Cubanos sin Comandante
Escenas de una Cuba perpleja y expectante tras la muerte de Fidel Castro
Lunes 5 de diciembre. Un día después del funeral de Fidel Castro en Santiago de Cuba, un mulato empujaba una carretilla por una pista de tierra que bordea un costado del cementerio.
En su biografía sobre Raúl Castro, el agente de la KGB Nikolai Leonov contó que al padre de los Castro, el gallego Ángel, le gustaban los días de lluvia. “En esos momentos los músculos de su cara se relajaban y en su rostro severo aparecía una sonrisa”. En su tiempo libre, al terrateniente Ángel Castro también le gustaba plantar árboles “con sus propias manos”, sobre todo cedros.
Las cenizas de Fidel habían llegado el sábado a Santiago en una urna de cedro tras partir de La Habana en una caravana que recorrió el país.
Ese día, por la noche, hubo una concentración popular en la que Raúl Castro dio el último discurso de despedida a su hermano. Dos alumnas de medicina de 18 años lo presenciaron a lo lejos, desde la cola del acto.
–¿Hasta cuándo creéis que él dirigirá Cuba y qué pasará después?
–Creo que dirigirá nuestro país hasta el último momento de su vida, y que seguirá el legado de nuestro Comandante y todo seguirá como siempre ha sido: una Cuba libre y socialista –dijo Lenny Sánchez. Sonrió satisfecha y miró a su compañera Idelsy Rodríguez, pasándole el turno.
–¿Qué pasará después? Seguiremos haciendo revolución como le prometimos a nuestro Comandante en Jefe –respondió la segunda.
–¿Os gustaría que hubiese elecciones?
Las dos: “No”.
–¿Por qué?
–Porque Cuba es una patria socialista –Lenny.
Idelsy, menos resuelta que Lenny: “Porque en Cuba nunca ha existido el pluripartidismo después de la revolución”. Titubeó un instante. Añadió: “Porque todos estamos dirigidos por un solo partido unido al pueblo”.
–¿Y qué necesita la medicina cubana?
–Sabemos que Cuba no tiene un gran desarrollo económico, pero no le hace falta nada, ya que los médicos con nuestro sacrificio y nuestra inteligencia y el deseo de cuidar a todos hacemos que no falte nada –afirmó Lenny.
–Seguiremos adelante como siempre lo hemos hecho, haciendo revolución y guiando nuestro destacamento de batas blancas –empezó Idelsy–. Y en el futuro, en una Cuba socialista, necesitaremos que los médicos tengamos mayor oportunidad de desarrollarnos en el ámbito científico y en atención primaria.
–¿Qué hace falta?
Idelsy: “Nuevos equipos que sirvan para la cura de enfermedades para las que no tenemos los mejores recursos, como el pie diabético”.
Lenny: “La cura de muchos cáncer”.
Idelsy: “Una mejor atención a las embarazadas”.
Lenny: “Curas para las enfermedades de transmisión sexual, que son de las que más han golpeado a la población”.
Idelsy: “En especial a los jóvenes”.
“Yo fumo el habano porque mi abuela me llamaba a los cinco años para encenderle los tabacos”, parafraseaba una guía turística las palabras de Compay Segundo ante la tumba del trovador, al día siguiente del funeral de Castro.
La mayoría de la gente que entraba al cementerio de Santa Ifigenia iba a ver el monolito de Fidel, aunque en el resto del camposanto se había reiniciado la actividad normal. Sobre las tres de la tarde llegó el cuerpo de Carmen Smith, fallecida en la víspera por un cáncer a los 65 años de edad.
–Séllala y ya, déjala descansar –le pidió su hija Indra a un familiar que quería verla antes de que metieran el féretro en la tumba.
Indra Fernández Smith contó que su padre, el marido de Carmen, “combatió en Playa Girón” y que un día, cuando era niña, vio con su madre a Fidel Castro en un discurso que fue a dar a su escuela. “Bello, bello, bello”, lo recordó.
–¿No lo volvió a ver?
–No, no lo he visto más, pero me gusta leer sobre él y ver todas esas cosas maravillosas de su vida que ponen por la televisión. Todo, todo, todo.
La puerta de atrás del cementerio estaba cerrada, resguardada por un vigilante negro de 30 años llamado Feliberto López Nordet.
