El viaje de los Pérez:

De la Cañada Real a su primera casa vertical

El viaje de los Pérez: de la Cañada Real a su primera casa vertical

Una de las 130 familias realojadas del mayor asentamiento irregular de Europa se aferra a su nueva vida fuera de la chabola tras año y medio sin electricidad. El cambio de contexto implica calles asfaltadas y facturas que se acumularán

El sol se retira y los gallos callan. Sus últimos quiquiriquíes parecen entonados con sordina, mientras la oscuridad se pega al camino sin asfaltar, un yermo de anochecida. En este tramo de tierra seca, casas bajas y chabolas comienza el sector 6 de la Cañada Real Galiana de Madrid, una línea de puntos que los clanes de la droga han ido trazando con plantaciones interiores de marihuana. Los enganches ilegales utilizados para estos cultivos terminaron por sobrecargar la red eléctrica en octubre de 2020, generando unas interrupciones que duran hasta el presente. Y que han sumergido al mayor asentamiento irregular de Europa en una noche eterna.

En el sector 6 residen 820 familias, este es el viaje de una de las 130 que el Ayuntamiento de Madrid y la Comunidad realojarán en una primera fase. Después de cuatro años de espera, 18 meses sin luz y una pandemia, ha llegado el turno de los Pérez. Dejan su chabola para marcharse a una vivienda que aún no conocen en el barrio de los Tilos (Leganés, al sur de la capital). Más de 28 kilómetros por autovía que implicarán un cambio de contexto, pagar por los suministros en mitad de la ola inflacionista. Y hacerlo, además, sin trabajo estable, malvendiendo chatarra y con el único soporte de la renta mínima de inserción, unos 650 euros. Jesús Pérez (46 años) y Rocío Fernández (44), junto a sus hijos Daniel (28), Michael (26) y Jonny (13), se revuelven contra un destino que pesa.

Antiguo domicilio Mapa de La Cañada Real

La espera

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Una hoguera prende en el lateral del camino. Se envalentona con el azote del viento hasta iluminar el gesto abstraído de Jesús. En un piso, reflexiona, nadie enciende fogatas con las que “purgar cobre y calentar los huesos” aguados por el frío. La tierra es desde hace una década causante de su insomnio. Fue entonces cuando escuchó por primera vez que esta antigua vía pecuaria, hoy un caótico entramado urbano, iba a ser desmantelada por completo. La amenaza del derribo estaba ahí, siempre latente, pero sin llegar a materializarse, lo que hizo a Jesús sumirse en un hermético silencio del que solo ahora comienza a salir.

El padre de familia arranca después de cenar un generador que permanecerá en funcionamiento hasta mañana. El ruido del motor reverbera en las ventanas cuando un infiernillo comienza a caldear la chabola que Jesús levantó con sus propias manos 30 años atrás. Jirones de plástico, chapa y aglomerados, una estructura a la que se mudó desde Burgos con su esposa Rocío embarazada del hijo mayor. Le preocupa compartir nuevo vecindario con sus contrarios, clanes a los que ha jurado enemistad. Las razones se remontan varias generaciones y violan el inapelable código merchero con infidelidades o estafas. “Si ellos están, nosotros no podemos mudarnos”, sentencia.

Al día siguiente, el pequeño de los Pérez salta de la cama con el olor del humo denso pegado a la ropa y la piel. Abre una botella de Coca-Cola, se apoya sobre la lavadora y comienza a garabatear el cuaderno, en un posible intento por demorar su salida bajo el cielo inclemente. “Me gusta dibujar, se puede ganar dinero, salir de la pobreza”, advierte. Es un viernes lectivo de marzo, pero Jonny faltará a clase, ya se ha dado curso al traslado de su expediente académico. Del nuevo centro en Leganés solo sabe que le ha proporcionado unas inusitadas vacaciones de seis días. El mismo tiempo del que toda la familia dispondrá para empacar sus vidas.

La cuenta atrás da comienzo con una llamada que tardaba demasiado en producirse. Con ella los citan para firmar esta misma tarde el contrato de alquiler. La espera se le ha atravesado en el pecho a Daniel, aunque por momentos el canto de sus agapornis lo distraiga de la angustia. “Me encantan los pájaros, a estos los he criado yo, son mis hijos. A la casa nueva que se vienen todos”, desliza todavía en la cama. Se da la paradoja de que Daniel, admirador como es del mundo de las aves, padece vértigos y miedo a la oscuridad. “No podría dormir en un piso alto, si es así yo no me muevo”, advierte.

