Desmemoria maoísta
Nada que celebrar. En los próximos diez años habrá muchas ocasiones para evocar los hechos que ocurrieron hace medio siglo, pero es muy dudoso que las autoridades chinas quieran conmemorarlos. No lo han hecho ahora y no se puede esperar que lo hagan en el futuro.
La Gran Revolución Cultural Proletaria empezó oficialmente el 16 de mayo de 1966, hace 50 años, con una notificación secreta de la dirección del Partido Comunista, que solo se difundió entre los cuadros superiores, a los que se conminaba a sofocar una conspiración para instalar la dictadura de la burguesía. Su primera expresión pública fue un editorial del Diario del Pueblo quince días más tarde, titulado “Echemos todos los monstruos y demonios”, en el que se urgía a la denuncia de los burgueses y los contrarrevolucionarios que querían conducir al país de nuevo al capitalismo.
Más ocasiones para el cincuentenario. La foto de Mao, con 72 años, chapoteando en el Yang Tse, en la que se demostraba las dotes olímpicas del Gran Timonel, este próximo julio. En agosto, la primera concentración de Guardias Rojos, alentados por las soflamas de Mao, en la plaza de Tiananmen. Para 2017, los 50 años de la purga de Liu Shaoqi, primer traidor revisionista y heredero designado de Mao. Para 2021, el cincuentenario de la muerte de Lin Biao, sucesor del sucesor liquidado, en un extraño accidente aéreo cuando se fugaba hacia la maldita Unión Soviética. Zhou Enlai lloró cuando se vio como número dos del régimen, el puesto más peligroso durante la Revolución Cultural. La última ocasión para esas conmemoraciones que incomodan en China y, ¡ojo!, también a los más veteranos de la izquierda occidental, será el centenario de la muerte de Mao, en 1976, cuando quedó clausurada aquella etapa convulsa, que sembró China de violencia y caos, y entre uno y tres millones de personas muertas.
No es un asunto de conmemoraciones históricas, ni siquiera de hacer las paces con el pasado, como sucede en muchos países, sino que afecta directamente a la autoridad del Partido Comunista e incluso a la concentración del poder en manos de una sola persona, es decir, a la personalidad de Xi Jingping, el cuarto sucesor de Mao, al que se atribuyen gestos e ideas directamente inspiradas en el fundador de la República Popular. Así lo indican la concentración de poderes en sus manos, la oleada de purgas anticorrupción, el intervencionismo del partido en la economía, la represión contra los disidentes e incluso un incipiente culto a la personalidad. Quedará todavía más claro si Xi Jinping, que llegó a la cúspide en 2012, intenta permanecer en ella más de los diez años preceptivos, como su predecesor Hu Jintao, abandonando así la idea de una dirección colectiva para regresar al poder personal maoísta.
La purga iniciada hace 50 años no tenía nada que ver con las tradiciones de represión interior de los partidos comunistas, hasta el punto de que fascinó a buena parte de la izquierda mundial y desencadenó una increíble oleada de papanatismo maoísta, coincidiendo con Mayo del 68. El editorial del órgano oficial del Partido de junio de hace 50 años llamaba a los jóvenes a atacar todo lo viejo: costumbres, cultura, vestidos e ideas para sustituirlos por otros nuevos. Era el estreno de la moda Mao que prendió en todo el mundo, con sus casacas de cuello redondo y sus gorras, el Pequeño Libro Rojo, los murales espontáneos o dazibaos en las universidades y los guardias rojos vociferantes y fanáticos, dedicados a acosar a burgueses, burócratas y revisionistas.
Una generación entera fue adoctrinada para que pusiera en práctica violentamente las nuevas consignas, de forma que en pocos días las viviendas burguesas y los templos fueron arrasados, los profesores vieron contestada su autoridad y muchos cuadros del partido se vieron conminados a confesar sus crímenes de viejos reaccionarios. La purga enfrentó a líderes y organizaciones unos con otros y destruyó lo que quedaba de la sociedad china tradicional hasta situar el país al borde la guerra civil y obligar a la intervención del ejército, todo bajo la orientación del llamado Pensamiento-Mao-Zedong, que se añadió con su guión al marxismo-leninismo como ideología de la ortodoxia revolucionaria.
Solo Mao quedó a resguardo, envuelto en un culto casi religioso, que se mantuvo tras su muerte, momento en que la revolución se dio por terminada. Una resolución oficial de 1981 da por bueno el balance de Mao en un 70 por ciento y condena el 30 por ciento restante, a cuenta de sus últimos diez años de aventurismo irresponsable, aunque su memoria ha quedado preservada en los billetes de banco, en el mausoleo de la plaza de Tiananmen, lugar todavía de culto con sus largas colas para ver el cadáver o más probablemente su doble en cera y, sobre todo, en la desmemoria sobre sus crímenes.
En diez años de Revolución pasaron muchas cosas y ninguna buena. Millares de cuadros fueron deportados a campos de reeducación y los estudiantes revolucionarios terminaron trabajando en durísimas tareas agrícolas. La memoria de la época es terrible y dolorosa, y afecta a todos, incluidos los dirigentes. A las vidas perdidas o destrozadas, las instituciones clausuradas y la economía devastada, se sumaron carreras interrumpidas, estudios abandonados, familias dispersadas y amistades rotas. Las pérdidas afectaron a la cultura, las creencias, la dignidad y la confianza entre personas. Según el historiador Frank Dikötter, Mao obtuvo exactamente el resultado contrario al que buscaba: “En vez de luchar contra los restos de la cultura burguesa, subvirtió la economía planificada y vació el partido de ideología, en resumen, enterró el maoísmo”. Sin saberlo, preparó el país para combinar mercado libre y hegemonía comunista.
Gracias a Mao con la Revolución Cultural y a Deng Xiaping con la represión de la revuelta de Tiananmen en 1989, el Partido Comunista consiguió rehuir dos fantasmas que le hacían temer por su futuro, es decir, por la pérdida del poder. El primero se llamaba Nikita Jruschov, el dirigente soviético que denunció los crímenes de Stalin y el culto a la personalidad, identificado por Mao con el demonio del revisionismo y combatido a partir de la Revolución Cultural hasta dividir el movimiento comunista internacional, de forma que proliferaron partidos maoístas en todo el mundo, enfrentados a los partidos comunistas tradicionales, más moderados y reformistas, y amigos de Moscú. El segundo es Mijail Gorbachev, el dirigente comunista que no utilizó las armas contra el pueblo y abrió las puertas a la democracia y al pluralismo hasta liquidar el bloque soviético.
Para los dirigentes comunistas, siempre mirándose en el espejo de la Revolución Rusa, la entera historia del Partido Comunista, incluida la Revolución Cultural, merece ser defendida en bloque porque explica el éxito actual del socialismo capitalista chino dentro de la economía globalizada. Su desmemoria es cínica y selectiva: aprueba calladamente los efectos, que han conducido a China donde está ahora, pero lamenta los métodos, que se propone no repetir y que sabe utilizar para mantener los reflejos conservadores de una sociedad decididamente hostil a las revueltas y a la inestabilidad.
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