Madrid, Barcelona, Jerusalén
A la presidencia española de la Unión Europea, que empezó el 1 de enero y termina el 30 de junio, y ahora acaba de cruzar su ecuador, le queda una última traca para quemar antes de hundirse en el fracaso. Consiste en que la Cumbre Euromediterránea, convocada para los días 5 al 7 de junio, se convierta en un rotundo éxito, que ayude a olvidar la suspensión de la cumbre con Estados Unidos, en la que Obama iba a deslumbrarnos en Madrid y a cambiar el rumbo de la historia junto a su amigo Zapatero, y sobre todo la mediocre marcha de la entera presidencia, que obligaba al gobierno español, uno de los peores alumnos de la clase económica europea, a convertirse en el maestro de los estudiantes mejor cumplidores. Todo pende, así, del hilo más frágil, de una zona del mundo donde hay una situación de guerra abierta o larvada desde hace casi 90 años y de las posibilidades de que por fin, alguna vez debe suceder, empiece el círculo virtuoso de la paz entre quienes se han combatido cruelmente durante tantos años.
Sin Jerusalén, pues, no habrá Barcelona ni Madrid. Aunque esto último es lo menos importante. Esta presidencia española que todavía se puede salvar señala la escasa consistencia de las presidencias europeas a partir de ahora. Puede ser que con Sarkozy, Berlusconi o Merkel, la presidencia hubiera tenido más fanfarria y tacto de codos entre el presidente en ejercicio y los nuevos altos cargos de la UE. Con Zapatero no ha sido así, al menos hasta ahora, y será difícil que cambie en adelante: la crisis económica ha desmontado la mitad del chiringuito; la otra mitad la ha desmontado la desgana internacional del presidente del Gobierno, que no ha tenido inconveniente en ceder todo el protagonismo a Herman Van Rompuy, hasta un extremo a veces exagerado: en más de una ocasión ha estado de un tris que Zapatero se quedara sin atril en la conferencia de prensa posterior a los consejos europeos.
Más importante es que triunfe Barcelona. Por la ciudad, claro: a ver si se consolida esta capitalidad históricamente tan merecida y trabajada como institucionalmente frágil. A fin de cuentas, lo único que tiene es una pequeña secretaría, instalada en el Palacio de Pedralbes, y ahora tendrá la cumbre anual reglamentaria que deberá pasar sucesivamente a otras capitales. Pero más importante que por la ciudad, Barcelona debe triunfar por la Unión para el Mediterráneo, un proyecto de profundidad estratégica, destinado a superar la fosa que separa las dos orillas y que dentro de unos años igual puede equipararse en capacidad de cohesión y solidaridad a la conseguida por la Unión Europea.
El conflicto es cada vez más religioso que político y Jerusalén cada vez más judía y menos cristiana y musulmana. Esta evolución forzada por las armas no es buena para nadie. Tampoco para Israel, que observa como su capital eterna se convierte en una ciudad llena de fanáticos y como su ciudad civil, Tel Aviv, se aleja y se siente cada vez más ajena a un Israel irreconocible.
Que triunfe Jerusalén significa que se congelen los asentamientos y se revierta el signo negativo de las relaciones entre israelíes y palestinos. Pero es tan improbable que esto suceda pronto y que sea antes de la Cumbre de Barcelona y de que termine el semestre español, que todos cederíamos a gusto victorias tan caseras y menores con tal de que finalmente triunfara Jerusalén.
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