Una ciudad pendiente de la horca
Viaje a Adua, donde viven la mayoría de los 183 hermanos musulmanes condenados a muerte
Una lágrima recorre su rostro hasta fundirse en el hiyab.Con sus manos rollizas, repletas de surcos, agarra con fuerza la fotografía de su marido y la aprieta contra el pecho. “Es inocente. Nunca se metió en política... Vivimos en un clima de terror. Basta con que alguien te denuncie por ser de los Hermanos Musulmanes, aunque sea mentira, para que te arresten”, explica entre sollozos esta campesina que prefiere mantener su anonimato. Los nombres de su esposo y su hermano figuran en la lista de sentenciados más larga y arbitraria de la historia contemporánea de Egipto. Son 183 personas condenadas a la horca de un plumazo.
Aparte del guía supremo de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Badie, los condenados proceden de Adua, una urbe polvorienta de 100.000 habitantes, de casuchas humildes y con un fuerte hedor a ganado, situada en la provincia sureña de Minia, a 250 kilómetros de El Cairo. Es uno de los principales feudos de la Hermandad, el movimiento islamista que fue desalojado del poder después de un golpe de Estado el pasado 3 de julio. Allí tuvo lugar la más violenta venganza de los islamistas después de que centenares de sus correligionarios murieran cuando las fuerzas de seguridad dispersaron brutalmente una protesta en El Cairo. Corría el mes de agosto, y una multitud asaltó e incendió la comisaría de Adua, provocando la muerte de un agente y heridas a otros 20.
Condenaron a mi padre y a 16 miembros de mi familia. Dos están detenidos, el resto está de viaje
Los Abdel Aziz no rechazan, como otros, su pertenencia a la Hermandad. En su puerta hay una pegatina con una balanza, el símbolo del brazo político del grupo. El patriarca, Mohamed Abdel Aziz, fue diputado islamista durante seis años en la Asamblea Popular. “Además de mi padre, otros 16 miembros de nuestra familia extendida figuran entre los condenados. Pero solo dos están detenidos, en la cárcel. El resto se encuentra de viaje”, explica Shamaa con una media sonrisa que da a entender que son fugitivos de la justicia y fueron juzgados in absentia. “Estamos en contacto con ellos. No han abandonado el país”, responde al ser cuestionada por su paradero.
A su lado, sentadas en el sofá de un comedor espacioso y aseado, su madre y Heba, su hermana menor, las tres vestidas de riguroso negro. “Yo soy ama de casa, no tengo trabajo. Estamos sobreviviendo gracias a los ahorros, y a las ayudas de los familiares y de los otros miembros de los Hermanos Musulmanes en el pueblo”, cuenta la oronda esposa del político huido. Los miembros de la cofradía islamista son conocidos por su disciplina y profunda solidaridad grupal.
Menuda y enjuta, pero con un fuerte carácter, Shamaa no tiene reparos en hablar de política, mientras sostiene en sus brazos a su único hijo: “Este régimen es más represivo y violento que el de Mubarak. A Al Sisi le auguro un final peor que el de Gadafi”. Aunque el Gobierno egipcio ha declarado a la Hermandad “grupo terrorista” y sus protestas desembocan a menudo en incidentes violentos, sus portavoces y militantes reiteran que su lucha es estrictamente no violenta. También en Adua.
“Aquel día la gente salió a la calle indignada por la masacre que había ocurrido en El Cairo”, recuerda la joven en referencia a la matanza de Rabá, de la que su hermana Heba salió ilesa. “Nos congregamos en la comisaría. Entonces, un grupo de matones, de la mafia local, asaltó la comisaría para liberar a sus compañeros detenidos. Nosotros, los Hermanos, no tuvimos nada que ver. De hecho, gritamos para disuadirlos”. Su retórica pacifista contrasta con un gran adhesivo en la pared del comedor en solidaridad con la franja palestina de Gaza. En la fotografía, se ve un hombre con el rostro cubierto por una kufiya, el tradicional pañuelo palestino, sosteniendo un lanzagranadas.
