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La paradoja y el estilo
Columna
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Noche de confesiones

Igartiburu me había dicho este verano que le encantaría compartir la tradicional noche de Fin de Año “con otra mujer. Tendría un significado enorme”

Ana Obregón y Anne Igartiburu durante la séptima edición del programa 'Mira quién baila', en 2009.
Ana Obregón y Anne Igartiburu durante la séptima edición del programa 'Mira quién baila', en 2009.BCN (GTRES)
Boris Izaguirre

Hay leyes secretas en la trastienda de la televisión. Una de ellas es que cualquier buena noticia genera menos empatía que una tragedia. El mejor ejemplo de que la televisión favorece el conflicto ante la alegría es que el anuncio de que Ana Obregón volvería a la televisión para dar las campanadas de Nochevieja junto a Anne Igartiburu, quedó eclipsado por la confesión nocturna de Kiko Rivera sobre los tejemanejes y engaños perpetrados por su madre en la finca familiar Cantora, ese Neverland que se extiende desde un pedregoso rincón de Andalucía hasta el corazón de Telecinco.

Cuando se hizo pública la pareja de presentadoras para despedir un año tan dramático, me alegré por Obregón, a quien considero un gran talento televisivo. Recordé que en una emisión de Lazos de Sangre ella recordó la retransmisión de las campanadas como un momento siempre feliz. Igartiburu también me había confesado durante la grabación este verano de su programa, Corazón, que le encantaría compartir la tradicional noche de Fin de Año “con otra mujer. Tendría un significado enorme. Nunca se ha hecho”. El día del anuncio, Susana Uribarri, mánager de Ana Obregón, me aseguró que la idea había sido suya pero que esperó a que “Ana me dijera que se sentía con fuerzas para hacerlo. No podía adelantar nada pero sabía que ella al final lo haría”. Estas conversaciones me produjeron alegría, una desacostumbrada sensación en estos días, porque hablaban de esperanza, de optimismo, de querer seguir adelante. Tres razones que me parecen esenciales para superar cualquier crisis.

Cuando esa noche se hizo más oscura y fría, Kiko Rivera lanzó rayos y truenos sobre Cantora y todos nosotros. Al día siguiente ya todo el mundo hablaba del 31% de audiencia que había cosechado la desenfrenada confesión. Días después acudí al programa La Resistencia e intenté explicarle a su joven presentador, David Broncano, lo que había pasado, sospechando que les interesaba bien poco el pantojismo. En efecto, confirmé que estaban curados en salud, con anticuerpos contra el virus de Cantora. Broncano incluso preguntó si Cantora era un animal y tras la risa, conseguí resumir en pocos minutos esa descomunal historia de trajes de torero ocultos en la habitación de Paquirri; las diferencias genéticas entre los hijos de Paquirri con Carmen Ordoñez y Kiko, el único hijo que tuvo con Pantoja. Y me atreví a pedirle a Isabel que respondiera a Kiko desde La Resistencia. Durante mi intervención, reafirmaba que para aquella audiencia joven esta truculenta historia les suena lejana. Pero quizás deberían enfocarlo de otra manera, como si fuese Juego de Tronos. Historia y ciencia ficción, el retrato de un país atávico, con toros y tierra, con gritos y susurros, casi primitivo que pivota sobre valores y contradicciones tan intensos, que se vuelven absurdos y, sin embargo, perfectos para hacer que su narración nos domine, nos entretenga.

Desde esa noche en que Cantora se volvió Neverland, necesito una buena noticia. Y llegó al leer que Dolly Parton había donado un millón de dólares a la investigación que consiguió la vacuna del laboratorio Moderna. Siendo adolescente, amé a Dolly Parton porque aunque parecía cursi, detenida en su propio country, la sentía atrevida y haciendo algo delicado pero fuerte por la figura femenina. Mostraba ese escote exuberante, como Mae West, acompañándolo de un mensaje de fuerza y valentía a las mujeres. Cuando se asoció con Jane Fonda, entendí que compartía un pensamiento común y juntas rodaron Como matar a tu jefe (Nine to five) en esa década prodigiosa de los años ochenta, sobre cómo las mujeres explotadas laboralmente podían rebelarse.

Sigue siendo una comedia increíblemente afortunada, filmada en esos ochenta en los que Pantoja seducía a Paquirri, cebando esa leyenda de la tonadillera y el torero. Cuando los fantasmas de Cantora volvíanse fuego de amor, luego cenizas y ahora volcán rentable. Cuando Ana Obregón preparaba paellas para Steven Spielberg. Quizás la mejor noticia sería que todos volvamos a los ochenta al final de las campanadas.

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