Llora en la estancia contigua otro Jesús, nacido el 11 de enero en el Hospital del Sureste. El pequeño y su madre Aitana, de 18 años, pareja de Michael, son la última incorporación a la familia. De los siete, solo esta joven menuda conoce las comodidades de un apartamento. Dos años atrás dejó el de su familia en Toledo para instalarse en la Cañada por amor. A las pocas semanas se hizo un apagón que los ha convertido a todos en víctimas propiciatorias del narco. “Aquí ya no podemos estar”, ruge ella. Y aviva sus esperanzas en la carne nueva. En que el pequeño estudie y encare un camino lejos de la miseria.

El de los Pérez es un horizonte que nunca parece abrirse. Jesús y Rocío heredaron de sus progenitores el oficio de feriantes y un analfabetismo que dificulta hasta las tareas más sencillas. Sus años nómadas, de pueblo en pueblo, finalizaron al recalar en la Cañada. Compraron a plazos esta tierra y un camión para recoger la chatarra que permanece desparramada por su parcela. En el saloncito de la chabola, bajo la atenta mirada de una virgen retratada al óleo, Jonny evoca sus correrías: “Éramos muchos chavales, todos con las bicis, derrapando por el barro. Luego nos hemos quedado solos. A todos les han dado un piso o se han largado”.

Ellos son los últimos del camino en que han vivido hasta el momento. Rocío lo hace saber esa misma tarde en la sede de la Agencia de Vivienda Social. “Habéis tardado, ¿eh?”. Allí entrega la fianza, algo más de 250 euros, que se suman a otros 300 prestados por su suegro que debió ingresar como garantía de solvencia. Al tiempo, conoce ciertos detalles de su nueva morada: es un primero, para que Daniel respire tranquilo, con dos baños y cuatro dormitorios, uno de ellos da paso a la cocina. Sin contrarios en la zona. La trabajadora social pregunta: “¿Es vuestra primera vivienda vertical, verdad?”. Rocío y Jesús asienten. “Daos el tiempo suficiente para adaptaros”.

El matrimonio sale de la oficina con el nuevo contrato bajo el brazo y la sensación de haberle hecho un regate a la suerte. “Lee lo que dicen los papeles, anda”, pide Rocío a su hijo Michael, que esperaba en el coche. El alquiler ascenderá a 50 euros, siempre y cuando presenten informes de Servicios Sociales que acrediten su vulnerabilidad. Vienen días de traer y llevar documentación. Fotocopias de la declaración de la renta y la vida laboral, el libro de familia, un volante del padrón, referencias de aquí y de allá. El proceso culmina con el derribo de su chabola, o “la infravivienda donde estéis”, en palabras de la trabajadora social. Tal es el futuro de los sectores 5 y 6 de la Cañada Real, pertenecientes a Rivas-Vaciamadrid y la capital, los más precarios de una antigua vía pecuaria que en total mide 14 kilómetros de largo.

Las demoliciones afectarán a más de 1.400 familias. Solo tendrán derecho a una vivienda de protección quienes no hayan sido adjudicatarios de una antes y residan en esta extensión desde 2011. Al resto, pendiente de cuantificar, le aguarda la intemperie. El esfuerzo administrativo que va a suponer la operación no tiene precedente en la Comunidad de Madrid, cuyo Gobierno anunció en diciembre un segundo convenio por valor de 34 millones de euros que beneficiará a 160 unidades familiares. El Ministerio de Transportes, por su parte, se ha comprometido a financiar un tercio de las reubicaciones futuras, hasta desmantelar en tres años el poblado, lo que costará más de 300 millones. Sufragarán el resto los dos ayuntamientos implicados, así como el Ejecutivo regional. La tarea pendiente se antoja descomunal.

Dos días más tarde, Jesús arranca el coche y pone rumbo hacia Leganés.


El traslado

A la entrega de llaves del nuevo piso acude todo el clan. Además del hermano de Jesús, ya realojado, por allí se pasean también varios representantes de la Empresa Municipal de la Vivienda. Las risas de los Pérez retumbando en un piso todavía desprovisto de muebles humanizan el acto burocrático. El pasillo se convierte rápido en una improvisada pista de 100 metros lisos. “¿Has visto la bañera con hidromasaje?”, pregunta Michael, que corre de un lado a otro. “¡Qué pasote la terraza!”, exclama Jesús. El tapón del desagüe se le resiste en el baño a Daniel, nunca antes había utilizado uno que funcionase con válvula. Solo el salón ya deja pequeña la vieja chabola de donde vienen los tres. Las ventanas que conceden vistas al parque de Leganés filtran una luz desvaída.

