Los hermanos Roca: “Vamos a desmontar El Celler de Can Roca”
Después de renovar votos y comprometerse a seguir juntos al menos una década más, confiesan que necesitan salir de la rutina y anuncian cambios
Hay varios antes y después en El Celler de Can Roca. Para empezar, el 16 de marzo está señalado en el calendario. Ese día Jordi Roca (Girona, 44 años), el hermano pequeño y pastelero de los Roca, anunció en sus redes sociales que acababa de recuperar la voz después de siete años padeciendo disfonía espasmódica. Un motivo de felicidad máxima en esta familia. Son más piña y más roca que nunca. “Han sido años durísimos, de no saber qué tenía”, explica Josep Roca (Girona, 57 años), el sumiller y responsable de sala. “Yo los veía sufrir. Era incomodo. Ya está. Ahora digo que con mi voz voy a dar cariño y a recibir cariño. Es un regalo vivirlo así, con agradecimiento y sinceridad”, dice el afectado. Es lunes, 20 de marzo. El Celler de Can Roca está cerrado por descanso. Es el momento que eligen los hermanos para conversar con EL PAÍS. Están tranquilos: por la tarde intervienen los tres en el Fòrum Gastronòmic Girona, a un paso de casa.
La pandemia también les ha cambiado las prioridades y algunos hábitos. Josep, por ejemplo, en línea con el pensamiento filosófico que abrazó hace una década, en busca de un mundo mejor, cultivando su mirada hacia la agricultura y la cultura antigua del bienestar, ha modificado conductas relacionadas con la alimentación —ha reducido el azúcar, el alcohol y la proteína animal—, además de obligarse a comer sentado, algo que antes pocas veces hacía: “comía de pie y en 10 minutos, y ahora me gusta hacerlo en el bar con mi padre”. También ha ordenado el sueño: “Antes apenas dormía cuatro horas, y ahora me obligo a dormir siete con el deseo de llegar a ocho horas. Qué importante es cuidarte por dentro”, dice.
Todos estos planteamientos los han trasladado a El Celler de Can Roca, que ha sufrido, advierte Joan Roca (Girona, 59 años), una transformación tranquila, lenta y pausada. La locomotora del grupo empresarial —que incluye negocios como el restaurante y espacio de eventos Mas Marroch, las heladerías Rocambolesc, el hotel boutique con chocolatería incluida Casa Cacao, el restaurante Normal, además de Can Roca, el restaurante tradicional de sus padres— ha incorporado a su propuesta gastronómica más vegetales y ha reducido la proteína animal. “El 80% de los platos son vegetales y muchos de ellos vienen de nuestra propia huerta. Esto responde al proceso de plantar, cultivar, recolectar y cocinar. Es nuestra manera de entender el restaurante, una línea de pensamiento y estilo propio, que se produce en un periodo corto de tiempo”, explica el hermano mayor.
Este cambio viene de atrás, de cuando empezaron en 2012 a rendir culto a la tierra. Comenzaron con un pequeño huerto en La Masía, el lugar en el que investigan y experimentan, a un paso de El Celler. Más tarde añadieron otra extensión de dos hectáreas de cultivo en Mas Marroch, en Vilablareix, al lado de Girona, en el que trabajan cinco personas, con Josep Roca al mando, y donde tienen certificación de agricultura ecológica y esperan conseguir el mismo aval en agricultura regenerativa. “Lo hemos ido haciendo de manera natural, sin estridencias, sin grandes proclamas, de una manera orgánica”, dice Joan.
La discreción es marca de la casa. No les gusta presumir. Ni de caballo, “con el que se hace el labrado”, deja caer Jordi. Josep le reprende. Es él quien trabaja el campo con el caballo y no quiere dar una imagen frívola con este tema. Lleva una década tomándoselo en serio y le preocupa la caricatura o la foto de postureo con el trabajo en la tierra. Es un asunto serio. “Tiene que ver con la cultura del subsuelo, con una reflexión de la agricultura en un futuro sin agua, y en el que tengo dudas también de si remover la tierra tiene sentido en este momento, en el que hay que tener una mirada más colaborativa, y más de cooperación con los organismos del subsuelo”, añade el hermano mediano, que reconoce la felicidad que le aporta trabajar en el huerto, rodeado de cabras, ocas y gallinas. “Estamos aprendiendo, llevamos solo 10 años y es muy poco. El campo requiere de mucha lentitud”. Sale al quite Joan: “Hay mucha tendencia a contar mucho, y nosotros somos de hacer mucho y contar poco”. No está muy conforme Jordi, que ahora desde que ha vuelto a hablar se hace oír más: “Pero está bien contarlo, hay mucho curro detrás, hay que visibilizarlo. Aquí hay un debate interno, que lidero, y es que este discurso vale la pena que se conozca y que la gente lo aprecie. Pero somos tan comedidos, tan tímidos…”. Los tres ríen.
