De NAFTA a TLC
Si tanto empeño tiene Trump por abolir el TLC y abatirlo como una NAFTA flamable, será quizá porque sus siglas suenan a palabra prehispánica
En un ayer que no viene a cuento me tocó trabajar de traductor simultáneo en algunas de las mesas de prolegómeno para lo que se llamaba NAFTA (North American Free Trade Agreement). Habiendo querido ser economista (sin imaginar que mis maestros pasarían muy pronto a convertirse en secretarios de Estado) me tocó pedirles trabajo cuando —habiendo fracasado en titularme de economista— terminé por convertirme en historiador; y ya cobrando las primeras quincenas, habiendo soñado con ser escritor, terminé de amanuense de manuales intentando poner en prosa el álgebra de los economistas y traductor inútil, pues los funcionarios mexicanos que negociaron los pininos de lo que posteriormente fue el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLC) eran todos egresados de prestigiosas universidades de los Estados Unidos (no pocos de ellos, doctorados con laudes) y entendían perfectamente todo lo que decían en inglés los funcionarios estadounidenses (no pocos de ellos, sin estudios de posgrado).
Hace poco más de un cuarto de siglo muchas voces incendiarias de este lado de la frontera se prendieron inmediatamente en contra de la ocurrencia de esas negociaciones, argumentando que incluso las siglas sonaban a gasolina. Las columnas de opinión, las marchas al Zócalo y la discusión en las aulas, cantinas y cocinas de las familias de clase media se nublaban con negros augurios de lo que prometía ser más que un tratado, el sueño de la Malinche: entregar las arcas del país que había superado la tragedia de un megaterremoto y la celebración de su segundo Mundial de Fútbol a los poderosos vecinos del norte del continente, en un afán que parecía empeño de eso que ya llamaban neoliberalismo y que en realidad —así como el proyecto mismo de NAFTA— nadie o pocos entendían del todo.
Lo que terminó por llamarse TLC (Tratado de Libre Comercio) por debajo del Río Bravo, es ahora sorprendentemente vilipendiado allá arriba del Río Grande por los flecos del demente Donald Trump y no pocos de sus abyectos seguidores. Muchos mexicanos seguimos en las mismas: sin entender del todo, aunque parece que se palpa que aquel tratado tan salinista en su hechura resultó ser a la larga más favorable para México y su comercio que para U.S.A. y sus enredos de gran potencia… endeudada.
Lo que más o menos se sabía del barullo era que los gobiernos de México, Estados Unidos y Canadá querían abatir los aranceles que limitaban el libre tránsito de los productos que cada una de las tres partes comerciaba de aquí para allá y viceversa, aumentando con ellos productividad en todos los niveles y quizá incluso abriendo la compuerta de una prosperidad compartida, con un inmenso mercado de millones de consumidores como suma de las poblaciones de los tres países. Casi tres décadas después, el presidente Trump se despeina con una más de sus bravatas de campaña que rayan más en la falsedad que en la verdad a secas: él y sus asesores (que lo han engañado también con su largo palmarés de bancarrotas personales para apuntalar su fama de millonario) culpan al TLC por la pérdida de empleos en los Estados Unidos y por el desfavorable envión que aqueja a su balanza comercial (que en realidad, se debe más al vuelo de una mariposa en Pekín que a la productividad de las maquiladoras en Ciudad Juárez).
Hace 25 años el presidente Salinas de Gortari podía presumir ante el gobierno neocapitalista-comunista de China, cuando visitó Pekín (ahora pronunciado “Beijing”), de que México representaba un mercado potencial de más de cien millones de consumidores, sin imaginar que Deng Xiao Ping le respondió preguntando “¿… y en qué hotel están hospedados?”. El mandatario mexicano tampoco pudo pronosticar que el mero día en que el TLC entraba en vigor se alzaría en armas un Ejército Zapatista de Liberación Nacional no sólo en los confines de la selva chiapaneca, sino en la conciencia de no pocos sectores del país que de pronto caían en la cuenta de que el proyecto posmodernizador de apuntalar la relación con el Norte, parecía olvidar todas las carencias de nuestro Sur, sin leche ni letras.
Con todo, el TLC entró en vigor y cambió radicalmente el paisaje incluso verbal de las ciudades mexicanas: con cada vez más anuncios publicitarios en inglés, carteles sin eñe y nula necesidad de sacar pasaporte para comprar chicles gringos o tenis a la Michael Jordan. El campo también se vio de pronto exportando más aguacates que el guacamole que se volvía negro sin hueso y a su vez, recibiendo toneladas de maíz amarillo que no servirá para esquites o nixtamales tradicionales, pero alivia la creciente demanda de todas las franquicias de comida rápida tejana, más cowboy que ranchera, que fueron poco a poco inundando al paisaje del México de fines de siglo XX y principios del insólito XXI con sabores a la John Wayne y rockolas a la Elvis, así como iban desapareciendo estaciones de música ranchera y boleros en las radios de nopal. México se creyó al filo de ganar el Mundial de futbol cuando se logró el título de Miss Universo como guinda al enrevesado TLC que prometía anclar hasta un equipo de beisbol de las Grandes Ligas en algún estadio de Monterrey o cuadricular con trenes de alta velocidad la panza de nuestro Bajío… y así, llegamos al hoy en el que bien a bien, una inmensa mayoría de mexicanos no entienden los porqués, ni la razón de la sinrazón con la que el presidente Trump cree que el TLC es tan diabólicamente nefasto para su patria como la existencia misma de la frontera geográfica que él mismo quiere abrir como cicatriz con un muro a lo chino. Por lo menos en México no se ha informado sobre los beneficios y perjuicios de eso que en realidad ya parece inamovible por lógica; no se habla de ello en México, ni al menos a la manera de los analistas en YouTube o los blogueros en inglés que sí lo han hecho y parecería que estamos en desesperada necesidad de una traducción simultánea que nos explique si de veras puede bogar el inmenso barco de los Estados Unidos sin la abierta confianza de comerciar libremente con México y Canadá, o si México se hundiría entre dos océanos de no poder intercambiar libremente con las economías de los vecinos del norte, tan repoblados por mexicanos y latinos, que también en el tiempo de vida del mentado TLC han convertido la nervadura de los desiertos y los rieles de la Bestia en el cordón umbilical del trasiego y tránsito de millones de trabajadores ahora etiquetados como delincuentes y no pocas toneladas de diversas drogas ahora legalizadas alguna de ellas en varios estados de los unidos de Norteamérica y no pocas armas, pólvora y municiones que inundan el paisaje de violencia y las cuadrículas de la corrupción de este lado.
Si tanto empeño tiene la presidencia del fleco enloquecido por abolir el TLC y abatirlo como una NAFTA flamable, será quizá porque sus siglas suenan a palabra prehispánica, etimología de pictogramas pintados en un ayate donde la virgencita de Guadalupe nos iluminó la milpa con algo que 25 años después de caernos como Inquisición de la Conquista resultó ser el albur donde salimos ganando… quién sabe qué, y quién sabe cómo, pero nos los chingamos. Digo.
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