“Es una mierda, pero va a generar millones”: el ‘cine de venganza’ de Charles Bronson sigue vivo 50 años después
Cuando ‘El justiciero de la ciudad’ se estrenó hace 50 años en España nadie esperaba que se convirtiese en un enorme éxito y mucho menos que inaugurase un subgénero que, décadas después, estrellas como Liam Neeson o Rami Malek mantienen vivo


En una crítica durísima, The New York Times tachó El justiciero de la ciudad de “amenaza inmoral para la sociedad y un estímulo a la conducta antisocial”. Fue la tónica general. El film que entusiasmó al público y dividió a la crítica se convirtió en un fenómeno social que inició una conversación sobre la violencia en unos Estados Unidos que en aquel momento vivían en un estado de paranoia por el aumento de la delincuencia en las grandes ciudades. El argumento no era demasiado intrincado. Paul Kersey es un exitoso arquitecto que lleva una vida idílica en Nueva York hasta que unos delincuentes allanan su casa y matan a su mujer y violan a su hija, que tras el ataque sufre un trauma que la reduce casi a un estado vegetal. La agresión convierte al pacífico Kersey en una máquina de matar que sale a las calles a asesinar a cualquiera que infrinja la ley.
Es Harry el sucio, pero sin placa y sin ironía. El argumento final se alejó tanto de la novela original en la que se basaba que su autor, Brian Garfield, se quejó. “Es una mierda”, espetó al salir de la proyección. “Sí”, le respondieron los productores. “Pero va a generar un montón de dinero”. Muchos críticos pensaron lo mismo que el escritor, pero a Bronson no le importó. “No hago películas para la crítica. No pagan por verlas”.
El justiciero la ciudad, estrenada en España hace ahora cincuenta años, en abril de 1975, no era la primera película del género al que el crítico William Margold llamó venganzamático, pero fue la que más espectadores llevó a la sala de cine. Su influencia fue esencial para que poco después llegase a los cines Taxi Driver (Scorsese, 1976) y también una pléyade de producciones que con el auge del vídeo se convirtieron en las más rentables. Las estanterías de los videoclubs se llenaron de réplicas de esa figura arquetípica, el vengador solitario de pocas palabras y muchas balas.

El secreto de su éxito no estaba tanto en su argumento como en la personalidad magnética de su protagonista, Charles Bronson (1921-2003), una estrella que en aquel momento, sobrepasados los 50 años, parecía en decadencia. Pero no podía haber habido otro Paul Kersey. Su director, Michael Winner, dijo que el actor no tuvo que “profundizar en lo que hacía ni en cómo lo hacía” porque “tenía una gran fuerza en la pantalla, incluso cuando estaba quieto o en un papel completamente pasivo. Hay una profundidad, un misterio; siempre existe la sensación de que algo va a suceder”. Bronson era “la personificación misma de la venganza justa. Era una figura de ira lenta y de voz grave que, cuando se enfadaba, hacía que el Harry Callahan de Clint Eastwood pareciera un apóstol de la moderación”, lo describió The New York Times.
Vengador de familia numerosa
Bronson era el undécimo de los quince hijos de un matrimonio lituano afincado en Pensilvania. El padre, un minero de carbón analfabeto, murió cuando Bronson tenía 10 años y de él apenas recuerda que todos se escondían cuando llegaba a casa. Vivían en un sótano en la pobreza más absoluta y apenas hablaban inglés. Tenían tan poca ropa que a veces Bronson usaba los vestidos de sus hermanas mayores y compartía los calcetines con su hermano: él los llevaba a clase por la mañana y al llegar a casa se los quitaba y se los daba a su hermano para que los llevase a la mina. No le gustaba el colegio, sólo dibujar, y acabó trabajando en la mina como el resto de sus hermanos. Cuando empezó la Segunda Guerra Mundial se unió a las Fuerzas Aéreas del Ejército de los Estados Unidos, algo que siempre consideró una “bendición”. Por primera vez, estaba bien alimentado y bien vestido. Y pudo mejorar su inglés.