Los mayores trabajan juntos desde 1986, cuando tras un viaje a Francia decidieron montar en el barrio de Taialà, donde se criaron y donde siguen, un restaurante de cocina creativa, en la parte de atrás del bar familiar. En 1997 se sumó el pequeño, tras descubrir su afición por la pastelería, al lado del por entonces responsable de la cocina dulce de El Celler de Can Roca y ahora jefe de producción de Casa Cacao, Damian Allsop.
Después de 37 años, han decidido dar un paso más y renovar votos para seguir juntos al menos una década más. “Fue algo que salió de una conversación sobre si teníamos previsto, cualquiera de los tres, parar, prejubilarnos o jubilarnos. Lo hemos tenido que pensar individualmente, por si alguien quería parar o tener otra actividad”, dice Jordi. El compromiso es firme, asienten los tres. “Queremos seguir como mínimo, si tenemos salud, diez años más. Y en esta década acompañaremos a Jordi, que de alguna manera es el que ahora pone la energía por su momento vital”, afirma Joan.
Todo esto se produjo antes de conocer que los hijos mayores —Marc Roca, de 26 años, hijo de Joan, y Martí Roca, de 24, hijo de Josep— decidieran ser cocineros y trabajar en el negocio familiar. “Esto refuerza todo, pero nuestra decisión fue anterior porque pensamos lo que supone un restaurante, en cuanto compromiso y proyecto vital. Es probable que El Celler de Can Roca siga muchos más años que 10″, explica Joan, que añade que se trata de lanzar un mensaje de optimismo, “de decir que es una casa con historia y que quiere seguir haciendo historia”. A su lado, Josep matiza: “Seguir haciendo su historia, no hay que venirse arriba”. Jordi no puede dejar de recalcar algo: “Siempre somos santa Prudencia”.
Quién es quién
Sobre el papel que desempeña cada hermano tampoco tienen dudas. Se conocen bien. Josep asegura que él es el de “la mirada a largo plazo, el que va al fondo del pensamiento que nos precede. Es lo que te hace entender que todas las vanguardias dialogan con un pasado. Se requiere mucho respeto, poca banalidad a lo anterior y poco suflé de tus acciones, porque hay mucho que plantear sobre innovación y creatividad. Siglos atrás ya lo vivieron”. Añade que tiende a relativizar, porque “los restaurantes tenemos el compromiso de estar cercanos a la ética de la alimentación, al paisaje, al cuidado, además de promover la biodiversidad”.
Jordi bromea ante la seriedad y densidad del hermano: “Cuando suelta el discurso de tanta responsabilidad ambiental, filosófica y creativa, pienso a ver si lo voy a poner bien en el plato, no lo vaya a fastidiar”. Su papel, asegura, “es quitarle importancia para tener una mirada juguetona, lúdica y atreverse a hacer cosas. Cuando vas a hacer algo nuevo y tienes tanto background cuesta mucho. Ellos tienen mucha consistencia, y eso es importante, pero hay que jugar y eso lo aporto yo. Aquí es todo muy importante”. Todos ríen a carcajada limpia. Joan hace que todo fluya porque “esta historia la hemos construido sin darnos cuenta, es un proyecto casi naif, que empieza con mucha inocencia e inconsciencia, y se ha convertido en algo muy sólido”.
Y fue en la pandemia cuando reflexionaron sobre el futuro. “Tuvimos tiempo de parar y pensar. No sabíamos cuál sería el futuro y nos replanteamos si sería igual la vuelta”, cuenta Jordi. Porque Josep “era partidario de derrumbar todo y hacerlo de nuevo, pero Joan respondió que no, que con lo que nos había costado... Y yo dije que nos quedáramos igual”. El sumiller reconoce que es el más loco, “Jordi es el más sensato y Joan, el más racional”.
El debate, en ese momento, fue más allá, explica Joan: “Reflexionábamos sobre cómo sería la alta gastronomía y el modelo de restaurante. Vimos la necesidad de cambiar cosas, de empezar de nuevo y repensar”. Y ahí siguen, avanza Jordi: “Queremos cambiar y volver a empezar, pero estamos viendo cómo. En estos próximos 10 años habrá cambios interesantes”. Porque lo que no quieren caer es en la monotonía. “Aquí viene gente que no ha venido nunca, lo descubren y quedan fascinados. Pero el cambio no es tanto por los que vienen sino por nosotros. Es un cambio vital de puertas adentro. Somos distintos de cuando empezamos. Llevamos 15 años aquí, lo vemos confortable, pero muy igual todo. Hemos llegado a un punto en el que todo lo tenemos a mano, estamos cómodos, todo es muy medido, el equipo trabaja bien... Lo conocemos todo, y eso es bueno, pero también da sensación de comodidad y aburguesamiento. ¿Vale la pena cambiar? Porque cuando estás bien es porque te lo has ganado. Tenemos esa cosa, ese regustillo, vamos a desmontarlo todo”, se explaya Jordi. Sobre la idea abunda Joan: “Nos sentimos inconformistas, tenemos ganas de iniciar una nueva etapa. Estamos viendo qué, cómo y dónde, pero es muy probable que El Celler viva un renacimiento”.
