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Columna
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Olvídense de los especialistas en imagen: sean ustedes mismos

Los políticos ganarían en dinero y en eficacia si en vez de dejarse plasmar artificialmente aprendieran a presentarse tal como son

Juan Arias

Los políticos y personajes famosos gastan tiempo y dinero con jefes de imagen que les maquillan su forma de presentarse en público. Se equivocan, ya que la mejor presentación y la más convincente es la autenticidad.

Muchas veces, incluso, dejan que destruyan lo mejor del personaje para presentarlo, artificialmente, sin identidad propia.

De hecho, los políticos con mayor fuerza pública son aquellos que se presentan con sus cualidades y defectos, sin convertirse en robots inexpresivos o irreconocibles.

Pongamos el ejemplo, del expresidente brasileño Lula, uno de los políticos más carismáticos. Y lo es, justamente, porque no se esconde bajo apariencias que no le corresponden. Y cuando trató de hacerlo, le salió mal.

¿Imaginan un Fellini domesticado por un jefe de imagen? Un delito humano y artístico. Él era un genio porque sabía ser él y no otro

El Lula que gusta o disgusta a la gente es el auténtico, el que habla el lenguaje vivaz de los trabajadores en los bares de las periferias de las grandes ciudades brasileñas, de cuando era tornero y sindicalista y no un elegante político vestido de Armani.

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Imagínense a Lula, que en vez de usar su lenguaje repleto de palabrotas e interjecciones fuese por ahí recitando latinajos prestados de Cicerón.

E imagínense, al revés, al presidente interino Michel Temer soltando palabrotas. A él sí le caen bien las sentencias latinas de los clásicos, que conoce, y los florilegios de la gramática que domina.

Todo lo que signifique alejarse de la propia identidad desnaturaliza al personaje y le resta densidad y credibilidad.

Eso ocurre no sólo con los políticos, sino también con los artistas y los pensadores. Nada acerca más a la gente que ser como se es. Y eso no cuesta dinero.

En mi larga carrera periodística tuve ocasión de conocer y entrevistar a cientos de personajes. Los más interesantes, aunque a veces resultaron los más duros de lidiar, fueron siempre los que se presentaban como ellos mismos, sin máscaras ni maquillajes.

Recuerdo, por ejemplo, en Italia, mi primera entrevista con el genial cineasta, Federico Fellini, autor de obras inmortales como Roma o La dolce vita.

Fellini fue siempre, y nunca lo escondió, un adolescente lleno de manías que a veces te desesperaba y otras te embelesaba. Pero era siempre él, no aceptaba ser entrevistado sin su sombrero de fieltro calado y sin su bufanda aunque fuera verano.

Me lo habían advertido y acudía a esta primera entrevista precavido. Me recibió con todos sus atuendos y haciendo dibujitos en una hoja blanca de papel mientras yo le hablaba. Cuando le hice la primera pregunta, sin levantar los ojos del papel, me espetó: "¡Vaya pregunta estúpida!". Me mordí los labios y volví a repetírsela como si no le hubiese escuchado. Le había preguntado cómo nacen los títulos de sus películas. Intentó escabullirse llamando a su secretario Vicentinho, de unos 100 kilos, para que me respondiera él. Nos miramos los dos, y esa vez gané la batalla. Dejó de dibujar y mirándome, me dio una respuesta magistral. Me dijo que los títulos iban creciendo como el hijo en el vientre de la madre, hasta que tomaban forma y surgen. Me lo explicó a la manera de Fellini, como el genio que era.

¿Imaginan un Fellini domesticado por un jefe de imagen? Un delito humano y artístico. Él era un genio porque sabía ser él y no otro, ni mejor ni peor. Sólo él.

También en Italia, el mayor escritor de la mafia, el siciliano Leonardo Sciascia, era un avaro de palabras. Decía que sobraban el 80% de las que pronunciamos. También era difícil entrevistarle, porque respondía con un substantivo o un adjetivo. En aquellos años, la mafia mataba a jueces y a policías. Le pregunté qué era para él Sicilia y me respondió: "No es sólo mafia". Tenía razón. Sicilia fue, es y será, un patrimonio de la Humanidad. Cada vez que lo recuerdo quiero que algún periodista me pregunte qué es Brasil para responderle como él: "No es sólo violencia y corrupción", porque este país es infinitamente más amplio que sus políticos corruptos.

Una vez, comiendo en la pequeña cocina de su sencillo piso de Palermo con él y su esposa María, ésta le dijo: "Leonardo, tenemos que cambiar la nevera". Él le preguntó: "Pero María ¿aún funciona?". "Sí, funciona; pero es muy vieja". Y él: " ¡Pero si funciona!". Todo un doctorado de anticonsumismo. Así son los grandes genios. Fue la voz de la conciencia de Italia con sus artículos en Il Corriere della Sera, en los años oscuros del terrorismo.

Sciascia era él y sólo él. De ahí su fuerza intelectual y moral.

Murió alertando a los jueces asesinados por la mafia que no se dejasen contagiar por el "humo de la fama", que podía acabar sacrificándoles inútilmente.

Una vez que le pregunté si creía en la inocencia y me respondió: "No, porque no existe ni en los niños".

Y fue justamente en Italia un político quien, siendo aún yo un joven estudiante, me conquistó por su seriedad, austeridad y personalidad, sin que hubiera sido moldeada por especialistas de marqueting. Me refiero al que era el líder del Partido Comunista, Enrico Berlinguer. Aquel sardo, hecho de raíces como los pastores de su tierra, era otro avaro de palabras, pero constituía el alma del eurocomunismo en ese momento. Tampoco le gustaba hablar ni dar entrevistas. Nunca lo conseguí, a pesar de haberle confesado que la primera vez que voté en mi vida, casi a los 40 años, gracias a haber conseguido la ciudadanía italiana, había sido por él. No se conmovió. "Es que yo soy muy lento, un elefante", me dijo un día sentado a su lado durante un Congreso de su partido.

El día en que murió, el 11 de junio de 1984, salieron a la calle para despedirle en Roma dos millones de personas, tantas como las que salieron como cuando Italia ganó el Mundial de 1982. Estaba por casualidad de visita Gorvachov y se quedó pasmado al ver la capital de la Cristiandad echarse a la calle para llorar en el funeral laico del líder del Partido Comunista.

Es que Berlinguer era más que un político. Era un personaje íntegro, como político y como ciudadano. Conquistaba por su austeridad y falta de protagonismo.

Los políticos ganarían en dinero y en eficacia si en vez de dejarse plasmar artificialmente por los especialistas en imagen aprendieran a presentarse tal como son, con sus virtudes y defectos, sin esconder nada, sin querer parecer ni mejores ni peores. Nada como ser ellos mismos. El público se lo agradecería, y el bolsillo también.

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