El problema es que la casa estuvo ocupada, cuenta un trabajador social; hay destrozos evidentes pese a la reforma. Se atascan varias persianas y puertas, permanece también obstruido el flamante hidromasaje. Rocío cae en la cuenta de que para colmo faltan radiadores. “Anda, es verdad. Puedes solicitar que los instalen”, explica un empleado de la Comunidad. La familia debe inspeccionarlo todo y anotar cada desperfecto en un impreso, de modo que estos puedan subsanarse. Solo el pequeño Jonny mantiene alta la moral tras media hora reconociendo el terreno. Apenas ha pisado el dormitorio y ya quiere buscar en Wallapop un escritorio propio.

El camión que Jesús posee para recoger chatarra es estos días un vehículo de mudanzas.

Michael conduce durante uno de los viajes a Leganés. Parece decir adiós a su antigua vida cuando la Cañada se desliza por la ventanilla.

El día del traslado es un símbolo. Familiares como el tío Jonny acuden a ayudar, igual que otros cargaron con sus recuerdos cuando fue él quien dejaba la Cañada.

Los nuevos inquilinos deben elaborar un listado de desperfectos, de modo que la Agencia de Vivienda Social pueda subsanarlos.

En la nueva casa, Rocío pasa horas cobijada en las musarañas. Las líneas de descontento que bajan desde su boca parecen ahora más delgadas.

Jonny tiene cuarto propio y lo celebra dando saltos con su primo. Acaba de llegar al piso y ya se afana en buscar por Wallapop un escritorio nuevo.

Terminada la mudanza, las gruas de la Comunidad de Madrid arrancan de cuajo la chabola de los Pérez. Jesús apenas tiene tiempo de rescatar sus últimos recuerdos.

Los adultos parecen ajenos a su entusiasmo y regresan en silencio a la Cañada. La unidad familiar ha ido postergando el momento de empaquetarlo todo en un cierto ejercicio de escepticismo, pero esta es la hora de recoger camas y estanterías, la televisión de plasma y el cuadro de Camarón. Al descolgarlo, Jonny bromea con que se ha dejado el pelo largo como homenaje al cantaor, el único santo que protege esta casa. Rocío guarda en la camioneta pequeñas latas con recuerdos, imágenes de sus familiares, que de un día para otro se instalaron en este territorio salvaje. “Preferimos no ver las afotos, aparecen seres queridos que han muerto”, cuenta con desazón.

Michael se encarga de conducir los enseres familiares a Leganés. El camión va lleno hasta los topes, jadea incluso antes de alcanzar la carretera. El paisaje desolado de la Cañada se desliza por la ventanilla, Michael lo observa de reojo, como si se despidiera. Daniel solo encuentra acomodo en el asiento del copiloto cuando los kilómetros de autovía se alargan bajo sus pies. “Lo bueno es que mi sobrino crecerá fuera de aquí”, bisbisea. “No será como nosotros, bandoleros por tierras de nadie. He tenido una infancia guapa, pero también muy dura. Mucha violencia y pobreza”. Un ejército de chavales, explica, llegó a dominar la Cañada. Tenían ansia de oro y chándales caros, pero pocos medios para adquirirlos.

Algunos sobrevivieron a la frustración, habitando las grietas del sistema; otros se enrolaron en el narco. Aquella decisión proyectó una sombra de muerte sobre el mayor asentamiento irregular de Europa. Los hijos de los traficantes se paseaban en quad, lucían zapatillas de marca, mientras los Pérez embarraban unas de estar por casa. Todavía hoy las calzan cuando descargan el camión, de vuelta en Leganés. Rocío se queja: “¡La mitad de todo esto debería irse a la basura, sumama! ¡No vamos a vivir en el piso igual que en una chabola!”. Las escaleras ven pasar montones de bultos, que después se apilan como torres flanqueando el pasillo. Esta será la primera noche de la familia en una casa vertical.

No hay gallos que despidan al sol en Leganés. Jonny entra rápido en la ducha, demasiado tiempo calentando agua en una olla cada vez que se lavaba el pelo. A la salida del baño su madre le peina con una sonrisa que deja intuir dos hoyuelos. Las líneas de descontento que bajan desde su boca parecen ahora más finas. En el salón, Michael y Daniel dicen que quieren cenar pizza, pero ninguno se atreve a encender el horno por miedo a la factura. “¡A ver quién la paga!”, lamentan. Solo los destellos del televisor iluminan al bebé, que reclama atención desde su cuna, acostumbrado como está a recibir la noche en brazos de Aitana. Ella se incorpora rápido en busca de un biberón. “Ya está, ya está”, susurra cuando da de beber al pequeño. La vida discurre a oscuras bajo el techo de los Pérez. Otra vez.

Barrio de los tilos Mapa de Leganés


Créditos

Coordinación Brenda Valverde
Dirección de arte y diseño Fernando Hernández
Maquetación Nelly Natalí

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