Nuevos retos
Poco a poco, los hermanos Roca se expanden por Girona: abrirán un centro gastronómico y cultural en el Castell de Sant Julià de Ramis, una antigua fortaleza militar levantada a finales del siglo XIX en la montaña de Sants Metges. Para este emplazamiento, al lado de Girona, tienen planes como abrir un hotel u organizar eventos. Mientras todo esto toma forma, en El Celler de Can Roca seguirán apostando por la parte más bonita de su oficio, matiza Josep, que habla de sostenibilidad emocional, como es “recibir, cocinar, dar, amar, cuidar y apostar por la felicidad. Es un canto a la vida, a la felicidad, al sentido del humor, a sentirte bien, a cuidar y apostar por la idea de generar sonrisa y bienestar. Tiene que ir por ahí la gastronomía”.
Tienen otro reto por delante: acomodar en el proyecto a los más jóvenes de la familia. Su integración, explica Joan, “se producirá de forma natural, pero además tenemos la suerte de que Jordi es una conexión entre nuestra generación y la de nuestros hijos, eso hace que haya ese enganche”. En este sentido, Josep matiza que es “más importante que Joan y yo sepamos decrecer nuestro peso más que la idea de que la siguiente generación tenga herramientas para seguir aprendiendo”.
Reconocen que tardan en llegar a consensos: “Somos lentos”, advierte Josep. “El consenso no es fácil para temas importantes, pero cuando tomamos la decisión vamos a muerte. Después no hay cuestionamientos”, matiza Joan. “No solo somos tres hermanos, somos tres familias, y eso involucra a todos, y eso es importante”, añade Jordi. Porque las esposas de los tres también trabajan en el ecosistema Roca: Anna Payet, esposa de Joan, es la directora del hotel Casa Cacao, Encarna Tirado, casada con Josep, es la directora de Mas Marroch, y Alejandra Rivas, mujer de Jordi, dirige Rocambolesc.
Siempre han estado unidos, sobre todo en los momentos difíciles. Que los ha habido. “Nos hemos encontrado en dos momentos complejos. Uno, sin dinero, cuando estábamos aquí en 1993, con los créditos al 17%, en la crisis posolímpica. Pasamos tres años, de 1994 a 1997, sin un día de fiesta. Y la dificultad del éxito. En momentos cruciales, en los que hay éxito, pero lo que no hay es dinero. Son las dos peores cosas, tener éxito y no tener dinero”, dice Josep, que insiste en las 16 horas de trabajo diario que echó durante 35 años. “Desde hace dos años intentamos racionalizar los horarios, a raíz del covid. Si el equipo descansa, nosotros también tenemos que generar una calidad de vida para nosotros. Detrás hay mucho esfuerzo, hay perseverancia y generosidad de tiempo con la gente que te dedica su tiempo y su dinero para estar aquí. También es un estilo de vida”.
Antes de finalizar la conversación para almorzar en Can Roca y preparar la intervención en el congreso gastronómico que se celebra en su ciudad, en el que son las estrellas, y en el que los dos mayores ceden el protagonismo al pequeño para que se luzca con la voz, Josep avanza un nuevo proyecto que no ha comunicado a sus hermanos. Expectante, Joan pregunta cuánto va a costar. “50.000 euros”, responde el de la idea. “Roca Recicla lleva diez años y hay que darle un vuelco y pensar que los vasos de botellas están superados y ahora hay que hacer polvo de las botellas para crear platos. Lo de los vasos ya es moda, hay que hacer una nueva evolución del proyecto”, explica. “Luego la liaremos más, seguro”, añade Joan. “Nosotros mismos nos complicamos la vida”, concluye Jordi.
Una marca consolidada, con sus virtudes y sus defectos
Saben que la marca la han ido construyendo poco a poco, partiendo de la temeridad que suponía. abrir en 1986 un restaurante gastronómico en un barrio obrero, "no exenta de esfuerzo, compromiso y sacrificio", explica Jordi, que alaba el ingenio de Joan para concebir platos diferentes y justificar la visita. Están satisfechos de los logros obtenidos. Son de relaciones largas en todos los sentidos. Este año cumplen una década siendo embajadores del BBVA, también tienen un acuerdo con The Macallan, además de con la marca de relojes Audemars Piguet.
"Hemos generado contenido y conseguido que El Celler sea una marca internacional reconocida. Es un modelo de negocio familiar con un ecosistema económico que hemos creado alrededor", explica Joan Roca. Han conseguido que escuelas de negocios como IESE, Esade y Harvard estudien El Celler de Can Roca como un modelo empresarial. "Con sus virtudes y sus defectos, pero sí como un caso empresarial que ha tenido cierto éxito y sobre todo como modelo de internacionalización de la marca, con repercusión más allá del ámbito geográfico en el que está".