De la celda a la urna
Virginia permite por primera vez el voto a exreclusos, lo que puede ser determinante en las elecciones
Kelvin Manurs, un hombre negro de 48 años, habla de su “otra vida”. Esa vida terminó en 2014 cuando cumplió cinco años de prisión por tráfico de drogas. El pasado 5 de octubre completó su libertad condicional. El estigma, sin embargo, persiste. Por culpa de su paso por la cárcel perdió su empleo como conductor y no podrá votar en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre.
Pero algo está cambiando en Virginia, el Estado en el que vive Manurs, para que ese pasado comience a ser más irrelevante. El gobernador Terry McAuliffe aprobó en agosto un decreto que restaura el derecho a voto a unos 13.000 exreclusos. Virginia era uno de los cuatro estados de Estados Unidos que denegaba de por vida la participación electoral a personas que habían estado entre rejas, lo que se origina de la Guerra Civil y afecta especialmente a afroamericanos.
Inicialmente, el demócrata McAuliffe restableció el voto a 206.000 excarcelados, pero la Justicia, tras un recurso del Partido Republicano, lo invalidó al considerar que el gobernador se había extralimitado de sus potestades. McAuliffe decidió entonces restaurar el derecho solo a las cerca de 13.000 personas que ya se habían registrado para votar tras el decreto y dejar para más adelante las restantes. Eso excluye, por ahora, a personas como Manurs.
Los tribunales avalaron la medida. Los demócratas la enmarcan en la lucha por los derechos civiles. Los negros suponen el 19,4% de la población adulta de Virginia y el 53,8% de los que no podían votar, según datos de Advancement Project, una organización que apoya el decreto del gobernador. Los republicanos acusan a McAuliffe de querer fomentar la participación demócrata el 8 de noviembre. En Virginia algunas elecciones se deciden por un margen estrechisimo -de unos 5.000 votos- y será un Estado clave en la contienda entre la demócrata Hillary Clinton, que encabeza las encuestas, y el republicano Donald Trump.
Manurs, que vive en Herndon, un suburbio a las afueras de Washington, sostiene que el veto electoral a los convictos estaba “muy motivado racialmente” y proviene del legado de Virginia, que acogió la capital de los Estados sureños esclavistas de la Confederación en el siglo XIX.
Tras su salida de la cárcel, Manurs, que participó en la guerra del Golfo, se reconcilió con su esposa, con la que tiene una hija, y fundó Arm and Arm (Brazo y Brazo), una organización que ayuda a exreclusos a reintegrarse en la sociedad y enterrar las sombras del pasado. El veterano promueve estos días la participación electoral de la comunidad negra. Recorre el norte de Virginia repartiendo los papeles para registrarse a votar en las elecciones.
Le sorprenden la apatía y la desinformación. Hace poco, explica, conoció a un hombre que estuvo brevemente encarcelado por un delito en los años setenta. “Nunca ha votado”, lamenta Manurs en una entrevista en su casa en Herndon. Ese hombre desconocía el decreto del gobernador. Otros que no han pisado una cárcel le contestaban que votar no sirve de nada. Su forma de tratar de convencerles era hablándoles de los problemas locales, de que si quieren mejores viviendas o parques tienen que participar en los comicios. “Yo sé que puedo marcar la diferencia. Yo sé que cuento”, asegura.
Si él pudiera votar el día 8, lo haría por Clinton porque le parece el mal menor ante Trump. Su preferencia era el senador Bernie Sanders, que perdió las primarias demócratas contra Clinton, porque anteponía los “problemas de la gente” a los del Gobierno.
Alternativas a la cárcel
Manurs, nacido en Michigan, llegó al área metropolitana de Washington en 1989 como parte de su destino en el Ejército. Entonces, ya tenía problemas de alcoholismo. Tras dejar el Ejército en los años noventa, inició su declive. Del alcohol pasó a la adicción al crack. Deambulaba como un cadáver por las calles de la capital estadounidense. En los 2000 se convirtió en un acaudalado traficante de drogas. Le fascinaba el sentirse importante. Tenía una doble vida: le decía a su esposa que vendía coches. Hasta que su vida real entró de lleno en su casa en 2008 cuando la policía lo arrestó delante de su mujer e hija.
La cárcel, dice Manurs, le salvó. “Fue una situación de cambio de vida”, subraya. Le ayudó a reflexionar a la vez que se hizo más religioso. Asegura que se dio cuenta del daño que estaba haciendo a su familia y de su falta de rumbo. Empezó a pensar en su organización, que impulsó fuera del penal con la ayuda de una iglesia local. El objetivo es asesorar a expresos para que tomen “decisiones saludables y proactivas”. Uno de los secretos, explica, es no juzgarles y evitar que caigan en el desánimo y en la tentación de volver a delinquir.
Manurs reniega del término exrecluso. Habla de “ciudadanos retornados” porque significa “mirar hacia adelante” con los “derechos recuperados”. Defiende las actividades de Arm and Arm como una alternativa a la encarcelación masiva en EE UU, que afecta desproporcionadamente a negros y supone una “mancha” que les persigue. “¿Por qué un acto individual tiene que identificar a una persona y a su familia el resto de sus vidas?”, se pregunta.
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