Los límites del diálogo
Nada se podrá hacer sin diálogo. Ni lo más, ni lo menos. Eso es algo con lo que no todos están de acuerdo. Algunos exigen líneas rojas en cuanto se habla de diálogo. Solo se puede hablar de cómo y cuándo celebrar la consulta para la independencia, dicen los de ese lado. De todo se puede hablar excepto de cualquier cosa que atente contra la unidad sagrada de la patria, responden del otro. El problema no es por tanto el diálogo que unos y otros aplauden, sino su contenido y su alcance. Las diferencias no versan sobre lo que se puede decir cuando se dialoga sino sobre lo que está implícitamente prohibido o limitado.
Todos los que trazan líneas rojas son enemigos del diálogo. Su idea del diálogo es meramente instrumental, y en consecuencia engañosa: hablar para ganar tiempo, sacar un provecho circunstancial antes de la ruptura o cargarse de razones. Ese es uno de los usos más irracionales que se pueda hacer de la razón: en vez de creer en la argumentación racional y en la dialéctica entre dos posiciones, se fía todo a la retórica de la convicción pública. Y es argumento de perdedores: solo importa aparecer cargado de razones, aunque el otro al final tenga una razón última más poderosa y eficaz.
Creo recordar que cierto monarca le dijo a un republicano que hablando se entiende la gente y su hijo tuvo también la especial sensatez de proclamar que Cataluña será lo que los catalanes quieran que sea. La política es, ante todo, intercambio de palabras, diálogo entre las distintas partes y partidos y, si se quiere, una gran conversación dentro de la comunidad política que tiene su foro central en el parlamento, lugar de la palabra y del diálogo. ¿Por qué deberíamos poner límites entonces al diálogo?
Ahí los de las líneas rojas dirán inmediatamente que necesitan plazo y fecha. Solo faltaría que el diálogo significara perder la ocasión excepcional de la ruptura cuando la crisis proporciona las mejores condiciones imaginables. No habrá otro momento así. Y ahí es donde se aclara el valor falso de esas razones con las que se quieren cargar, como si fuera la munición de un arma.
El diálogo debe ser también convencimiento en todas las direcciones. Hay que convencer a la propia comunidad política, por supuesto; pero también a la internacional, y, ante todo, a quien se siente en nombre de una comunidad más extensa al otro lado de la mesa. No sirve de nada cargarse de razones si no se convence a nadie porque no somos capaces de compartir nuestras razones con el otro.
Dialogar es admitir que el otro tiene intereses y razones de tanto peso como los propios. Es un primer paso antes de ceder. No es el camino de la rendición, sino de la única victoria posible en democracia: la que proporciona una buena transacción en la que ganan todas las partes y nadie sale perdiendo. Convencer es vencer.
Necesariamente debe haber diálogo, y del bueno, del que queremos casi todos. La alternativa es que nos precipitemos de la forma más atolondrada posible contra las rocas sin demora alguna, antes de que las cosas mejoren, que es lo que parecen desear fervientemente y vocean cada vez con mayor insistencia algunos que quieren ignorar u olvidar las severas lecciones que nos ha infligido la historia en los últimos siglos. La de Cataluña, sí.
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