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El conquistador “sangriento” no descansa en paz

Los restos de Pedro de Alvarado, conquistador de Guatemala, reposan en la catedral antigüeña, sepultado casi clandestinamente

La catedral de Santiago de los Caballeros de Guatemala, donde se encuentran los restos de Pedro de Alvarado.
La catedral de Santiago de los Caballeros de Guatemala, donde se encuentran los restos de Pedro de Alvarado.

Si hay un personaje denostado por la historia oficial es Pedro de Alvarado, el capitán extremeño conquistador de Guatemala. Desde el primer contacto de los niños con la historia se les enseña, como prototipo de crueldad, las barbaridades cometidas por Alvarado y sus huestes. Los historiadores coinciden en destacar su salvajismo. Ahora, la vida parece pasarle factura a sus huesos, que no descansan en paz.

Alvarado, se lee en los libros de texto, murió en 1541 en el Estado mexicano de Zacatecas, arrollado por el caballo de un compañero, jinete inexperto, cuando huía de un contraataque de los indios chichimecas. Fue sepultado en la iglesia de Tiripetío, en Michoacán, y traído a Guatemala en 1568 por su hija Leonor. Una cripta en la catedral de Santiago de los Caballeros de Guatemala, la actual Antigua, estaba preparada para recibir los restos del fundador de la ciudad. Fue el inicio de un extraño periplo de los huesos de Alvarado, que no llega a su fin. “A principios de los años cuarenta del siglo pasado y sin que a estas alturas se explique mucho el porqué se abrió la cripta donde, según la tradición, está sepultada la familia Alvarado”, cuenta a EL PAÍS Carlos Enrique Berdúo, cronista de La Antigua Guatemala. La exhumación permitió identificar el cuerpo del conquistador de acuerdo con los criterios de la tradición, sin que nunca se hayan practicado pruebas científicas que lo demostraran. Como su figura siempre ha sido polémica y marcada por la leyenda negra, las autoridades no sabían qué hacer con aquellos huesos. En consecuencia, fueron depositados en un cofre de madera y enviados en depósito al juzgado de paz.

Como su figura siempre ha sido polémica y marcada por la leyenda negra, las autoridades no sabían qué hacer con aquellos huesos

“Desde aquella época hasta 1976”, narra el cronista, “la caja de madera que contenía los restos permaneció junto al escritorio del juez, porque nadie los reclamaba”. Cuando el terremoto que el 4 de febrero de aquel año asoló medio país y hubo necesidad de buscar una nueva sede para el juzgado, su titular consideró que lo prudente era entregar esos restos al Consejo Nacional para la Protección de La Antigua Guatemala, entidad encargada de velar por una ciudad declarada por la ONU Patrimonio Cultural de la Humanidad. Una brasa para la institución que, dada la importancia histórica del personaje, los mantiene en custodia y cuyos dirigentes no se ponían de acuerdo con respecto a qué hacer con ellos. “Finalmente se les busca un lugar en una bodega junto a otros materiales arqueológicos”, explica Berdúo.

Ya en la década de los ochenta, el Concejo de La Antigua decidió que, al margen de las pasiones que Alvarado todavía despierta en Guatemala, no podía perderse de vista que es el fundador de la ciudad y, en consecuencia, debería ser sepultado junto a otros personajes ilustres. “El Ayuntamiento mandó construir un monumento para sus restos. La idea era que ahí quedara sepultado el personaje, en un sitio de honor”, explica. “Pero debido a las pasiones y otras reacciones contrarias generadas por la conmemoración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, se decidió postergar el traslado”.

Ante el ambiente un tanto crispado, el Ayuntamiento prefirió dejar que el paso de los años calmara los ánimos. Hacia 1998 sus restos fueron depositados en una de las alacenas del Salón Mayor del Ayuntamiento, donde permaneció hasta diciembre de 2007, cuando el Consejo tomó la decisión de que sus restos volvieran al lugar de donde 70 años atrás habían sido retirados, tras alcanzar un acuerdo con las autoridades eclesiales. Así, en privado, de forma casi clandestina, se abrieron las bóvedas de la catedral para que los huesos de Pedro de Alvarado fueran depositados en el nicho que originalmente había ocupado, junto a su esposa Beatriz y sus hijas Leonor y Luisa, aunque todavía, si las circunstancias lo permiten, puedan ser trasladados al monumento construido para él en el cementerio antigüeño.

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