Al mediodía, y bajo un sol de justicia, Adua parece un pueblo fantasma. Pocos lugareños se aventuran a salir a la calle. Y los que lo hacen, miran con recelo a los forasteros. Se palpa la tensión en el aire a raíz de la condena que, de forma más directa o menos, ha tocado prácticamente a todas las familias del pueblo. “El hermano de uno de los condenados salió por la televisión criticando al Gobierno, y al día siguiente lo arrestaron y lo torturaron”, cuenta un joven barbudo que trabaja de camarero en uno de los cafés del pueblo.
A unos 500 metros de la residencia de los Abdel Aziz se encuentra la sede provisional de la comisaría de Adua, situada en un antiguo centro social del Ministerio de Juventud. Dos tanques, una barrera de un metro y medio de ladrillos blancos y media docena de soldados desganados la protegen. La vieja comisaría está siendo reconstruida después de haber quedado totalmente calcinada, como atestiguan los restos de hierro negruzco de la decena de vehículos de la policía local. Ahmed, el vicecomisario, es un hombre de mediana edad, cabello ralo y aires de suficiencia. Como buen oficial de la policía egipcia, luce un fino bigote.
“Hay que castigar a los que quieren destruir el Estado”, zanja un oficial de policía. La comisaría fue asaltada en agosto
“Muchos han criticado la sentencia por la elevada cifra de condenados. Pero la toma de la comisaría no lo hizo un grupo reducido, sino docenas de personas. Por lo tanto, es normal que la sentencia sea masiva. Hay que castigar a aquellos que quieren destruir el Estado”, dice, mientras va pasando un rosario con su mano izquierda. Su tono es firme y su mirada intensa, sin lugar para la compasión. Culpa a la Hermandad del asalto, y niega la versión que atribuye su autoría a las mafias.
“Su objetivo era tomar el recinto para apoderarse del arsenal de armas y así continuar cometiendo fechorías”, asegura. Sus palabras destilan el mismo odio que ha convertido a las instituciones públicas en una engrasada maquinaria de reprimir simpatizantes islamistas. En un año, el saldo es estremecedor: más de 2.000 muertos y cerca de 20.000 detenidos.
El sur de Egipto registra la mayor proporción de cristianos. En la provincia de Minia rondan el 30% de la población. Pero en Adua apenas son un puñado. Allí, bajo un manto de cordialidad, prejuicios, recelos y complejos de superioridad moral, abren una brecha en la relación entre musulmanes y cristianos. “Los coptos de Adua debemos rezar en nuestras casas porque no nos dejan edificar un templo. En Adua no hay iglesia”, confiesa Ashraf, un taxista que pertenece a una de las más de cien familias cristianas de la localidad.
El templo más cercano está en Beshala, una aldea situada a unos 15 kilómetros. La noche del asalto a la comisaría ardió al igual que otras 40 iglesias de la provincia. “Vinieron por la noche, cuando ya dormíamos. No sabemos quiénes eran. Islamistas, supongo. Era gente de fuera del pueblo”, evoca Makram, uno de los pocos coptos de la localidad, un anciano desdentado ataviado con un turbante y una galabiya, la tradicional túnica de los campesinos egipcios.
Makram tiene una visión más positiva de la convivencia en la zona. “Las relaciones entre cristianos y musulmanes son muy buenas aquí. Nuestros hijos van al colegio con los musulmanes. Ellos nos invitan a sus fiestas religiosas, y nosotros hacemos lo propio con las nuestras. Los coptos no vivimos segregados. Todos somos hermanos”, agrega, recitando el mensaje tradicional de las autoridades eclesiásticas.
En los últimos 10 meses no se han registrado en la provincia de Minia nuevos pogromos contra los cristianos. Ahora bien, sí se han producido numerosos secuestros de coptos por parte de las mafias. Por su condición de minoría sumisa, los coptos son unas víctimas más propicias. “Confiamos en la voluntad de Dios”, afirma Makram mientras mira de reojo a los soldados que construyen una nueva iglesia que el Ejército financia. La devoción religiosa parece ser lo único que tienen en común los diversos protagonistas del drama de Adua. “Saldremos victoriosos. Alá pone a prueba la fe de los mejores entre los musulmanes. Esta persecución es un examen”, dice convencida Shamaa. Incluso Ahmed, el vicecomisario, apela a Alá en su batalla contra la Hermandad antes de dar por concluida la entrevista porque es la hora del rezo.
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