El mezquino vicio de querer tener siempre razón
No busquemos resonancias entre la razón, la verdad y la democracia. Por más que puedan producirse ocasionales coincidencias, sabemos que la verdad no se somete al principio de la mayoría, que lo racional no tiene por qué ser verdadero ni la verdad racional y que democracia y razón no conducen una a la otra en todos los casos, sino más bien al contrario: con harta frecuencia sucede lo contrario.
Entre los muchos argumentos enjundiosos que contiene el texto, uno parece especialmente adecuado para intentar entender la época en que nos ha tocado vivir y en especial la desconexión entre razón, verdad y democracia. Weber critica al vencedor de una guerra, que “cediendo al mezquino vicio de querer tener siempre razón, pretende que ha vencido porque tenía la razón de su parte”. Paul Krugman, el brillante Nobel de Economía, que debe tener a Max Weber leído y subrayado como pocos, parece tener en poca estima a quienes vayan analizar en el futuro la crisis actual al señalar que “cuando los historiadores contemplen retrospectivamente los años 2008 a 2010, creo que lo que más les desconcertará será el extraño triunfo de las ideas fallidas. Los fundamentalistas del libre mercado se han equivocado en todo, pero ahora dominan la escena política más aplastantemente que nunca”.
Weber pensaba directamente en derrotas militares. Su conferencia es de 1919, pronunciada en plena indigestión de aquella derrota alemana que originó otra gran guerra. Pero lo que dice vale para cualquier otra derrota, política, electoral o ideológica, como las que podemos observar estos días. “Ponerse a buscar después de perdida una guerra quiénes son los ‘culpables’ —dice— es cosa de viejas; es siempre la estructura de la sociedad la que origina la guerra”. Y nos da, además, un apunte sobre la ética de la derrota, imprescindible para superarla con dignidad: “una ética que, en lugar de preocuparse de lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas en el pasado”.
Los vencedores no tienen la razón ni la verdad, ni en las urnas ni en los campos de batalla. Pero no importa, porque han sabido leer la correlación de fuerzas, oler el aire del tiempo, emplazarse en el lugar adecuado para sacar ventaja y ganar la contienda, sea bélica o sea electoral. Los vencidos, en cambio, es muy posible que tengan toda la razón y toda la verdad, pero no les sirven para nada. Al contrario, nada mejor que la razón y la verdad de los otros, de los vencidos, para asentar los triunfos de quienes los han derrotado.
En el más leve de los casos, la victoria es la oportunidad que tiene el vencedor de cortar y repartir la tarta. El auténtico vencedor se queda con los despojos de la batalla, que cuando son políticas incluyen las ideas, los programas e incluso los valores, es decir, la razón y la verdad de los vencidos, para hacer con ellos lo que le convenga: tirarlos o incluso devorarlos y asimilarlos. Los vencidos tienen pocas opciones. Una de ellas es subirse al carro de quien les ha derrotado. El resto son cuentos de viejos (seamos algo más correctos que Max Weber en su tiempo).
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