Una manta pequeña y que se encoge
Hay una nueva política energética que está ya dando resultados. Se trata de favorecer la producción de biocombustibles, que se extraen de la remolacha, la caña de azúcar, el maíz y otros productos agrícolas. Estados Unidos tiene un gran interés estratégico en esta nueva revolución verde que nos hará menos dependientes de los países productores de gas y de petróleo. No son países muy fiables que digamos, de ahí que convenga diversificar cada vez más nuestras fuentes de energía. El camino emprendido interesa muchísimo a países como Brasil, que se convertirá en uno de los grandes productores de este petróleo verde del siglo XXI. La producción de biocombustibles constituirá a la larga una alternativa ante el agotamiento de los combustibles fósiles, pero a corto plazo ya está produciendo efectos relevantes en la economía mundial.
El precio de los alimentos está subiendo a toda velocidad como resultado de la presión de la demanda. El maíz ha incrementado su precio en un 120 por ciento en el último medio año en algunos países, según cifras que proporcionaba ayer el Financial Times, mientras que los stocks de trigo están en los niveles más bajos desde hace 25 años. Aunque el aumento de la demanda será muy beneficioso para muchos pequeños agricultores, también está ocasionando estropicios. Se está quedando corto el programa de Naciones Unidas para combatir el hambre, que sólo llega a 90 millones de personas en Africa de los 850 millones estimados como víctimas de las hambrunas, por lo que sus máximos responsables están buscando nuevos fondos para no encontrarse con que su acción atiende a una población todavía más pequeña.
Esta es una manta ya de por sí miserable, que no alcanza a todos, de forma que cuando tapamos a unos dejamos a los otros a la intemperie. Pero, además, estamos dejando que se encoja. En vez de aumentar el gasto en la atención alimenticia y sanitaria de las poblaciones desvalidas, lo que se lleva en nuestro mundo opulento y feliz es prometer reducciones de impuestos a los ricos en cada ocasión electoral, y sobre todo evitar los incrementos de los programas de cooperación y asistencia a quienes lo necesitan. Hay genios que se dedican incluso a elaborar teorías sobre el desperdicio que suponen los programas de ayuda alimenticia. De manera que mantener los programas de ayuda en sus niveles actuales ya parece una osada solución y una demostración de compromiso.
Hasta que llega un boom en el precio de los alimentos como el que está sucediendo ahora. Si nadie lo remedia, las políticas verdes tendrán negros y tenebrosos efectos sobre poblaciones que quedarán desasistidas y dejarán de recibir los mendrugos con que sobreviven. Quienes sufrirán más directamente los efectos de una agricultura dedicada más a la producción de energía que a la alimentación están en los países más pobres de Africa, como Chad, Uganda o Etiopía, que cuentan con poblaciones dependientes de la ayuda alimenticia internacional. Es de agradecer que diarios como el FT le dedique una noticia de primera página a esta cuestión lacerante.
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