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Trabajar cansa
Columna
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Papas a quienes nadie hace caso

A Benedicto XVI, erudito y complejo, se hace como que se le leía. A Francisco, que se le entiende más, se hace como que no se le oye

Papa emerito Benedicto XVI
El cuerpo de Benedicto XVI en la basílica de San Pedro, el pasado 4 de enero, en Ciudad del Vaticano.Massimo Valicchia (NurPhoto via Getty Images)
Íñigo Domínguez

Benedicto XVI no era una persona alegre, y normal, con lo que había visto. En sus textos desmenuza las palabras sagradas en busca de razones para la esperanza. Sus libros son interesantes, pero para lectores entregados y estudiosos, no al alcance de cualquiera. También los escribía para los no creyentes, pero a estos, salvo excepciones, les traían sin cuidado. A Benedicto XVI, erudito y complejo, se hace como que se le leía. A Francisco, que se le entiende más, se hace como que no se le oye. El resultado es el mismo, nadie les hace demasiado caso.

Los creyentes también son homosexuales, lesbianas, eligen la eutanasia, abortan, se divorcian, se vuelven a casar, usan anticonceptivos, no comprenden por qué una mujer no puede ser cura, ni el celibato, y les da igual lo que diga un obispo. Luego la Iglesia va a remolque de los tiempos, de la gente, y así quizá veamos en 2171 que admite hacer el amor solo por placer, y en 2295 o por ahí, la primera mujer papa. Solo cuando sea lo suficientemente tarde, le aterroriza la pérdida de las formas. Lo vemos con la muerte de Benedicto XVI, que es como la de un expresidente de Francia, sin toda la excitación sobrenatural de la muerte de un papa, de la sucesión, del cambio de época. Con su renuncia, ha decaído el golpe escénico. Ya no es Dios quien decide cuándo termina un papado, es el hombre, es un tema administrativo.

Pero si no hubiera dimitido, cómo habrían sido estos diez años con un señor tan mayor y tan asqueado del Vaticano como Ratzinger. Que eligió de número dos a un tipo tan mediocre como Bertone, que se reformó un ático con 400.000 euros de los fondos de un hospital infantil. El mangoneo habría sido inenarrable. Quien admiraba a Benedicto XVI más bien era por su intransigencia en las esencias. Tenía esa manía de querer unir fe y razón e intentaba un diálogo con el no creyente, pero siempre llegaba un punto en que te lo creías o no, y no había más que hablar. Tras su cordialidad, había un desdén íntimo: “El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano” (de su última encíclica). También dijo: “Sin la fuerza de una autoridad religiosa, el mundo no puede funcionar”. Quizá sea cierto, porque el mundo no va muy bien —salvo Irán y otras teocracias, o Rusia, donde el patriarca Kiril bendice la guerra—, y a lo mejor es porque los papas no tienen autoridad. Sí, estaría bien que a Francisco le hicieran caso. Cito de sus encíclicas: “La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro”. “La cultura del relativismo (…) es también la lógica interna de quien dice: dejemos que las fuerzas invisibles del mercado regulen la economía”. “Algunos nacen en familias de buena posición económica (…). No necesitarán un Estado activo y solo reclamarán libertad. Pero evidentemente no cabe la misma regla para alguien que nació en un hogar pobre”. “Tanto desde regímenes políticos populistas como desde planteamientos económicos liberales, se sostiene que hay que evitar a toda costa la llegada de personas migrantes (…) Es inaceptable que los cristianos compartan esta mentalidad”. “Algunos cristianos comprometidos, bajo una excusa de realismo y pragmatismo, suelen burlarse de las preocupaciones por el medio ambiente (…). Les hace falta una conversión ecológica”. Es para preguntarse si, más que los ateos, es la derecha actual la que debe ser evangelizada. Y no sé qué es más difícil.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.

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