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Cómo mantener vivo el conocimiento en la memoria

La rememoración es necesaria para facilitar la expansión del intelecto, escribe Gregorio Luri. Cuenta que el psicólogo Hermann Ebbinghaus ideó un sistema de repaso efectivo: a los 10, a los 30 y a los 60 días

Alumnos de un instituto en Sevilla el pasado 27 de febrero.
Alumnos de un instituto en Sevilla el pasado 27 de febrero.PACO PUENTES

Es imposible recordar todo cuanto nos pasa cotidianamente. A muchas cosas, o no les prestamos atención o esta es levísima, una atención circunstancial y de paso. Muchas de las impresiones que recibimos se desvanecen enseguida, por eso siempre estamos expuestos a un momento de melancolía. La filósofa y ensayista María Zambrano encabezó la primera edición de su libro Filosofía y poesía (1939) con una cita tomada del arabista francés Louis Massignon. En ella se contaba que un teólogo musulmán, oyendo un día una hermosa canción interpretada por un humilde flautista, dijo a sus discípulos: “Es la voz de Satán que llora sobre el mundo”. Les explicó que Satán llora porque no puede detener su permanente hundimiento en el olvido; llora por las cosas que pasan y quiere reanimarlas porque, mientras ellas caen, solo Dios permanece. Ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan y, al verlas desvanecerse con tanta rapidez, se deshace en lágrimas.

En la escuela vivimos experiencias educativas y estas, además de ser rigurosas, deben conservarse en la memoria a largo término. Por ello, en toda experiencia educativa ha de haber un lugar para el refuerzo de algunos aprendizajes previos y de apertura a conocimientos nuevos.

La rememoración es posible y necesaria para facilitar la acción expansiva del conocimiento, porque este, lejos de almacenarse en nuestra memoria como un documento en un fichero, vive en ella, con frecuencia crece en ella y no es extraño que resucite en ella cuando creemos que lo hemos olvidado.

Portada de 'La escuela no es un parque de atracciones', de Gregorio Luri.
Portada de 'La escuela no es un parque de atracciones', de Gregorio Luri.

No deberíamos sobreestimar la capacidad erosiva del olvido. Cuando se afirma que lo que se aprende en la escuela se olvida después del examen, no se está diciendo, aunque se crea lo contrario, nada evidente. Algunas cosas las recordamos toda nuestra vida, aunque no siempre coincidan con aquellas que nos gustaría revivir. Otras, que creíamos olvidadas, pueden emerger de forma imprevista tanto en la vigilia como en el sueño, unas veces de manera diáfana y otras de forma ambigua. Muchas han perdido sus perfiles, pero están viviendo, por decirlo así, en su descendencia, en lo que —gracias al conocimiento que en un tiempo nos proporcionaron— pudimos aprender. De hecho, una buena parte de las cosas que hoy sabemos las hemos aprendimos gracias a conocimientos cuyo origen muy posiblemente no sabríamos establecer con exactitud.

El olvido de nuestros alumnos se compensa con una buena secuenciación del currículo, que debe incluir, como acabamos de decir, actividades de rememoración. A este respecto son muy útiles los ejercicios con preguntas de opciones múltiples. Sabemos que, si repetimos un examen varios meses después, la disminución de las respuestas correctas puede ser hasta del 50%. Pero si la repetición utiliza preguntas de opciones múltiples, la disminución es mucho menor y, por lo tanto, es más útil el ejercicio de refuerzo.

Las preguntas de opciones múltiples ayudan a recuperar el esquema del concepto. El olvido es, en resumen, una ausencia de refuerzo de lo que se sabía, cosa que ha de tenerse bien presente en la escuela, pero no para reducir contenidos con la excusa que presentan algunos: “¡Total, si se han de olvidar!”.