Cuando se acabó la guerra realizó cualquier trabajo para subsistir: fue albañil, cocinero, recolector de cebollas e incluso alquiló sillas de playa en Atlantic City. Allí conoció a una compañía de teatro con la que empezó encargándose de la escenografía para descubrir, poco después, lo mucho que le gustaba actuar. Su primera oportunidad en el cine le llegó gracias a una habilidad que había desarrollado en su infancia: fue en Esto es la marina (1951), con Gary Cooper, y la consiguió por su capacidad para eructar en el momento justo. Cuando lo del cine se transformó en su actividad definitiva y en medio de la persecución del infame macartismo desarrollaba a través del Comité de Actividades Antiamericanas, cambió su apellido real, Buchinsky, por Bronson. No eran buenos tiempos para nada que sonase a ruso.
Su físico –pelo negrísimo, rostro aceitunado y fuertes músculos– le permitía adaptarse a papeles diversos. Hizo de polaco, de latino, de italiano y de indio americano. Era la época en la que John Wayne interpretaba a Gengis Khan y nadie había oído hablar del whitewashing (la extendida costumbre de contratar a actores blancos para que interpretasen a personajes de otras razas). Su cara, que fue definida por un crítico como “una bolsa de papel arrugada”, empezó a hacerse popular. Participó en decenas de series de televisión y fue el secundario que robaba planos en clásicos como Los siete magníficos (1960), La gran evasión (1963) o Doce del patíbulo (1967).

Pese a todo, nunca llegaba el gran papel protagonista que esperaba. Su agente le sugirió que se fuera a Europa, donde era mucho más apreciado. Aceptó a regañadientes hasta que un admirador cambió su visión del asunto. Era el francés Alain Delon, que se había prendado de su interpretación en Kelly el ametralladora (1958), una de esas cintas baratísimas que Roger Corman rodaba en una semana. Y Delon lo quería en su última película. Empezó así su idilio con Europa, donde los productores le convencieron de que desarrollase su carrera porque “el público se sentía atraído por el personaje, no por la apariencia”. En EE UU, Bronson estaba condenado a ser siempre un actor “de carácter” y los protagonistas quedaban para Robert Redford o Warren Beatty. Pero en Europa podría ser el héroe, el que también se llevaba a la chica.
Adiós, amigo (y hola, Europa)
Adiós, amigo (1968) se convirtió en un éxito rotundo en Europa. También el spaghetti western Hasta que llegó su hora (1968), de Sergio Leone, que dijo de él que era “el mejor actor con el que he trabajado”. También El pasajero de la lluvia (1970), de René Clément. Bronson se paseaba por Cannes entre aplausos, pero en Estados Unidos sólo estaban empezando a enterarse de aquel éxito. Y fue un italiano quien les ayudó.

Un contrato de tres películas con el productor Dino De Laurentiis, que estaba convencido de que aquel éxito se podía exportar a Estados Unidos, lo convirtió en el actor mejor pagado. Después de que Los secretos de la Cosa Nostra (1972), America violenta (1973) y El justiciero de la ciudad (1974) superasen los 150 millones de dólares en la taquilla pasó a cobrar 1,5 millones de dólares por papel, además de un pellizco de la recaudación internacional. De vivir a la sombra de las grandes estrellas pasó a competir con ellas: con Redford, Barbra Streisand o Al Pacino. Se convirtió en la estrella mejor pagada del mundo, interpretando un papel que sólo podía interpretar él.
No todos los directores europeos consiguieron seducirle. Dijo no a Ingmar Bergman, por ejemplo. “Para Bergman, todo es debilidad y enfermedad”, le contó al crítico Roger Ebert. “Todos sus personajes tienen algún problema mental y solo piensan en el suicidio. ¿Quién pagaría por ver algo tan aburrido?” se preguntaba. “Si estuviera en una casa con esa gente de las películas de Bergman, me iría sin pensarlo. Y, sobre todo, no pagaría cinco dólares por verlas”.