–¿Tú crees en los espíritus? –preguntó, fumando un puro.
–¿Tú sí?
–Bueno, tú sabes que hay cosas y cosas. Tengo entendido que para haber mundo tiene que haber de todo.
–¿Crees que en este cementerio hay espíritus?
–No sé si existen espíritus, pero hay algo sobrenatural.
–¿Tú lo has sentido?
–Sí. Mira –bajó la voz, sentado con las piernas cruzadas, el puro en combustión–. Hay una calle aquí por la que nadie pasa. Es la calle donde hay una niña con un perro. A esa niña le compraron un pastor alemán, y cuando ella se murió el perro venía a echarse donde la sepultaron. La primera vez que yo entré aquí, pasé por esa calle y me ericé, porque esa energía chocó conmigo.
–¿En la escuela no os enseñaban el ateísmo?
–No, en la escuela te dan matemáticas, historia, geografía –repuso–. Pero cuando yo iba a La Habana sí había un lugar en el que explicaban eso.
Feliberto miró mi teléfono y preguntó con interés:
–¿Cuántos megapíxeles tiene tu cámara?
Santa Clara, miércoles 30 de noviembre por la noche. En la plaza donde reposan los restos del Che Guevara, un grupo oteaba la llegada de la procesión mortuoria.
–Mira-mira-mira-mira cómo vienen bajando luces.
–Ahora sí.
–Mira-mira-mira qué luces más claritas.
–Ahora sí.
–Ahora sí vienen bajando.
–Mira-mira, mira la caravana completa, hijo.
A la mañana siguiente charlé con un veinteañero de Santa Clara que pidió que no apareciera su nombre. Estaba casado, sin hijos y tenía intención de irse a EE UU. Ya lo había intentado una vez, pero la balsa que esperaba no apareció.
–¿Qué te atrae de allá?
–El sueño americano, pero eso nunca se va a dar. La idea que yo tengo es ir, trabajar hasta que me dé la salud y con todo ese dinero que yo haga virar pacá a pasar mi vejez en Cuba, porque aquí con dinero es donde mejor se vive.
A sus 27 años, no recordaba mucho de la desoladora crisis de los noventa, pero sí que criaban cerdos en casa. “Imagínate tú, en un quinto piso”.
–¿Y qué es lo mejor que le ha pasado a Cuba en los últimos años?
Respondió como un rayo:
–Obama. Eso es lo mejor que ha pasao aquí.
Un amigo hizo un comentario racista. Él siguió.
–Y ahora el Donald Trump, qué bolá con el Donald Trump ese, ¡eso es un animal millonario!, ¡eso es un animal con dinero! –gritó excitado.
–¿Y en política nacional, que es lo mejor que ha hecho Raúl Castro?
–Hacer negocios con EE UU –terció su amigo.
–Él te lo ha dicho –convino el otro–, hacer negocios con EE UU. Fidel con EE UU no se entendía, ni atrás ni alante.
Y quiso aclarar que “Fidel también tenía cosas muy buenas”.
“Mira, todas las ollas arroceras que hay en mi casa las dio él. Todos los televisores esos rusos los cambió por los de China. Los refrigeradores, todos lo cambió, todos, todos. Los ventiladores. En mi casa había tres ventiladores, ¿y los tres tú sabes qué eran? ¿Tú nunca has visto una lavadora rusa? Se llamaba Aurika. La gente cogía el motor de la secadora pa hacer ventiladores. Echaba un fresco eso…, pero hacía una buuulla… Y andaba toda la casa. El ventilador tú lo ponías en la corriente, te acostabas a dormir y cuando te levantabas estaba en la sala. ¡Caminaba la casa entera! Si el cable era muy largo, él caminaba la casa entera, ¡al fijo que la caminaba entera! Hubieron gente con pies cortaos porque el ventilador se les fue arriba de una pata. Y Fidel los cambió todos”.
