Qué buscamos y qué encontramos en los libros de autoayuda
‘Ideas’ adelanta un extracto del último libro de Belén Gopegui, un ensayo en el que la escritora hace una crítica a esos manuales de supervivencia de primer mundo. Pero incluso los que más mienten, apunta, al menos reconocen que a veces las horas muerden
La región gris es amplia. Es lo que sucede cuando simplemente se pierde y de fondo no suena una música, no hay cánticos dedicados al honor de quienes perdieron, ni visos de que algo nuevo vaya a comenzar: otro episodio, otra película. La región gris es también la que surge cuando no se ha ganado ni se ha perdido, cuando se ha avanzado unos milímetros, cuando la pena se replegó un poco, o cuando se sabe que nada volverá a ser lo mismo y hay que continuar.
En los manuales proliferan las pequeñas historias que empiezan y terminan, a veces son cuentos y otras, anécdotas y resúmenes de lo que les sucedió a personas que tuvieron un problema, lo afrontaron siguiendo alguna de sus pautas y vencieron. Como saben, una función de las historias es ayudar a vérselas con lo inesperado. La vida está llena de esta clase de acontecimientos. Tener un bagaje de historias oídas, leídas, debería ayudar a enmarcar lo inesperado cuando suceda y saber un poco más a qué atenerse.
En la región gris abunda lo esperado, está fundamentalmente hecha de lo esperado. Las historias, se dice, son útiles para acompañarnos en esos momentos en que el piloto automático no sirve, pues no se puede seguir con él cuando sucede lo excepcional. La región gris se caracteriza, en cambio, por la ausencia de lo excepcional. El mismo trabajo, las mismas expectativas de un trabajo igual de malo que el anterior o de una larga temporada sin trabajo. La misma casa que se va deshaciendo, o una con la misma falta de luz y un previsible precio aún más alto. Los mismos temores, los mismos deseos. Podríamos pensar que las novelas de aventuras, policíacas, románticas, están hechas para entrenar, siquiera de un modo imaginario, la capacidad de vivir sin piloto automático una vida inesperada, y que, en cambio, se acude a los manuales para entrenar, precisamente, la capacidad de vérselas con lo esperado. Pero el hecho es que, como decíamos, la mayoría de ellos guarda dentro montones de pequeñas novelas condensadas. (...)
Nuestras vidas fueron y no fueron maravillosas. Nuestros problemas, cuando los tuvimos, fueron en cualquier caso problemas del llamado primer mundo. Cierto que en nuestra cuarta edad todo se dificulta un tanto, nuestras vértebras ya casi no vertebran nada: quién sabe si sería más fácil acabar la vida en una aldea con cierto sentido de lo colectivo que en esta ciudad de islas sin archipiélago. Aquellas imágenes de familias mancomunadas y lugares donde la ancianidad no era una carga y a nadie se le hubiera ocurrido contratar a una persona para que nos saque a pasear…, quién sabe, quizá son verdad o quizá responden a un tiempo en el que la vida no se prolongaba cuando casi todo ha fallado, o bien se limitan a encubrir la explotación de las mujeres de la familia, que debieron sumar esa tarea a sus otras tareas y abandonar sus sueños. Lo cierto es que vivimos aquí, que ahora nuestro día a día es complicado y que tal vez siempre lo fue. Nuestra edad no nos convierte en un dechado de sabiduría. Con los años se conoce más pero también se olvida más. Estamos aquí porque nuestro rencor, las injusticias que experimentamos, lo intolerable que padecimos y que, pese a todo, debimos tolerar, ya nunca serán reparados. No nos asedia el peligro de la falsa esperanza, ni el de la esperanza como cobardía. Por suerte, el yo no nos preocupa ya demasiado. Nos resulta fácil compartir la idea de la transmisión del conocimiento como un yo superado, extendido. El conocimiento compartido por las comunidades y legado a quienes siguen debería permitir compensar, aunque no siempre suceda, la incompetencia de los seres humanos individuales para las decisiones importantes de la vida. Dejamos fuera nuestras biografías. Hay problemas que, en el intervalo entre el nacimiento y la muerte, no tienen solución. No es nada fácil, a diferencia de lo que aseguran algunos manuales, “conseguir todo lo que se propongan”. Y con las actuales reglas del juego, a no ser que no les importe pisar cuellos en directo o a distancia, es imposible.
Una de nuestras nietas vio hace poco una película. Estábamos allí con ella. Dormitábamos, pero entre cabezadas pudimos seguir la historia sin problema. Es una historia repetida de mil formas diferentes: una chica que hacía surf fue atacada por un tiburón y perdió un brazo. Tras desesperarse, deprimirse y enfadarse con el destino, se empeñó en hacer surf otra vez, lo fue logrando, terminó siendo campeona pese a no tener un brazo. No nos importó que nuestra nieta de doce años viera esa historia. Pero en los días de desesperación, ¿cuántas historias así hemos tenido que escuchar las personas adultas? ¿Dónde está la historia de la chica que no pudo volver a hacer surf porque las caídas se repetían y además tenía que encontrar un empleo para mantenerse? Entonces esa chica no se suicidó ni incurrió en ningún otro desenlace trágico, sino que terminó trabajando en algún sitio tenso y cansado y tuvo que vivir en la región gris hasta los noventa y quizá vive ahí todavía.
Muchas personas critican la mera idea de que existan manuales para evitar la desesperación. (…) Por un momento vamos a decir que incluso los que más mienten, los que generan con sus mentiras y falsas promesas más angustia e impotencia, incluso esos hacen algo que no suelen hacer otros libros más elevados: reconocen, aunque a menudo mal, aunque el remedio sea peor que la enfermedad, que hay un tiburón, que las horas muerden.
La palabra “compasión” se usa con dos sentidos. El primero habla de estar al lado del que sufre. El segundo habla de tener lástima y de ejercer esa lástima desde arriba, desde la condescendencia del «¡pobre!» que marca la distancia con quien está en una mala situación y realiza así un acto de poder, pues de algún modo empuja a quien sufre a ser solo eso, sufrimiento. Procuraremos no incurrir en ninguna de las dos: en la segunda, porque nos repugna y porque les invitamos a deshacerse de ella en cuanto puedan. En la primera, porque, por más que quisiéramos, no estamos a su lado. Nuestros cuerpos que escriben, cuando lleguen a ustedes, serán solo palabras y ustedes ni siquiera podrán enviarnos un correo, un comentario. De manera que no vamos a compadecernos de sus situaciones. Tras haber constatado durante muchos años que no todo tiene arreglo y que a casi nadie le es dado conseguir todo lo que se proponga, lo único que osamos decir es: no soporten la región gris, en el sentido de ser un soporte para ella, de sostenerla.
A menudo hay que vivir en la región gris porque se echa encima, porque salir de ella no consiste en proponérselo. Algunas personas se lo proponen y parece que encuentran una salida individual. Pueden ser llamadas trepas, oportunistas y, en otros casos, cuando su salida no utilizó a ninguna otra persona como escalón, afortunadas. Ya avisamos desde el principio que nos resulta complicado separar lo individual de lo colectivo. A nuestro modo de ver, la mejor manera de abandonar la región gris es transformarla. Y suele ser un proceso jodidamente lento. Su gran ventaja, sin embargo, es que permite no cargar con la región gris, no ser su soporte. Estamos en ella, de acuerdo, pero eso es diferente de sostenerla. Porque no hemos creado la región gris y no tenemos ninguna obligación de hacer que se sostenga. Aguantaremos nuestro propio peso, nuestras dificultades, pero no nos quedaremos con las que nos echaron encima.
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