Tampoco le interesaban los nuevos aires de Hollywood, demasiado sensibles, liberales e introspectivos. Abominaba de los jóvenes actores del método como Al Pacino o Robert de Niro, y de la crítica que lo despreciaba. “Esos críticos no entienden que es mucho más difícil actuar con sangre en la cara que tomando cócteles en un sofá”. No entendía el rechazo que provocaba su hiperviolento personaje, Kersey. “Los críticos nunca ven mi papel como lo que es: como un hombre que protege su jardín matando serpientes venenosas. En cambio, dicen que soy yo, otra vez, cometiendo actos violentos”. Aunque hubo críticos que sí supieron apreciarlo, como el propio Ebert: “Hay algo en Charles Bronson que resulta inquietante. Realmente parece poseer la capacidad para la violencia. Está ahí en sus ojos, en sus antebrazos musculosos y en su forma de caminar. Otros actores pueden parecer violentos en sus papeles; pero no parecen violentos en persona. Bronson, sí.”
Con El justiciero de la ciudad, su fama se multiplicó. Bronson que ya había superado los 50, recibió con ella una sobredosis de atención del público y los medios, algo que odiaba. Sabía que las entrevistas eran necesarias para la promoción, pero las despreciaba. “Solo soy un producto, como una pastilla de jabón, al que hay que vender lo mejor posible”, declaró a Roger Ebert. “Su estado natural de conversación es el silencio”, concluyó Ebert tras conocerlo.

También mantuvo alejada de los focos su vida privada. En 1965 se divorció de su primera mujer, Harriet Tendler, y se casó con la actriz Jill Ireland, a la que había conocido rodando en Europa. Juntaron a los tres hijos de cada uno y aportaron uno en común. Los nueve vivían en una mansión en California y Bronson trabajaba para darles a sus hijos las comodidades que él no había tenido. Interpretó a Kersey en cuatro películas más, cada vez más violentas y con argumentos más disparatados. Su carrera se mantuvo con brío gracias a éxitos como La ley de Murphy (1986), El guardaespaldas de la primera dama (1987) y Kinjite, prohibido en occidente (1989). En televisión protagonizó la serie de telefilmes Familia de policías (1995-1999), donde ejercía de patriarca.
Tras la muerte de Ireland en 1990 a causa de un cáncer de mama, el actor se sumió durante varios años en una profunda depresión. Volvió a casarse por última vez con Kim Weeks, que estuvo a su lado hasta su muerte por neumonía. Tras su muerte hubo críticos que lo trataron con el cariño y la admiración que él siempre había esperado. “Bronson rebosaba energía vital masculina, estoica dureza, capacidad y fuerza”, escribió Stephen Hunter en Los Angeles Times, “y siempre proyectaba el carisma de la ambigüedad: ¿Era un hombre guapo y feo o un hombre feo y guapo? Nunca se estaba seguro, así que era obligatorio estudiarlo más a fondo”. Y eso hizo el público.

El género venganzamático perdió popularidad durante los noventa, pero no se desvaneció. Lo reivindicó Quentin Tarantino, su principal valedor, en Kill Bill (2003) y sirvió para relanzar la carrera de Liam Neeson, reconvertido desde las tres entregas de Venganza (2008-2015) en el vengador oficial del siglo XXI. En 2018, Bruce Willis protagonizó un remake del clásico de Bronson en El justiciero, después de que Sylvester Stallone se apease del proyecto. Esta vez Paul Kersey era médico en lugar de arquitecto. De nuevo la crítica la destrozó, pero esta vez el público también le dio la espalda a una revisión que descafeinaba la desprejuiciada violencia de Bronson. Pero las películas de hombres corrientes que se convierten en máquinas de matar sin escrúpulos siguen llegando. Esta semana se estrena en los cines Amateur con Rami Malek recorriendo la misma senda, pero con las tímidas maneras de un nerd, con menos sangre y más presupuesto, pero el mismo fin: la venganza. Bronson estaría orgulloso.
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