La máquina de Jorge
El humor verdadero es herramienta de la inteligencia, que nada tienen que ver con el chiste fácil o el pastelazo barato
Trevor Rowe, historiador, periodista, sabio lector y feliz jubilado de la Organización de las Naciones Unidas es, además, mi amigo. Mejor dicho: es mi hermano mayor o hijo putativo, por ser hijo de Joy Laville y compa filial de Jorge Ibargüengoitia, con quien recorrió no pocos paisajes de los cerros morados de Guanajuato, las calles cuevanenses de Coyoacán y la ronda de todos los tiempos que caben en París. Trevor vino a Guanajuato por estos días para la primera entrega del Premio Ibargüengoitia en manos y prosa de Juan Villoro, para celebrar los 95 años que hubiera cumplido Joy en este mes y para dejar en comodato una donación mágica como festejo de los primeros 90 años de eternidad de ese tal Jorge Ibargüengoitia.
Gracias a la hospitalidad de la Facultad de Letras de la Universidad de Guanajuato todos los personajes que inventó y todos los que lo leemos con entrañable admiración podremos visitar Cuévano con el nuevo pretexto de ver de cerca la última máquina de escribir que usó Jorge en sus andanzas. De no haber sido cruel el destino, quizá estaríamos aplaudiendo el casi siglo de ese autor maravilloso alineando en un estante no sólo todos los libros que nos quedó a deber, sino una larga mesa de Apple laptops y pantallas de manzana donde se hubiera transformado en cibernética su ironía, tuitero su sarcasmo y abiertamente incorrecto políticamente, hoy que tantos se creen formar una opinión con sólo leer los encabezados y que tantos se creen intocables al ligerísimo roce del humor mordaz.
Al lado de la máquina, estará expuesto el tambache de cuartillas a máquina de la traducción de Las Muertas, novelón que le agria los laureles no sólo a Truman Capote, sino a todo advenedizo que cree cuajar la no-ficción o novelas verídicas clonando jerigonza de abogados a contrapelo de lo que hizo Jorge (y que lo anunció desde que escribió Estas ruinas que ves): tomar las mil y una riendas de un expediente judicial y convertirlo en una obra de arte. Punto.
Además, Trevor ha donado un ramillete entrañable de fotografías, muchas de ellas desconocidas para el ancho público lector, y una curiosísima libreta de direcciones donde Ibargüengoitia alineó alfabéticamente la nómina de sus amigos, ¡precisamente sin direcciones correspondientes ni números telefónicos! Es una joya cuevanense pura: la lista de nombres y apellidos de todos los cuates, amigos e íntimos en una libreta de direcciones sin dirección alguna y en el vacío se llena de pronto el aire con un aroma de carcajada para confirmar que el humor verdadero es herramienta de la inteligencia, que nada tienen que ver con el chiste fácil o el pastelazo barato; se salta el vado de los tiempos con la palpitación fehaciente de un escritor que fue dramaturgo, cuentista, novelista y cronista con tinta de verdad no siempre dulce, con la mirada aguda ante el filo de lo agrio y la estulticia de los poderosos, como bastión contra el poder a secas y espejo de la ridiculez que nos enrolla los calcetines de color pistache y los pantalones de terlenka.
Quien ronde ahora por Cuévano podrá consultar en la página abierta de una libreta los poetas y pensantes, prosistas y personajes que se quedaron flotando en la letra E y podrá otear las cuartillas, previas a la copia al carbón, de Las Muertas en inglés… y escuchará entre los adoquines de los callejones de siglos, allá por la falda de un cerro por donde bajó a galope el cura Periñón al que llamamos López o Hidalgo y entre las vitrinas de las casas de las viudas que levitan ante el ancho mar de la presa de Guanajuato, allí y en todos lados, escuchará el repiqueteo de una máquina cuyo listón de tinta sale como moño entre nubes, con la campanita que quiere despertarnos siempre del sencillo placer de una literatura tan íntima que parece paisaje pintado sobre la piel.
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