Camagüey, viernes 2 de diciembre. Mario Vallejo tiene 73 años y alquila cuartos en su casa, uno de los negocios más representativos de la incipiente economía privada cubana. En los años de la lucha contra Batista, de adolescente, ayudó a una columna rebelde. Tras el triunfo de la revolución participó en la creación del Ministerio del Interior, donde estuvo cuatro años “haciendo trabajo de oficina” antes de pasar a un organismo forestal. Su hijo es presentador de televisión en Miami. Crítico acérrimo del Gobierno cubano, a veces consigue un permiso y vuelve de visita. Es una de tantas familias que anhelan poder reunirse con normalidad: “Pero ya estamos muy viejos y es posible que no veamos esa convergencia”, lamentó Vallejo frente a su libro de registro de huéspedes.
“Era el pensador más grande del mundo”, dijo el veinteañero de Santa Clara. “Olvídate de eso, el tipo lo tenía todo pensao siempre. Tú ibas a hacerle una jugada y él tenía dos jugadas o tres por arriba de la tuya, ¡al fijo!”.
–¿Cuál crees que fue su mayor defecto?
–¿El mayor defecto de Fidel? No hacer negocios con los americanos, pienso yo. Tenía que haber hecho negocios. En eso Raúl sí fue inteligente.
–¿Crees que EE UU os va a ayudar a vivir mejor?
–Claro que va a ayudar. A esto le hace falta algo de capitalismo, aunque sea un poquito de capitalismo.
–¿Tu generación le tiene rencor a EE UU?
–¡Yo! ¡Si yo estoy loco por irme pallá! ¡Loco estoy yo por irme pallá! Namás que se me presente la oportunidad, pa que tú veas. Y no es porque yo esté en contra de esto aquí ni nada de eso. Es la economía, la e-co-no-mía bróder.
Abrió la cartera para enseñarla. No tenía dinero. Esa mañana sólo llevaba un billete timbrado en 1958 que usa desde hace años como amuleto.
La Habana, sábado 26 de noviembre, un día después de su muerte. En el restaurante El Españolito, un cuartucho desaseado en la planta baja de un edificio del Malecón, Paco Losas golpeaba un filete a mazazos. “Lo hacen así pa estirarlos, lle como si dijeran en España un bocadillo de pollo”, explicó con dialecto asturiano. El negocio, dijo, era de un amigo cubano que estaba a su lado. “Yo paso aquí los inviernos”. Un muchacho con cadenas doradas al cuello cobraba los bocadillos y le entregaba el dinero a Losas, que recordaba el impacto de la noticia de la noche anterior. “Dijeron que muriera Fidel y quitáronseme las ganas de comer”. “Yo no tengo nada en contra ni a favor de él”, dijo, y luego sopesó: “Nosotros allí vivimos otra libertad, pero yo aquí estoy muy a gusto”.
La urna de Castro fue depositada en su monolito el domingo 4 de diciembre, día de Santa Bárbara y del dios africano Changó, cuya fecha se celebra con toques de tambor. Esta vez el culto se pospuso un día por el luto nacional.
–¿Entonces son hoy los toques?
–Sí –afirmaba el lunes el vigilante del cementerio.
–¿Vas a ir a uno?
–¡Claro!, en todo Santiago va a haber toques.
Feliberto López Nordet se había aburrido de fumar del puro y se había prendido una pipa de madera con la boquilla rota. Atardecía y en la otra punta del cementerio grupos de bachilleres desfilaban ante la tumba del Comandante.
–¿Tú sabías que aquí en Cuba había cagüeiros?
–¿Qué son?
–Eran personas que estaban hablando contigo y se desaparecían. Mi abuela me contaba eso, que aquí había cagüeiros. Pa que tú sepas.
Feliberto dijo que su abuela también le contó que antes de que él naciera “se le ponían límites al culto africano”, y habló de un viaje de Castro “al Congo” en el que según él habría descubierto los poderes de la santería –“¡Coño, cualquiera mata con esto!”, lo imaginó– y optado por mantenerla bajo control en Cuba.
Un señor con glaucoma acudió al cementerio con su nieta en brazos. Estaban cerrando y el personal de seguridad apremiaba a salir. Leonardo Pérez se paró frente al monolito y le pasó la niña a la abuela.
“Por favor, adelante, es hora de cerrar” –le dijeron.
Se escuchó un redoble de tambores de la Guardia de Honor.
“Continúe, por favor” –oyó sin moverse.
Delante de la roca de granito con la placa que ponía Fidel, Leonardo Pérez, nacido en 1958, echó la mano al bolsillo y sacó sus gafas de ver.
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