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¿Por qué ha costado tanto a los Gobiernos anticiparse a la actual crisis del coronavirus?

Los resultados de hacerlo eran futuros e inciertos. Los costes, tangibles e inmediatos

El Congreso de los Diputados el 6 de mayo en Madrid.
El Congreso de los Diputados el 6 de mayo en Madrid.J. J. GUILLEN (POOL/AFP via Getty Images)

La respuesta a la covid-19 ha mostrado la dificultad de los Gobiernos, sorteada con desigual tino, para anticiparse a la crisis. Se ha discutido mucho, entre otras posibles causas de esta dificultad, sobre los costes económicos y sociales de las medidas más drásticas, como cerrar fronteras o confinar a la población. Pero, para explicar por qué es tan difícil anticiparse a desastres como éste y qué deberes tienen los Gobiernos pese a esta dificultad, es igualmente importante atender al dilema temporal que plantean tales medidas.

Me explico. Evitar que la epidemia saturara los hospitales, pasada la fase de contención, exigía, según muchos expertos, imponer medidas de distanciamiento físico con varias semanas de antelación. En aquel momento, sin embargo, los resultados de hacerlo eran futuros e inciertos. Había riesgo de actuar con desproporción, como declararon los ministros europeos de Sanidad el 25 de febrero. Los costes, en cambio, eran tangibles e inmediatos: fronteras cerradas, trabajadores parados, ciudadanos recluidos. Los Gobiernos enfrentaban, en suma, un dilema habitual en preparación para desastres: actuar temprano, imponiendo costes con beneficios inciertos, o esperar a cuando, paradójicamente, puede ser tarde para actuar. Dame castidad, Señor, pero no ahora, según rezaba san Agustín.

Los Gobiernos actúan temprano, según el politólogo Alan Jacobs, cuando se dan tres condiciones: resultados ciertos, capacidad institucional y seguridad electoral.

La primera condición se ha visto afectada, especialmente en países sin experiencia con epidemias similares, por la incertidumbre sobre el virus y cómo detenerlo. Desde enero, cuando la OMS declaró la emergencia global, no han faltado las advertencias autoritativas. Pero no pocos técnicos de salud y epidemiólogos han cuestionado, sobre todo al comenzar la crisis, las medidas más draconianas. La incertidumbre sobre la cuantificación de sus efectos —esencial para ponderar delicados intereses sanitarios, económicos y sociales— sólo ha reculado según aumentaban los “experimentos naturales” de los que aprender, afectando menos allí donde, como en Grecia o Portugal, el virus ha llegado después.

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La capacidad institucional, por su parte, se ha visto limitada en muchos países por el recelo de la patronal a cesar la producción y por un exiguo margen fiscal para poner la economía al ralentí y proteger a trabajadores, familias y empresas. Limitaciones muy desigualmente repartidas, en todo caso. Uganda, por ejemplo, tiene menos camas UCI en todo el país que el hospital Vall d’Hebron, lo cual apremia a actuar rápido, pero con un colchón presupuestario 100 veces menor que el español para amortiguar el golpe económico de hacerlo.

La baja percepción pública del riesgo, al comenzar la crisis, hacía que muchas medidas fueran socialmente inaceptables

Está, por último, la seguridad para actuar sin costes electorales. Los votantes juzgarán a sus Gobiernos por los resultados finales, no sólo los iniciales, de su reacción. Pero la baja percepción pública del riesgo al comenzar la crisis, en parte por un sesgo de normalidad que hacía subestimar la probabilidad del desastre, hacía que muchas medidas fueran socialmente inaceptables. La segunda semana de marzo sólo el 30% de los franceses y el 38% de los británicos decían estar preocupados o muy preocupados por el virus, según YouGov. Quince días después eran el 68% y el 61%, respectivamente. Quizá por ello, Singapur o Hong Kong, donde la preocupación fue siempre amplia por haber padecido el SARS, y los países donde el virus ha avanzado después, cuando la preocupación era ya amplia, hayan podido actuar con mayor rapidez.

Ninguna de estas tres trabas exime, no obstante, del deber de actuar temprano. No lo hace, para empezar, que los resultados sean inciertos. Atendiendo al principio de precaución, los Gobiernos tienen razones no sólo para hacer acopio de camas y respiradores con antelación, como aconsejó la OMS en febrero, sino para interrumpir actividades, como la escolar, que puedan contribuir a un riesgo serio, como los casos de China e Italia sugerían, aunque la causalidad sea incierta.

Pero incluso si recelamos de este principio, que puede ser paralizante, pues podría aconsejar el confinamiento global desde el primer fallecido en Wuhan, existen deberes previos de planificación, en especial tras los avisos del SARS o el MERS. Deberes que incluyen dotarse de instrumentos para asegurar la alerta temprana, el intercambio de datos o la rápida adopción de buenas prácticas y que, según un editorial del British Medical Journal, los países europeos —en particular a través del infradotado Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades— han desatendido.

Similares deberes aplican a la capacidad para asumir los costes económicos de las medidas precoces y atenuar su posible rechazo. No es exigible que los Gobiernos anticipen los excepcionales recursos que una pandemia requiere movilizar. Todos tenemos un plan hasta que recibimos el primer puñetazo, en el dictum de Mike Tyson. Pero aunque nadie está obligado a lo imposible, la inacción temprana sólo parece excusable cuando los Gobiernos se han dotado previamente de medios de financiación y de política social, así como de margen fiscal, para poder tomar las primeras medidas sin titubeos y con los menores costes para su población.

La baja percepción pública del riesgo al comenzar la crisis hacía que muchas medidas fueran socialmente inaceptables

Tampoco la baja aceptabilidad social dispensa del deber de anticiparse. Confinar a 3.000 millones de personas contra su opinión, además de dudosamente democrático, augura escaso éxito. Un intento de hacerlo en 2014 en Liberia, para detener el ébola, terminó en motín y con el confinamiento revocado. Pero la opinión pública no es ajena a la acción del Gobierno. Como sugieren muchos estudios, los ciudadanos forman sus juicios sobre fenómenos nuevos y complejos influidos por los líderes políticos. Y, en especial, por el Gobierno, dada la capacidad del Estado para alterar la percepción pública del riesgo y coordinar las expectativas sobre lo que otros harán, incluso sin coacción.

Es posible afirmar, pues, que la orden no sancionable pero creíble de evitar multitudes, y no digamos la preparación de hospitales monográficos o la compra masiva de equipos de protección, habría alterado la apreciación del peligro y de la disposición ajena a estrecharse la mano o asistir a manifestaciones, conciertos y funerales, facilitando que medidas inaceptables dejaran de serlo. Esta capacidad, sin embargo, tiene limitaciones. No excusan la inacción. Pero vale recordarlas. Una es la desconfianza política, que roe la credibilidad gubernamental en contextos de incertidumbre. Otra es la polarización, pues sabemos que ante la división la gente sigue a sus partidos. Cuando concurren, y los mecanismos independientes de alerta son precarios, la capacidad estatal para sensibilizar mengua.

El dilema de anticiparse cuando los beneficios son futuros e inciertos es, en suma, endiablado pero no inescapable. Exige resolución. Pero exige, sobre todo, instrumentos de planificación y prospección que faciliten sortearlo. Los políticos que piensan en el largo plazo, decía Adam Przeworski, escriben sus memorias en un plazo muy corto. Mucho nos va, no sólo en salud pública, en evitar que así sea.

Iñigo González Ricoy es profesor de Filosofía Política en la Universidad de Barcelona y coeditor de ‘Institutions for Future Generations’ (Oxford University Press).

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