Un alumno de bachillerato que elige una carrera de matemáticas no olvidará las que aprendió a lo largo de su escolarización, sino que las profundizará. Una conclusión posible de este hecho es que los alumnos deben estudiar solo aquello que tiene que ver con su futura vida profesional, pero sería una conclusión incorrecta, porque el alumno que eligió estudiar matemáticas en la universidad es posible que lo hiciera gracias a haber descubierto su interés por ellas en la escuela.

Acabo de hablar de la posibilidad de repetir un examen —o un ejercicio, por ejemplo, en forma de deberes— “varios meses después”, pero esta expresión es ­innecesariamente ambigua, porque sabemos bien cuándo es más útil repasar lo aprendido. En el siglo XIX, el psicólogo Hermann Ebbinghaus observó que el refuerzo, para ser realmente efectivo, debía seguir unos determinados ritmos que vienen marcados por el comienzo de la erosión del olvido. Para garantizar la permanencia de un aprendizaje, lo más eficaz es volver a evocarlo justo cuando comienza a olvidarse. Teniendo en cuenta esto, Ebbinghaus diseñó un programa del repaso efectivo que debía seguir este ritmo: primer repaso a los pocos días de haberlo aprendido, y después, a los 10, 30 y 60 días.

Parte de lo que sabemos es gracias a conocimien­tos cuyo origen no sabríamos establecer con exac­titud

La crítica más barata a la repetición es la de quienes dicen que la práctica conduce a la perfección, pero no a la innovación. ¿Y qué hay de malo en aspirar a la perfección? A mí no me gustaría vivir en un mundo en el que todos fuésemos tan innovadores que nada fuera previsible. Me gusta saber que puedo contar con electricistas, albañiles, policías, dentistas, conductores de autobuses, cocineros, etcétera, que son grandes profesionales, conocen bien su oficio y no tienen inconveniente en ir adaptándose a las nuevas condiciones profesionales con naturalidad, aprendiendo de la experiencia propia y ajena. Me gusta que ciertas rutinas me acompañen y, de hecho, no creo que haya nadie dispuesto a renunciar a ellas y a dirigir su vida echando a los dados cada elección que le salga al paso para ser creativo forzosamente. Está muy bien que haya innovadores, pero reconozcamos que no está nada mal que haya personas empeñadas en hacer bien lo que les corresponde hacer. Está muy bien que haya parques tecnológicos, pero a algunos también nos gusta visitar de vez en cuando bibliotecas, museos e, incluso, tiendas vintage o librerías de viejo.

No todos podemos ser creativos, pero todos necesitamos, de manera reiterada, buenos técnicos. Y no es inusual que el buen técnico, precisamente porque se preocupa de hacer bien su trabajo, esté predispuesto a mejorarlo. Prefiero un experto dispuesto a aprender de su experiencia y de la ajena a un innovador que experimenta con dinamita sin tener conocimientos prácticos.

La excelencia, como muy bien sabemos todos, no cae del cielo. Ni nos encontramos con ella de sopetón al doblar una esquina. Es lo opuesto de la ocurrencia. La excelencia pide codos, práctica intensiva y reflexiva y la ayuda de un profesor experto. Algunos dicen que todo esto es muy aburrido. Quizá. Pero el aburrimiento en la escuela suele expresar una falta de sentido de la actividad que se lleva a cabo. No se trata, sin embargo, de ofrecer sentido a costa de la relevancia del conocimiento, es decir, de convertir las experiencias educativas en actividades meramente entretenidas.

A menudo, el sentido aparece con la continuidad del esfuerzo. El conocimiento es un formidable motor del interés. ¿No hemos experimentado todos más de una vez que aquello que al principio nos parecía aburrido dejó de serlo a medida que lo íbamos conociendo? No, la excelencia no cae del cielo.

Gregorio Luri (Azagra, Navarra, 1955) es maestro y filósofo y ha escrito numerosos libros sobre pedagogía y política. Este extracto es un adelanto editorial de ‘La escuela no es un parque de atracciones’, de la editorial Ariel, que se publica el próximo 10 de marzo.

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