El realismo mágico de Isabel Preysler
La reina del papel cuché llega a los 70 años convertida en un territorio dedicado al cultivo del misterio y una máquina de vender revistas o de cualquier cosa asociada a su nombre
Las famosas como Isabel Preysler (Manila, Filipinas, 1951) viven dos vidas, la suya y la que cuentan las revistas. Como Isabel Preysler lleva medio siglo siendo famosa se encuentra cosas como esta en su vida paralela, la conocida vida cuché. Una publicación llamada La Revista publicó en 1985 que estaba embarazada de tres meses. ¿Por qué? Durante un vuelo entre Madrid y Málaga, la joven Preysler se habría dejado olvidada en el avión una agenda personal en la que anotaba las fechas de sus menstruaciones. Una pasajera se hizo con ella, se fijó en que no había nada apuntado en las últimas semanas, hizo cuentas y envió fotocopias a la prensa. Falso el embarazo, se supone que falso el hallazgo y falso el calendario menstrual.
Así, en la frontera de lo irreal, de lo real y del realismo mágico, se escribe la historia de Preysler. Un territorio dedicado al cultivo del misterio en el que se habla (y hablan: asistentes, niñeras, chóferes) de sus falsos romances de quita y pon hasta una última deriva enloquecida en la que se le asoció a Jorge Valdano y Florentino Pérez, de ahí que antes de que la rumorología la llevase a los brazos de Mourinho, Preysler asumiera la publicación de sus primeras fotos con Mario Vargas Llosa, última pareja de una mujer que estuvo casada con Julio Iglesias, Carlos Falcó y Miguel Boyer (“me enamoré de él, lo sentí por Carlos, pero ocurrió”). Como es una máquina de vender revistas, cualquier cosa asociada con su nombre explota comercialmente. Hace años corrió la noticia de que en su tratamiento de belleza (dos horas al día según una asistenta lenguaraz) utilizaba una crema que costaba diez euros: se agotó a los pocos días. Los mismos días en los que el mundo creyó que parecerse a Isabel Preysler era barato.
Imagen de marca, empresaria de sus productos de belleza, lustrosa anfitriona de fiestas. Oficios generosos (para quien los ejerce) que exigen de ella lo que mejor da: presencia. Entrenarla, mantenerla, exhibirla. También el carácter, como relató en la revista Caras de Perú. “Tengo el corazón a la izquierda, pero la cabeza a la derecha”, dijo, a lo que Vargas Llosa contestó: “Esa es una debilidad aceptable. Pero no serás feminista, ¿verdad?”. Preysler respondió que sus hijas la consideran una “feminista radical” porque cree en la igualdad salarial y está contra la discriminación, pero le disgustan los extremos frívolos. “¿Por qué vas a ser menos respetable si llevas tacones o te pintas los labios?”.
La mejor prueba de que un Premio Nobel trastorna la relación de un escritor con la realidad es que Mario Vargas Llosa creyó que la expectación por su noviazgo con Isabel Preysler era debida a él. Se lo confesó a un amigo aquellos juveniles días de 2015 que transcurrían entre persecuciones de paparazis por las calles de Madrid. “Me dijo que estaba cansado de la atención exagerada sobre ellos, y yo asentía comprensivo hasta que de repente, según avanzaba la conversación, me di cuenta de que daba por hecho que el foco era por él. Ahí ya no sabía dónde meterme”, dice este amigo, que decidió, al colgar, llamar a otro colega, escritor como ellos: “Hay que decirle a Mario la verdad”. El caso es que Vargas Llosa sabía aproximadamente quién era Isabel Preysler, pero solo cuando empezó a salir con ella supo perfectamente quién era Isabel Preysler.
El quién lo supo Mario Vargas Llosa; el por qué, otro escritor peruano, Santiago Roncagliolo. Fue uno de los asistentes a la codiciada fiesta del 80º cumpleaños del Nobel y allí, estando en un corro, se acercó Isabel Preysler, saludó a todos y siguió su camino. Cuando se giró Roncagliolo para seguir la charla se encontró a todos con la boca abierta. “¿Verdad que es maravillosa?’, dijo un señor, casi con lágrimas en los ojos. ‘Perfecta’, aclaró una mujer con la mandíbula en el suelo”. El escritor, que escribió ese encuentro en Vanity Fair, pensó que se estaba perdiendo algo. Después de encontrarse con ella en ocasiones sucesivas, creyó entenderlo: “No era una persona, sino una aspiración. Tras 40 años manejando su imagen social con la precisión de una artesanía china, la gente no la saluda a ella, sino a sus propios sueños (...). La mayoría de las personas, al tratar de ser elegantes, solo conseguimos ser imitaciones de otras personas. Isabel consigue ser ella misma. Y eso es la verdadera elegancia”.
Isabel Preysler cumple 70 años de vida el próximo jueves 18 y más de 50 como famosa, concretamente desde la noche de 1970 en la que el joven Julio Iglesias acompañó a Preysler a su casa y dieron por inaugurado el romance. Ella estudiaba Secretariado Internacional y llevaba en España dos años, desde que sus padres la sacaran de Filipinas porque no les gustaba la relación que tenía allí con un chico. Que tus padres te hagan cruzar medio planeta con 17 años porque no les gusta tu novio y termines en los brazos de Julio Iglesias debería ser, según consenso científico, el canónico ejemplo del sintagma “justicia poética”. Se casó —embarazada— llorando a mares, tanto que el sacerdote le dijo que nunca había casado a una novia tan triste, como reconoció ella en Vanity Fair. Quería a Iglesias, pero no estaba lista para casarse. Lo seguía queriendo cuando se presentó en el aeropuerto para decirle, cuando el cantante bajó del avión: “Me pediste muchas veces que me casase contigo. Yo solo te voy a pedir una vez que te separes de mí”. La madre de Preysler voló a España para remediarlo porque entendía que, si un hombre la quería como Iglesias, daba igual lo que él hiciese fuera de casa. “Ya no estoy enamorada”, le dijo su hija. “¿Enamorada?”, respondió su madre. “Si eso no existe. Si piensas en estar enamorada te vas a casar 14 veces”.
“Estoy en contra del Photoshop”, dijo hace unos años Isabel Preysler a EL PAÍS. En uno de sus primeros viajes de placer, le contó Vargas Llosa a Roncagliolo que llegaron a una isla escapando de la prensa mientras saltaban de avión en avión. “La isla estaba poblada de monos completamente obscenos que fornicaban o se masturbaban delante de todo el mundo. El mar estaba infestado de serpientes de tres metros que mordían y dragones de Komodo por todas partes. Un sitio espantoso”, dijo el Nobel en Perú. Todo, “para tener un poco de privacidad”, en lo que podría ser una arriesgada metáfora digna de su ensayo La civilización del espectáculo, tener que ir a buscar intimidad entre una orgía de monos.
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