Días de hipocresía
El mundo avanza en una dirección rara. Si no naufraga, hace aguas y Ágatha Ruiz de la Prada parece un salvavidas
Si hay alguien que está gestionando bien algo, esa es Ágatha Ruiz de la Prada. Tras la alocada experiencia en pos de una vacuna posmatrimonial que pudo ser su relación con Luismi, la diseñadora vuelve a intentarlo con otro Luis, más joven y probablemente más mundano, con el que se ve estupenda paseando en la ciudad con una mascarilla diseñada por ella. Un mensaje perfecto: afrontar la nueva realidad con una nueva historia de amor. Y un nuevo diseño.
Mientras, en el Congreso, se reproduce la crispación que se diseña y explota en Sálvame. En el programa de Telecinco se ha abierto una crisis de colaboradores, muy polarizados y enfrentadísimos entre sí, donde son ellos mismos quienes ocupan el centro, bronco y sentimental, del debate. Deberían convocar a Ágatha para que les tranquilice con su mascarilla mágica.
El mundo avanza en una dirección rara. Si no naufraga, hace aguas y Ágatha parece un salvavidas al que aferrarse. Me emocioné durante el telediario viendo las manifestaciones en Estados Unidos. Hemos observado demasiadas veces cómo la policía puede abusar y humillar a alguien por una cuestión racial. Estados Unidos posee un sistema invisible que decide cuánto vales, qué mereces y cómo vas a ser tratado. Y es ese sistema invisible lo que la muerte de George Floyd ha vuelto a hacer visible.
Una amiga de Nueva York me envió las imágenes de las grandes tiendas de la Quinta Avenida, protegidas por vallas de madera, como hacen ante los huracanes, como respuesta a los saqueos. Ese lujo en venta, que tantas veces llamamos aspiracional, se parece ahora a una bofetada de injusticia. Entonces Trump decide sacar a las fuerzas armadas para contener a sus propios ciudadanos. Cuando veo esos camiones cisternas disparando agua sobre los manifestantes, recuerdo lo mismo sucediéndole a manifestantes venezolanos en su lucha contra Nicolás Maduro. Yo he estado en esas manifestaciones, he corrido casi sin aire por el gas pimienta y he escuchado cómo los estudiantes llamaban a los camiones “ballenas”. Trump y Maduro recurren a las mismas armas contra la gente. Y en su ofensivo estilo, se parecen.
Tantos días sin la necesaria cortesía social me está volviendo demasiado sincero. Aprovecho pues para decir que aspiro a que le impongan la correspondiente multa al príncipe Joaquín de Bélgica, por saltarse el confinamiento para acudir a una fiesta de su novia en Córdoba. Se saltó las reglas por amor y lujo, y cogió la covid-19. Aunque pidió disculpas, no dejo de pensar en que si Joaquín fuera más del Congo que de Bélgica no le dejarían subirse fácilmente al avión ni tendría esa novia cordobesa tan rubia y poco solidaria.
Pero noto que empeñarme en estas cuestiones me crispa, me polariza. Por eso me refugio en la lectura de A propósito de nada, las memorias de Woody Allen. Animado, reviso su cinematografía, que me la bebí de joven y ahora de adulto sigo disfrutando del mismo encanto, un crescendo que alcanza su cima con las películas que dirigió con Mia Farrow. Otra historia de amor entre personas muy blancas que terminó muy mal: Mia se quedó sin carrera y Woody en entredicho. Algunos de sus diálogos en cintas como Manhattan o Stardust Memories se hacen indigestos hoy día. Pero el amor por el cine que destilan, en cambio, nos da alas en estos momentos inciertos. Cuando Estados Unidos se vuelve un mal sueño americano, Allen aparece para que volvamos a sentirlo como una aventura, con altibajos, en busca de un final feliz. Que, en el fondo, nada es a propósito de nada.
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