”, responde Fourquet. El nombre distingue, pero también puede ser un estigma.

“Una sociedad multicultural y multiétnica”

A Jérôme Fourquet se le han reprochado algunos de los elogios que ha recogido el libro L'archipel français, como el del polemista neorreaccionario Éric Zemmour, que lleva años martilleando en tertulias y columnas sobre la pérdida de las esencias de la Francia eterna. "Nuestro trabajo es describir y contar la realidad, y a veces puede ser molesta. Sí, puede haber riesgo de instrumentalización. Pero durante años se ha cerrado los ojos y no se ha analizado ciertas cosas, y esto ha alimentado el juego de estos de quien habla usted", responde Fourquet.

El autor también rebate a quienes sostienen la tesis conspiracionista, difundida por círculos racistas y de extrema derecha, de la gran sustitución, según la cual la población de origen extranjero estaría sustituyendo aceleradamente a la de origen autóctono y precipitando así un supuesto declive de Francia y Occidente. Aunque el aumento de recién nacidos con nombres árabo-musulmanes ha sido considerable desde inicios de la década pasada, representa un 18% de nacimientos en 2016. "No es un 50%", explica. Y la curva no tiene por qué seguir aumentando al mismo ritmo. Es más, sostiene Fourquet, "llevar estos nombres no tiene por qué predisponer a adoptar la cultura y la religión a la que están ligados". "Al contrario", añade, "tenemos numerosos ejemplos de personas con estos nombres y apellidos que, bajo la bandera francesa, han demostrado un nivel de patriotismo sin equivalente. El 10% de soldados franceses muertos en Afganistán combatiendo a los talibanes los llevaban. No hay un choque de civilizaciones, pero nuestra sociedad se ha vuelto multicultural y multiétnica".

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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