El hartazgo que impulsa a Le Pen
Impulsado por el rechazo abierto a los inmigrantes y a la UE, el FN es hoy un partido homologado que encabeza la carrera para las presidenciales en Francia. EL PAÍS inicia un viaje por tres ciudades para explicar qué nutre su voto. Primera parada, Hayange.
Siempre hay una primera vez, y hoy Hervé, Bernard y Maxime se acercarán a la entrada de una fábrica para repartir propaganda electoral de su candidata, Marine Le Pen. Nunca lo han hecho antes, y mientras apuran las cervezas en un bar cercano rememoran su pedigrí militantes —dos de ellos lo son desde hace tiempo; el otro fue comunista durante décadas— y sacan la cartera para enseñar el carné.
“La izquierda nos ha traicionado, nos ha abandonado”, dice Maxime Clément, el excomunista.
Los tres son militantes del Frente Nacional, que aspira a conquistar el poder en las elecciones presidenciales del 23 de abril y el 7 de mayo. Los coches y camiones entran y salen de la fábrica. La mayoría frena, recoge el folleto y sigue el camino hacia casa.
“Bravo, tíos. Viva Marine”, les dice un trabajador que sale del turno de mañana.
La entrada de una fábrica podría parecer hasta hace unos años un territorio hostil para el FN. En el Valle del Fensch, el oxidado pulmón siderúrgico del país, no lo es.
Aquí el viejo partido de la extrema derecha, el que nació a principios de los años setenta como una excéntrica coalición de colaboracionistas y excombatientes de Argelia, el que logró sus primeros éxitos electorales en los ochenta cultivando la hostilidad abierta hacia los extranjeros de piel más oscura, el que no ahorraba los ocasionales comentarios antisemitas, es un partido homologado. El partido de las clases medias empobrecidas. El de los que quieren hacer borrón y cuenta nueva con una clase política —un sistema— que sienten que les ha traicionado. El primer partido obrero de Francia.
“No es la inmigración, es el hartazgo”, resume Hervé Hoff, uno de los tres activistas, que además será candidato a la Asamblea Nacional en las legislativas de junio.
La frase, en boca de militantes y votantes del FN, se repetirá con leves variaciones a lo largo de este viaje, de norte a sur, por la Francia del Frente Nacional. Es una versión actualizada del manido es la economía, estúpido, que un asesor de Bill Clinton acuñó en 1992 para indicar que las cuestiones del monedero acababan decidiendo las elecciones. Si, para el FN de hace veinte o treinta años, el eslogan era efectivamente “es la inmigración, estúpido”, en el valle del Fensch y en otras partes del norte de Francia este discurso queda tapado por la crisis económica.
Con 15.000 habitantes, Hayange es el pueblo más grande del valle, y uno de los 14 municipios en Francia gobernados por el FN. El alcalde, Fabien Engelmann, es un antiguo sindicalista de 37 años en el poder desde 2014.
Llegando por la autopista A30 desde Metz, el paisaje es idéntico al de algunas ciudades del Medio Oeste americano, un vivero de votos de Donald Trump en las elecciones de 2016 en Estados Unidos. A lo lejos se elevan las catedrales del acero, los altos hornos, cerrados, monumentos a la época en que la Lorena, región fronteriza con Alemania y Luxemburgo, fue un motor industrial europeo.
El geógrafo Christophe Guilluy describió en su ensayo La Francia periférica las fracturas que permiten prosperar al Frente Nacional. Según Guilluy, la fractura francesa no es tanto étnica ni social, sino territorial. La Francia del centro contra la de la periferia. París y las grandes ciudades, conectadas a la globalización y competitivas con Londres, Nueva York o Shanghái; y la provincia alejada del centro, “invisible y olvidada”, “marginalizada culturalmente y apartada geográficamente”. La primera Francia es la de “los liberales”, escribe Guilluy, “partidarios de una sociedad de libre cambio, de la movilidad sin fin”. Electoralmente se ubica en el espacio que va del centroizquierda al centroderecha. En la segunda Francia, la periférica, viven quienes creen en “un modelo económico alternativo, basado en el proteccionismo, la relocalización [en vez de la deslocalización de las empresas] y el mantenimiento de un estado fuerte”.
Dentro de la segunda Francia, Guilluy distingue dos frentes nacionales. El FN del Sur, donde la demografía —una población autóctona envejecida en tensión de jóvenes de origen inmigrante — es el factor principal de movilización. Y el FN del Norte, que tiene sus capitales en ciudades como Hayange, golpeadas por la desindustrialización. El primero sería el FN de siempre, el del discurso contra los inmigrantes; el segundo, el que atrae a lo que los franceses llaman las clases populares con argumentos a veces parecidos a los de la izquierda.
En Hayange, el Hotel Central vio tiempos mejores. No hay recepción y unas escaleras oscuras llevan a puertas selladas.
Fuera, tres muchachos —veinteañeros, origen magrebí— pasan la tarde del domingo.
—No entréis. Esto es Molenbeek —advierte uno.
