El Chapo, visto para sentencia
El juicio al narco mexicano, traicionado por sus socios, ha abierto una insólita ventana al gran negocio global de la droga. El jurado delibera sobre la suerte de un capo al que le había llegado su hora
Al principio, las “mujeres” eran aviones y el “vino” era gasolina. Si las mujeres se quedaban sin vino, como le sucedió al Gordo un día de finales de los años 80, se podían perder 1.450 kilos de “camisas”, que era el nombre que en aquel primer y rudimentario lenguaje cifrado correspondía a la cocaína. Afortunadamente, el Gordo contaba con un compañero de cabina solvente: un colombiano que había pilotado un F-5 en la aviación estadounidense y logró aterrizar de emergencia en una de las numerosas pistas secretas, junto a la frontera norte de México, que el Gordo conocía de su época de contrabandista de electrodomésticos. Aquello era poca cosa, en cualquier caso, si se contempla desde la perspectiva de una operación, el negocio más grande de narcotráfico de la historia, que llegó a mover toneladas de cocaína cada mes.
Pero todo tiene un principio, y Miguel Ángel el Gordo Martínez estuvo allí. Fue el primer empleado del Chapo Guzmán. El padre de su ahijado. Aquel aterrizaje forzoso disuadió al Gordo de volver a volar. Pasó a ejercer de controlador aéreo hasta que los métodos cambiaron. De aviones a barcos, camiones, trenes y hasta submarinos. El negocio del narco exige una adaptación constante. Con el tiempo, el Gordo se convirtió en un gran espada del Chapo. Cuando llegó su hora, le traicionó. Como le traicionaron todos.
Durante 11 semanas, por esta corte federal de Brooklyn, han desfilado 14 antiguos colaboradores del Chapo para contar la asombrosa historia de un humilde campesino, Joaquín Guzmán Loera, que pasó de cultivar marihuana en las montañas de Sinaloa a convertirse en un capo internacional que aterrorizó a un país y amasó una fortuna de más de 14.000 millones de dólares, según la fiscalía, durante sus dos décadas al frente de un imperio criminal que operaba a sus anchas gracias a un ejército de sicarios y una extensa nómina de agentes de policía, mandos militares y políticos corruptos. El juicio, tras el que el jurado se encuentra estos días deliberando sobre los 10 cargos de que se le acusa al Chapo, ha sido un momento clave en la historia de la lucha contra las drogas. Y ha permitido al Gobierno estadounidense exponer, con todo lujo de detalles, un mundo de crímenes, excesos y corrupción, que han ido desentrañando a través de años de investigación, 300.000 páginas de documentos y miles de conversaciones grabadas.
Pistolas con diamantes incrustados, ametralladoras chapadas en oro, mansiones con tigres, leones y panteras, extravagantes fugas carcelarias, sádicas torturas, villanos de tebeo, heroínas de telenovela y políticos con los bolsillos llenos de narcodólares. El estrafalario relato de los pentitos, que asombraba a los neófitos, dejaba más indiferentes a los veteranos periodistas mexicanos que llevan años contando estas historias para quien quiera escucharlas. Muchos lo pagaron con su vida. Estos conocedores contemplaban el circo con un la distancia escéptica de quien sabe que, fuera de estas cuatro paredes, lejos de las luces y los taquígrafos, sigue el business as usual. Este espectáculo, sospechan, no hace sino ocultar un reajuste más, en buena medida pactado, de un mundo criminal en constante evolución.
Lo primero que vio el jurado fue un túnel. Uno de los muchos que había perforado el cártel bajo la frontera entre México y Estados Unidos, y que deberían hacer a Donald Trump plantearse construir su dichoso muro hacia abajo.
Compraban propiedades a uno y otro lado de la frontera y las conectaban bajo tierra. El que vio el jurado es el que iba de una vivienda de Agua Prieta a un almacén en Douglas, Arizona. Los ocupantes habían recibido el chivatazo y ya no estaban en la casa cuando acudió la policía en mayo de 1990. La comida estaba aún caliente en la mesa.
Los agentes, según explicó en el juicio el testigo Carlos Salazar, guardia fronterizo, picaron el suelo con insistencia pero era puro hormigón. Ni rastro de túneles. De pronto, un agente que andaba por el jardín vio una llave como de riego. Le dio por girarla y se activó un sistema hidráulico que abrió una compuerta al túnel bajo una mesa de billar.
Aquellas grutas, y la eficacia de la operación en su conjunto, le valieron al Chapo el sobrenombre de El Rápido, explicó la fiscalía. Pronto se ganó a los principales narcos colombianos. Les cobraba la mitad del cargamento por llevarlo, atravesando México, hasta Estados Unidos. El sobreprecio les compensaba. Eran finales de los ochenta. Años del boom de la cocaína. Los cárteles no daban abasto para satisfacer la demanda estadounidense. “Pagábamos una cuota más alta porque era el más rápido”, resumió Juan Carlos Ramírez Abade, el Chupeta, narco del cártel colombiano de Norte del Valle.
