Cosecha de irresponsabilidad
Ha hecho correr mucha tinta, ociosa en buena parte, y hará correr mucha más, esperemos que al fin con provecho. Aunque la historia tan invocada termine acudiendo algún día a la cita, difícilmente será con aires de solemnidad celebratoria, porque difícilmente habrá algo que celebrar de tanta trascendencia histórica como la que algunos habían imaginado. No será por tanto una historia de hitos sino de meditaciones sobre acontecimientos vividos con improvisación y atolondramiento y celebrados con pompa y circunstancia cuando todavía falta la consistencia de la construcción que permanece. En buena parte, cabe ya adelantar algunos adjetivos sobre la peculiar filosofía de la historia que preside esta época declinante.
Se trataba, ante todo, de un proceso perentorio. Había que empezarlo ahora y terminarlo enseguida, sin pausas y en plazos precisos e improrrogables. Extraña paradoja para un recorrido de lentitud secular que de pronto se precipita, fuera ya de los tiempos históricos de los nacionalismos. Hay una cuestión de carácter, es cierto. Las nuevas generaciones que se han erigido en protagonistas del cambio no se sienten comprometidas con paciencia alguna. Al contrario, lo que quieren lo quieren ahora y en su totalidad, y creen que pueden quererlo y obtenerlo sin dilaciones. También hay una cuestión de oportunidad: las prisas se deben al temor respecto a la volatilidad de la coyuntura. Las crisis —financiera, monetaria, institucional, migratoria, de fronteras, del Brexit— abrieron una ventana que muy pronto se cerrará sin remedio.
Hay una causa para tanta velocidad, expresada por una fraseología política muy característica: ahora o nunca, tenemos prisa. La explicación es el carácter definitivo que se le presume al cambio de hegemonía. El propósito es hacer algo similar a una revolución, aunque la revolución de fondo, la auténtica, que es la que se da en las conciencias, ya se dé por hecha y se presente como una realidad indestructible. A partir de ahora solo se trata de acumular fuerzas, sabiendo que nada volverá a ser como antes. De ahí la irreversibilidad: puede que no sepamos a dónde vamos, pero seguro que no es el pasado. El autonomismo, el pactismo o el posibilismo no regresarán jamás, según requiere el dogma del catalanismo nuevo y plenamente emancipado.
Nada lo expresa tan bien como la metáfora de las pantallas pasadas, inspirada en los juegos digitales, propia de las generaciones más jóvenes. Por el momento la desmiente en los hechos el regreso a la reivindicación de la consulta ante el fracaso de la independencia perentoria programada para los 18 meses posteriores a las elecciones del 27S. Pero incluso este paso atrás, al igual que el paso al lado del líder carismático, o los numerosos percances, contratiempos y destrozos institucionales del soberanismo, quieren aparecer como circunstanciales y provisionales, pequeñas pausas o desviaciones previas a un renovado impulso en la recta final, un respiro para acumular fuerzas de cara a un proceso propiamente inmortal. Este es el argumento aceptado de las críticas a las prisas y los irrealismos formuladas desde dentro: como estas energías ya no se pierden, hay que seguir sumando fuerzas, con la firme convicción de que la cantidad terminará alumbrando el salto cualitativo. La independencia será un hecho por mero efecto de acumulación.
Todo esto no se entiende sin el carácter definitivo del proceso. Por extraño que parezca, que nos parezca, también los más jóvenes de ahora esperan algo definitivo y general. Y así lo supieron ver los más adultos sentados al volante, que respondieron al deseo de un futuro definitivo con el carácter ineluctable de sus propuestas, sus plazos y sus hojas de ruta. De una tacada cometieron dos pecados sobre los que deberán rendir cuentas. Mintieron. Y lo hicieron a sabiendas. Pecaron de tosco historicismo con un proceso inscrito en la esencia de una historia de desentendimiento sin remedio y de unas singularidades nacionales incompatibles que deberán culminar con la separación y la plenitud nacional.
Eran mentiras piadosas, o patrióticas. Lo hacían para seguir acumulando fuerzas, para recabar adhesiones al carro del triunfador. Un proceso que no fuera irreversible e ineluctable perdería mucho de su atractivo propagandístico. Nadie quiere verse apeado de la marcha ineluctable de la historia. Así es como se fabrica el monstruo hegeliano de una nación que obligatoriamente deberá encontrar un día al Estado que la está esperando en el momento quiliástico de la plenitud. Pero el determinismo anula la libertad y sin ella no hay ciudadanos con derechos y deberes. Que nadie espere cosechas de responsabilidad tras una siembra tan prolija en falacias y frivolidades.
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