Molenbeek es el barrio de Bruselas que es un núcleo del yihadismo europeo. En realidad, el edificio ya no es un hotel. Ahora acoge a demandantes de asilo.
—¿Votáis al Frente Nacional?
—¿No veis nuestras pintas? Si ganan, me voy.
—¿Adónde?
—A Luxemburgo.
Luxemburgo, a treinta kilómetros, es el destino diario de muchos antiguos obreros del metal. Allí obtienen mejores salarios y beneficios sociales. El Gran Ducado es la red de seguridad para las personas que se han quedado sin trabajo en las fábricas del valle del Fensch (las de Gandrange y Florange, asociadas a las promesas frustradas de los presidentes Nicolas Sarkozy y François Hollande, son las más conocidas). Esta red se desdobla con un estado del bienestar que en Francia aún se mantiene en pie.
Sylvie Laficara y Kathia Heller — cuñadas, nacidas en Francia, de ascendencia italiana— viven con un pie al otro lado de la frontera. Laficara trabaja en la empresa de su marido dedicada al reciclaje de chatarra. Heller trabajó durante años en un supermercado en Luxemburgo; su marido, exempleado siderúrgico en Florange, trabaja en una planta allí. Si existen ciudadanos europeos —no en la teoría o la ideología, ni en los sentimientos, sino en lo más pragmático, en la experiencia cotidiana — son familias como las de Laficara y Heller. Son franceses , pero no renuncian a su origen, y a diario cruzan la frontera, en una región que ha cambiado varias veces de manos entre Alemania y Francia.
Laficara y Heller reciben a primera hora de la tarde en la casa de la primera, en una urbanización encaramada en una colina sobre el valle. Recuerdan que, antes, el bachillerato abría las puertas a un buen trabajo. Que con el euro todo se encareció. Que sus padres y abuelos inmigrantes se integraron pero que ahora es distinto: no es la inmigración, es el hartazgo, pero se trata de un hartazgo que ocurre porque, se quejan, llegan inmigrantes que reciben todo tipo de ayudas públicas y no se integran.
“No es por racismo. No podemos serlo. Pero la izquierda no funciona. La derecha no funciona. Hay que probar algo distinto”, dice Laficara.
“La gente dice: 'Da miedo ver a Marine Le Pen en el poder'. Yo digo: ‘Me gustaría ver a una mujer en el poder en Francia”, interviene Heller en otro momento.
“Yo no estoy del todo persuadida”, admite Laficara. “No creo que logre hacer todo lo que dice. Y salir de Europa y del euro no sé si es esto es bueno. Para mí lo importante es el cambio”.
Heller está convencida de votar por Le Pen, en la primera y en la segunda vuelta. Laficara votará por ella en la primera vuelta. En la segunda, verá.
Los votantes del FN escapan a la caricatura. Hace décadas que en su mayoría tienen poco que ver con el militante tradicional de extrema derecha. “No son ni estúpidos ni están manipulados”, escribe Guilluy. "Plantean análisis racionales de lo que han vivido y sacan consecuencias, discutibles, sí, pero que tienen una explicación.”
Lo explica Hervé Hoff, uno de los tres activistas que reparte folletos de Marine Le Pen enfrente de la fábrica.
“Hoy la izquierda ya no defiende al obrero”, dice. "Lo que el partido comunista representaba hace cuarenta años, este mundo lo defiende el Frente Nacional”. El primer partido de los obreros: de los obreros franceses.
“Aquí trabajábamos 2.400. Ahora son 800”, apunta Bernard Hoff, su tío, que está jubilado y reparte propaganda con él.
El tercero del equipo, Maxime Clément, le da un folleto a un trabajador que sale en coche. Por primera vez, la respuesta es hostil.
“Racistas. No os queremos, racistas. Adiós, racistas”, dice.
“Este tipo no ha entendido nada”, comenta después Clément. “¿Le digo por qué? Mi hija está casada con un negro. Si fuese racista, no lo habría dejado entrar en casa”.
La paradoja del FN
El Frente Nacional obtuvo en torno al 25% de votos en las elecciones más recientes . Sin embargo, sigue siendo marginal.
Gobierna 14 municipios de los cerca de 36.000 del país.
Ocupa dos de los 577 escaños de la Asamblea Nacional y dos de los
348 escaños del Senado.
No gobierna ninguna de las 13 regiones, a pesar de ser el partido más votado en la primera vuelta de las elecciones de 2015 en seis regiones.
El sistema de elección con dos vueltas es precisamente la clave de la exclusión del FN del los distintos niveles de gobierno. Hasta ahora, el FN ya podía ganar en la primera vuelta y ser el partido más votado (en las circunscripciones que eligen a los diputados en las legislativas, en las municipales, o en las regionales). Era inútil. En la segunda vuelta el resto de votantes, de izquierdas y derecha, votaban al rival del candidato del FN y le derrotaba, al sumar más del 50%.
Y es así como el que quizá hoy sea el primer partido de Francia apenas 'toca' los mandos del poder.