Teoría del presidente gay
La democracia americana siempre nos lleva unos cuantos cuerpos de delantera. Incluso sus arcaísmos suelen señalar al futuro, a pesar de la aparente superioridad con que los europeos solemos juzgarles. Los militares norteamericanos serán ahora los primeros del mundo en admitir a ciudadanos abiertamente homosexuales en sus filas, rompiendo la prohibición implantada hace 17 años que les impedía de salir del armario. Había homosexuales, como no podía ser de otro modo y como los hay en todos los ejércitos y en todas las instituciones del mundo, pero estaban obligados a seguir la regla de la discreción vergonzante sintetizada en las siglas DADT (Don’t ask don’t tell: no preguntes, no cuentes).
Clinton dijo que sí, se armó la gran escandalera, y luego, gracias al Congreso, fue que no. Se presentó como un compromiso que superaba la situación anterior de exclusión abierta, pero se solventó de forma tan inconveniente que se convirtió en una prohibición más explícita. Fueron gajes de un presidente inexperto. Y quien lo ha podido corregir ahora, tantos años después, es otro presidente sin mucha experiencia que, habiendo fracasado en muchos puntos de su programa, se ha podido finalmente resarcir cumpliendo una promesa de su antecesor demócrata.
Nadie puede discutir que estamos ante un nuevo hito, que se apunta en la cuenta de Obama en el preciso momento en que sus cuentas se hallan bastante desequilibradas. Así se ha hecho Estados Unidos. Allí los combates políticos suelen cargarse de historia y de emoción, siempre siguiendo un guión dramático. Habrá películas y series sobre los nuevos militares gays, sus familias, sus sacrificios y su patriotismo.
Esta es una legislación que enriquece y actualiza el relato de la emancipación americana. Sus valores fundacionales salen reforzados y proyectados al mundo. Cabe interpretar incluso que este reconocimiento confirma el excepcionalismo americano, la idea de que Estados Unidos es una nación aparte, destinada siempre a convertir en realidad los sueños más ambiciosos de la humanidad. Pero la entrada de los gays en el ejército plantea también una pregunta, que la columnista del New York Times, Maureen Dowd ya ha lanzado: ¿Estamos preparados para un comandante en jefe gay?
El comandante en jefe es el presidente. Muchos ciudadanos estadounidenses todavía dudaban hace dos años de que su país estuviera preparado para tener un presidente afro americano. No fueron pocos los que interpretaron el resultado de las primarias como una expresión de los reflejos antifeministas, como si el país no estuviera preparado para una presidenta mujer. Nadie puede dudar de que lo está y sobradamente para uno y otra. Ahora la pregunta es si entre los próximos candidatos cabe pensar que aparezca ya un político que se confiese homosexual y que incluso nos presente a su pareja. Y luego la siguiente duda: ¿qué es mejor, matar dos pájaros de un tiro, y contar con una presidenta gay, o meramente con un presidente gay?
No son futilidades. En Europa ya tenemos alcaldes homosexuales en muchas grandes ciudades. Pero nadie ha osado todavía presentarse a una elección nacional con una identidad sexual distinta a la convencional. Es más: cada vez es más frecuente la utilización de la imagen de familia convencional como parte del bagaje personal del candidato a presidir un país. Hasta tal punto, que se hace difícil imaginar una campaña electoral que funcione de otra forma y no exalte, en el fondo y en la forma, los roles tradicionales y las formas de familia de siempre. Y por cierto, el único que escapa a esta convención y que cultiva una imagen sexual desordenada es alguien como Berlusconi, uno de los políticos más populistas y derechistas que Europa ha dado en años.
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