Los nuevos Medici y Borgia
Facebook y Google usan nuestra libertad para dignificar su concentración de poder
Los procesos modernos —desde las primaveras árabes hasta las manifestaciones contra la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, pasando por el desalojo del presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina— se caracterizan por el empoderamiento de los ciudadanos. La paradoja es que, al mismo tiempo que se produce esta explosión de libertad sin precedentes, nunca habían sido tan poderosos los controladores como ahora. Apenas son 10 las compañías que hacen posibles las sociedades del siglo XXI.
Como ya ocurrió en la transición del Medievo al Renacimiento, estamos en un momento en el que las instituciones se suman a los poderes y además tienen la capacidad no sólo de condicionar nuestra vida, sino de definir cómo serán los próximos años. Y así como los Medici o los Borgia utilizaron el arte para dignificar su enorme poder, hoy las operadoras telefónicas y las empresas tecnológicas usan nuestra libertad para dignificar uno de los mayores procesos de concentración de poderes en la historia. En ese sentido, el ejército de expertos en algoritmos, es decir, los algoristas se han convertido en los verdaderos dueños del presente y del futuro.
Este nuevo Renacimiento que vivimos está formado por tres elementos: la soberanía de los ciudadanos, las grandes compañías de telecomunicaciones y los gigantes tecnológicos.
Sin embargo, no hay ningún Gobierno en el mundo capaz de controlar las plataformas que nos hacen libres. Las tecnologías no sólo han cambiado nuestras vidas, sino que también han cambiado los Gobiernos que pierden el control de las estructuras centralizadas. Está claro en el caso de América Latina con compañías como Telefónica y América Móvil, y en otras partes del mundo con empresas como Deutsche Telekom y AT&T.
El problema radica en que nadie las puede limitar. No sólo por sus enormes capacidades tecnológicas, sino porque su capacidad operativa supera cualquier mecanismo de vigilancia gubernamental que pudiera establecerse. La única esperanza de que su poder no termine devorándonos son las disputas que ya empiezan a generarse entre ellas.
Ahora, por una parte, están las grandes operadoras telefónicas que realizan inversiones gigantescas en fibra óptica e infraestructura, y, por otra, las empresas de tecnología como Facebook y Google, altamente políticas, sumergidas en una lucha con las operadoras para saber hasta dónde es legítimo que tomen y utilicen la información que generamos y en la que otros invierten.
Pero, además de la lucha que define el legítimo beneficio para unos y para otros, la gran duda sigue siendo quién puede fiscalizarlas sin recurrir a un procedimiento traumático, antidemocrático y contrario a la marcha de la historia como hace, por ejemplo, Pekín cuando impide el establecimiento de Facebook o interrumpen la señal de Twitter. Su capacidad y poder es tal que se consideran capaces arreglar distintos problemas desde la educación hasta la expresión democrática, reemplazando funciones antes reservadas a los Estados o a la prensa.
En ese sentido, el desplazamiento de los métodos económicos tradicionales a los monopolios de las nuevas realidades, obliga a que sociedades y Gobiernos —especialmente, los de América Latina— hagan un gran esfuerzo por no quedar relegados, ni estar 10 o 20 años por detrás de los que ahora creen tener la obligación de administrar y controlar.
Actualmente, los algoristas se han convertido en lo que fueron los sumos sacerdotes económicos tras Bretton Woods y la Segunda Guerra Mundial. Marcan lo bueno y lo malo, ya que su trabajo y sus previsiones delinean los pasos a seguir. El problema es que eso también tiene que estar equilibrado por los Gobiernos a fin de ejercer la labor controladora que les otorgan los ciudadanos y las constituciones de cada país.
Sea como sea, hay que ser conscientes de que, mientras a Rousseff se le prepara un impeachment, las reformas de Peña Nieto entran en crisis y el voto latino decide si es Hillary Clinton o algún republicano el que ocupará la Casa Blanca, estamos presenciando un fenómeno donde nadie controla a los controladores o, dicho de otra forma, nadie vigila a los que nos otorgan la capacidad de expresar nuestro sentimiento, nuestra opinión y, hasta cierto punto, nuestros votos.
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