El Chupeta fue una de las estrellas involuntarias del juicio. Cuando lo arrestaron en 2007 en el gimnasio de su novio culturista en Brasil, se había realizado tantas operaciones de cirugía estética que el propio Chapo alteró su habitual cara de póquer al contemplar el plasticoso aspecto de su viejo socio cuando este entró en la sala para testificar contra él.
El Chapo, contó el Chupeta, fue haciéndose con el control de todo el territorio a través de guerras con cárteles rivales. En 1993, el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas desató una caza del Chapo que concluyó con su arresto. Siguió manejando su imperio desde la cárcel de Puente Grande, y en 2001 protagonizó la primera de sus peliculeras fugas, supuestamente oculto en un carro de lavandería, que contribuyó a extender la leyenda, al compás de los narcocorridos, de un rey de la droga refugiado en las montañas de la Sierra Madre.
Ismael el Mayo Zambada le ayudó en la fuga y se convirtieron en socios. Nacía una alianza que habría de marcar su suerte. Su fuga coincidió con una nueva etapa en el mundo del narco, motivada por leyes de extradición aprobadas en Colombia que hacían que los traficantes pudieran ser juzgados en Estados Unidos. En consecuencia, según la fiscalía, los colombianos abandonaron sus rutas estadounidenses y el Chapo ocupó el vacío.
En Estados Unidos contaba con unos distribuidores audaces: los hermanos gemelos Flores, de Chicago. Margarito y Pedro Flores empezaron pronto a conocer el oficio. A los siete años ya ayudaban en el negocio familiar de trapicheo, ejerciendo de intérpretes de inglés a español para su padre y ayudando en la recepción de cargamentos. Con los años llegaron a ser muy buenos, y el Chapo los fichó.
Recibir las ingentes cantidades de droga que enviaba el cártel de Sinaloa no estaba exento de desafíos técnicos, que los Flores resolvían sobre la marcha. Durante un tiempo la coca era enviada en palets escondidos en camiones cargados de verduras. Deshacerse de las hortalizas llegó a convertirse en un problema endiablado. Hasta el punto de que, al colocársela a los vendedores a precios de ganga, llegaban a hacer que bajara considerablemente el precio de la verdura en Chicago. Las amas de casa nunca habrían sospechado que las fluctuaciones en la cesta de la compra no tenían su origen en las huertas de California, sino en la selva colombiana.
Más eficaz resultó esconder la droga en latas de jalapeños en conserva, técnica con la que el cartel llegó a introducir 30 toneladas de coca al año. El proceso de meter el polvo en las latas de Jalapeños La Comadre, explicó el Gordo al jurado, proporcionaba a los operarios unos colocones considerables, porque “cada vez que presionaban la mercancía en las latas, salía una nube de cocaína al aire”.
El Chapo respetaba a los Flores. Y eso que en el primer viaje de Pedro a las montañas, al jefe no le gustó su indumentaria. Compareció en bermudas vaqueras y lleno de joyas. “Con el dinero que te han costado esas joyas te podrías haber terminado los pantalones”, le espetó el Chapo. En su siguiente visita, cuando ya había más confianza, Flores le regaló al jefe una caja de viagra y unos pantalones cortos. El Chapo, dijo Flores, se echó una buena carcajada. Pero ni una sonrisa se le vio mientras escuchaba como su viejo amigo, hoy cooperante de la policía, rememoraba la historia ante el jurado.
La sobredimensión de la operación del cártel de Sinaloa y la creciente leyenda del Chapo empezaron a preocupar a sus socios colombianos, que le sugirieron que debía controlar más sus comunicaciones y extremar la precaución. Le presentaron a otro personaje que habría de ser clave en el destino del Chapo: Cristian Rodríguez, también conocido como el Hacker.
Rodríguez, con apenas 21 años, diseñó para el Chapo un sistema de comunicaciones encriptadas. El Chapo acabó obsesionado con “su juguete”, como lo llamó Rodríguez en el juicio, con el que descubrió además que podía espiar a sus mujeres y a sus lugartenientes. En una visita al Chapo en su refugio de la montaña, Rodríguez comprendió que no estaba hecho para esto.
Harto de las falsas alarmas, el Chapo había dado la orden de que se le avisara solo cuando las fuerzas del orden estuvieran a pocos minutos de sus dependencias. Por eso en alguna ocasión se vio obligado a salir casi desnudo. Durante una de las visitas del Hacker a las montañas, llegaron los federales y tuvo que echarse al monte con su cliente y un grupo de hombres armados hasta los dientes. Pasaron tres días en la montaña, durmiendo al raso, bajo el ruido de los helicópteros. Rodríguez aseguró que el Chapo mantuvo la calma en todo momento. Cuando la fiscalía le preguntó cómo lo pasó él, respondió que “muy mal”.
