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un asunto marginal
Columna
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El odio, instrucciones de uso

En las últimas décadas, y de forma desigual, el odio político se ha extendido por el planeta. Las dificultades económicas ayudan y las perspectivas de catástrofe (pandemias, clima) exacerban

Enric González
El antiguo primer ministro de Reino Unido Tony Blair (izquierda), el expresidente estadounidense George Bush y el expresidente español Jose María Aznar (derecha), durante la Cumbre de las Azores, en la que se debatió la guerra de Irak.
El antiguo primer ministro de Reino Unido Tony Blair (izquierda), el expresidente estadounidense George Bush y el expresidente español Jose María Aznar (derecha), durante la Cumbre de las Azores, en la que se debatió la guerra de Irak.PA Images (PA Images via Getty Images)

El miedo es, entre muchas otras cosas, una malformación de la política. Siempre está ahí, en el ánimo personal y en el debate público. Se trata de una emoción primaria. El diccionario lo define como una “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”.

Hay políticos, pocos en general, que ante una crisis muy severa intentan combatirlo. Es lo que hizo el presidente Franklin Delano Roosevelt en su discurso inaugural, el 4 de marzo de 1933, cuando la economía de Estados Unidos y del mundo atravesaba un momento muy oscuro: “La única cosa que debemos temer es el miedo, el terror sin nombre, irracional, injustificado, que paraliza los necesarios esfuerzos para convertir la retirada en avance”.

Otros políticos lo utilizan eficazmente. Herman Goering, vicecanciller del Reich nazi, explicó su modo de uso en una entrevista realizada después de la guerra, mientras se le sometía a juicio en Nuremberg: “La gente no quiere la guerra, pero siempre puede ser sometida a la voluntad de sus líderes. Es fácil. Todo lo que hay que hacer es decirles que sufren un ataque y denunciar a los pacifistas por su falta de patriotismo y por exponer el país al peligro. Funciona así en todas partes”.

En los regímenes tiránicos, el miedo constituye un elemento esencial. Da lo mismo que sean tiranías de corte fascista o de corte comunista. Yo fui comunista y sé que no son iguales: el fascismo conduce a la ruina por la vía de la matanza, el comunismo conduce a la matanza por la vía de la ruina. En cualquier caso, comparten el culto a la paranoia colectiva. Y les funciona. Incluso en los extremos más risibles. Algún lector recordará el coraje con que la dictadura franquista luchó durante décadas contra “el contubernio judeomasónico”.

También funciona en los sistemas liberales. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, dirigentes como George W. Bush, Tony Blair o José María Aznar utilizaron el miedo de mucha gente para lanzar una guerra absurda y sanguinaria en Irak (con los resultados de todos conocidos) y para afianzar su posición electoral: estaban, decían, protegiéndonos de una amenaza apocalíptica. Que no existía. Y qué.

Antes de que el terrorismo islámico asumiera el protagonismo, se fomentó el miedo al crimen y a la inseguridad ciudadana, y el miedo a otros terrorismos, y el miedo a la inmigración, y el miedo a casi cualquier cosa. Con resultados apreciables.

Por lógica, el miedo conduce al odio. Si te dicen que tal cosa o tal otra, o que Fulano o Mengano, acabarán haciéndote mucho daño, acumulas inquina. En las últimas décadas, y de forma desigual, el odio político se ha extendido por el planeta. Las dificultades económicas ayudan. Las perspectivas de catástrofe (pandemias, clima) exacerban. El uso intensivo del miedo y el odio en el discurso político tiene un efecto secundario: los gobiernos tienden a comportarse como si estuvieran en la oposición. Un buen ejemplo es el pobre Donald Trump, empeñado en una lucha sin cuartel contra las fuerzas odiosas (los demócratas, los chinos, los periodistas, Twitter) que quieren acabar con él y con la patria.

Habrán notado que en España, según parece, estamos al borde del cataclismo. No el de verdad, el que percibimos en el cierre de Nissan y en las colas para comer algo, sino el importante: resulta que tenemos que elegir entre la dictadura bolivariana que propone el gobierno y el golpe de Estado que fomenta la derecha. Vaya delirio.

Las ideas son aún distinguibles. Yo me identifico con la izquierda y creo que el ingreso mínimo vital es bueno, aunque lo impulsen tipos que no me gustan. Las estrategias son cada vez más parecidas. Y, dentro del perjuicio general, conducen a la vergüenza ajena. La pelea de aristocracias entre Cayetana Álvarez de Toledo y Pablo Iglesias, el otro día, invocó el espíritu de Estanislao Figueras. Ya saben, aquel presidente de la Primera República que pronunció la frase inmortal (“señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros”) y se largó al exilio en Francia sin molestarse en dimitir.

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