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El Papa asegura que permanecerá “escondido para el mundo”

Benedicto XVI sigue enviando mensajes en los últimos actos públicos de su pontificado El Pontífice llama a luchar por "una verdadera renovación de la Iglesia"

En cierta ocasión no muy lejana, un Papa recibió al recién nombrado director del L’Osservatore Romano, el periódico oficial del Vaticano, y le advirtió: “Y recuerde que los errores siempre son culpa suya. Sobre todo si son culpa nuestra”. Con motivo de la renuncia al papado, el diario de la Santa Sede ha publicado en primera página que Benedicto XVI ha actuado con “desconcertante dignidad”. La expresión se las trae, pero consigue reunir en una pirueta difícil de descifrar dos términos sobre los que transita estos días la vida de la Iglesia. La duda sobre si lo digno hubiera sido morir en la cruz del calvario vaticano y el desconcierto creciente por la forma elegida por Joseph Ratzinger para irse bajando poco a poco. Desde el lunes, cada día, los periodistas del diario oficial reciben la cura de humildad de tener que esperar, en igualdad de condiciones con el resto de enviados especiales, a que el Papa hable y vaya soltando pistas, bien sobre su futuro, bien sobre la situación de la Iglesia. Las fuentes se han secado en el Vaticano. Benedicto XVI es el único dueño de su secreto. Hoy, delante de los curas de Roma, anunció: “Estaré siempre cerca de vosotros, pero permaneceré escondido para el mundo”.

Escondido, pero bien acompañado. También se supo este jueves—la información cae por un gotero, lenta pero continua— que Joseph Ratzginger no estará solo en el monasterio de monjas del Vaticano en el que, después de una breve estancia en Castel Gandolfo para no interferir el cónclave, ha decidido recluirse. Lo acompañará su secretario personal, monseñor Georg Gänswein, y las cuatro laicas consagradas que lo vienen atendiendo en las dependencias papales y que forman la llamada Familia Pontificia. Al tratarse del padre Georg —un nombre al que siempre se añade el apelativo de guapo, como si fuera su segundo apellido—, la cuestión ha sido tratada como nota de color, pero el asunto resulta chocante por dos aspectos. El primero es que, a principios del pasado mes de diciembre, el Papa nombró a su secretario prefecto de la Casa Pontificia y, el día 6 de enero, lo ordenó arzobispo. Se trataba, se dijo entonces, de un blindaje en toda regla tras el desgaste del caso Vatileaks —la filtración masiva de documentos secretos—y de asegurarle un futuro dentro de la jerarquía vaticana. La segunda incógnita, que tal vez solo conteste el tiempo, es para qué necesita Ratzinger tanto personal a su servicio si su intención es dedicarse a la oración, mudo y oculto a los ojos del mundo.

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Son preguntas en busca de respuestas, pero por ahora todas las tiene el todavía Papa. No obstante, en un intento desbocado por alcanzar a entender la renuncia de Ratzinger —más incomprensible aún por cuanto sus últimas apariciones demuestra más lucidez, memoria y don de la oratoria que muchos de sus congéneres—, se intentan reconstruir periodísticamente los últimos meses del papado para encontrar el detonante de la decisión. El periódico italiano La Stampa publicó este jueves que “el Papa decidió renunciar después de una caída” durante su viaje a México. “El 25 de marzo por la mañana”, según el relato de un prelado recogido por el periódico, “durante la última jornada que pasó en la ciudad de León, mientras nos encontrábamos en la casa de las religiosas capuchinas, Benedicto XVI se levantó con el pelo manchado de sangre. Dijo que no se había caído del todo, sino que se había golpeado con el lavabo (..) La herida no era profunda ni preocupante. No tuvo problemas para ponerse la mitra durante la misa”. El portavoz del Vaticano, padre Federico Lombardi, declaró que no podía desmentir la noticia, pero sí negó que aquella caída fuera el desencadenante del adiós.

Mientras, Benedicto XVI sigue dejando su legado de forma oral, ante los fieles, durante la celebración del Miércoles de Ceniza, o ante los curas de Roma. Después de decirles que se esconderá del mundo, se dirigió a ellos durante casi una hora, en italiano, con un discurso perfectamente hilado que fue desde el error que la Iglesia cometió con Galileo hasta los problemas del presente, pasando por el Holocausto y sus recuerdos muy nítidos del Concilio Vaticano II (1962-1965). El papa alemán fue dictando su testamento, televisado en directo. Dijo que hay que seguir luchando por “una verdadera renovación de la Iglesia” y advirtió: “La Iglesia no es una estructura. Son todos los cristianos, no un grupo que se declara Iglesia”. El día anterior había dicho: “La división desfigura a la Iglesia. Debemos superar nuestras rivalidades”. Durante la homilía fue soltando cargas de profundidad: “Muchos están listos a rasgarse las vestiduras frente a escándalos e injusticias, naturalmente cometidos por otros, pero pocos parecen dispuestos a actuar en su propio corazón”. El que quiera escuchar que escuche…

A veces unos pocos minutos de descuento reúnen más juego, más emoción e incluso más goles que el partido entero. El lunes pasado, cuando Benedicto XVI sorprendió al orbe anunciando el punto final a su papado gris de casi ocho años, se concedió dos semanas y media de prórroga. Lo justo, se pensó, para dar tiempo al Vaticano a recuperarse del sobresalto, preparar la transición y cumplir con las despedidas protocolarias. Ahora ya se puede afirmar, sin embargo, que el anciano Joseph Ratzinger tenía muy bien diseñada la escena final. Antes de partir en helicóptero hacia el exilio elegido, dictaría su legado, en directo, de viva voz. Su línea argumental: los pecados de los príncipes de la Iglesia. Mientras este Papa tenga vida, el Vaticano vivirá en un sinvivir.

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