Rodríguez nunca volvería a la montaña. Un día, un supuesto cliente que dijo ser un mafioso ruso interesado en sus servicios le llamó y le citó en un hotel de Manhattan. Resultó ser el FBI. Rodríguez accedió a cooperar y les sirvió en bandeja todas las comunicaciones del Chapo. En solo tres años, el juguete del Chapo se había vuelto en su contra. Las grabaciones acabaron de redondear la causa de la fiscalía. Permitieron conectar las evidencias físicas con los testimonios, y todo ello con el acusado.
Los cárteles no son pirámides perfectas como las que se enseñan en las escuelas de negocios, sino complejos enjambres en permanentes conflictos de poder. Un Juego de tronos eterno con alianzas, traiciones, subidas fulminantes y caídas en desgracia.
En el final de la última temporada, la progresiva legalización del cannabis en Estados Unidos reducía las ganancias de la marihuana, y los carteles compensaban las pérdidas volviendo al negocio de la heroína, abandonado desde los años 70, que la epidemia de adicciones a los opiáceos legales ha vuelto a resucitar. La nueva temporada, advierten los expertos, está protagonizada por Ismael el Mayo Zambada, que sigue libre.
El Chapo, explican, era ya superfluo. Suponía más una carga que un activo para los Zambada. El Mayo tenía un problema añadido: dos de sus hijos estaban bajo custodia de los agentes federales estadounidense. Al tiempo que el Chapo era arrestado, los Zambada cerraban sus tratos con la policía para testificar contra él, a cambio de posibles reducciones en sus condenas.
Esa fue la estrategia de la defensa del Chapo. El acusado, venían a decir, no es más que una cabeza de turco mientras el verdadero capo vuela libre. Si tu cliente es claramente culpable, reza una vieja máxima judicial, sienta a otro en el banquillo.
Los espectáculos de sus fugas redoblaron la presión contra las autoridades mexicanas y estrecharon el cerco en torno al Chapo. Tampoco ayudaron sus delirios de grandeza y el creciente gusto que pareció cogerle a los focos: cada vez que un capo ocupa los titulares, es un poco menos capo.
La actriz de telenovelas Kate del Castillo le organizó una entrevista con Sean Penn para la revista Rolling Stone. Aunque parece evidente que la policía ya no necesitaba leerlo en las páginas de la revista para saber dónde andaba el Chapo, la versión oficial convierte aquella entrevista en la pista definitiva para atraparlo.
Quizá el momento más humano del Chapo en los tres meses de juicio tuvo lugar cuando entró en la sala el actor Alejandro Edda, que le encarna en la serie de Netflix Narcos: México. El acusado le saludó con una sonrisa de oreja a oreja. Tuvo algo de patético su emoción al ver a su álter ego en la narcoficción, antes de regresar a la jaula doble donde pasa sus horas en los sótanos de los juzgados. Puede que aquello reviviera en él la ilusión por contar él mismo su historia al mundo. Pero ya era demasiado tarde. Sus compadres la habían contado antes.
Las mujeres del Chapo
El Chapo tenía, contó Miguel Ángel Ramírez, "ranchos en cada Estado y casas en cada playa del país". En una de ellas, en Los Cabos, empezó su historia de amor con Lucero Guadalupe Sánchez, una chica humilde de Cosalá, entonces de 21 años, que acababa de salir de un matrimonio con un abusador. La historia terminó ocho años después con Sánchez, vestida con uniforme carcelario, testificando entre lágrimas contra el Chapo. Sánchez actuaba de intermediaria en compras de marihuana. Luego se convirtió en diputada local en Sinaola. Un día de 2014 estaban juntos en la cama, el Chapo desnudo, cuando irrumpió el ejército en la casa. Huyeron por un túnel oculto bajo una bañera. Poco después, Sánchez vio en la tele que el Chapo había sido arrestado en un hotel. Estaba con su mujer. Vestido. Su relación, contó Sánchez, continuó con el Chapo en la cárcel. En septiembre de 2014 le fue a visitar. Las fotos de ella llegando a la cárcel, embarazada, salieron en la prensa y le costaron su puesto de congresista. Un año después era arrestada el entrar a Estados Unidos. El testimonio de Sánchez fue escuchado por Emma Coronel, esposa del Chapo, que ha acudido al juicio casi todos los días. El día 32, sucedió algo curioso: el Chapo y Coronel acudieron vestidos a juego, con chaquetas de terciopelo burdeos, camisas blancas, pantalones negros. El mensaje era claro. Sánchez estaba sola. Ellos dos, al menos, estaban juntos.