El asalto okupa a dos bloques abandonados de Collado Villalba
Más de un centenar de personas sin recursos forzaron los edificios de noche y en plena Navidad para resguardarse de ‘Filomena’
Los años de bonanza dejaron tras de sí un reguero de cadáveres inmobiliarios. Uno de ellos, abandonado bajo la montaña de deudas que contrajo su promotor, persistía en Collado Villalba (63.000 habitantes), la vertiente sur de la sierra madrileña de Guadarrama. Estas 86 viviendas divididas en dos bloques de cuatro alturas acaban de estrenarse tras un espectacular ataque, activado en plenas Navidades. Envueltos en la noche, medio centenar de asaltantes forzaron con taladros las cerraduras de la propiedad.
La finca se ha convertido en el hogar de unas 120 personas sin recursos. Lidia, con 49 años a sus anchas espaldas, recuerda que en diciembre falleció una persona sin hogar mientras dormía en la plaza de los Belgas de la localidad. “Si no hubiésemos entrado aquí, habría muerto mucha gente de la calle a causa del temporal Filomena”, relata. Su apartamento consta de una única estancia, más el baño, con una flamante ducha hidromasaje, pero sin agua corriente. Un infiernillo metálico calienta estos escasos 30 metros cuadrados que tan bien simbolizan la burbuja del ladrillo. Construido en 2008 por el grupo cántabro ya desaparecido ECC Vivienda, el inmueble pasó a formar parte un trienio después de la cartera de activos tóxicos de la Sareb, el banco malo.
La entidad es dueña de 28 de estos pisos —el resto pertenecen todavía a la promotora— y financiadora de todos ellos, vía préstamo hipotecario. Los garajes están inundados, lo que ha ocasionado humedades y goteras a las fincas limítrofes, como confirma Sareb. Lidia relata que se “encontraron todo en un estado ruinoso”. Acumulación de basura, presencia de ratas, destrozos en las bajantes y robo de las placas solares. “Han sido unas semanas de mudanzas, limpieza y reparaciones”, cuenta, sentada en el trillado sofá de su nuevo domicilio. Unos labios cortados delatan las duras condiciones que ha soportado esta parada de larga duración, antes camarera y cocinera durante casi tres décadas. “Hasta que pinchamos la luz, esto era una nevera. Por suerte conseguimos hacerlo antes de que llegara la nieve”.
La crisis inmobiliaria marcó este edificio tanto como la carrera de Lidia. En 2010 ella perdió su último empleo y nunca más ha encontrado un hueco en el mercado laboral. Desde entonces, subsiste “gracias a la ayuda familiar y al banco de alimentos”. Viste pantalones color verde caqui y sudadera a juego, como si la Asamblea de Vivienda de Villalba, en la que se enroló al perder su casa, impusiera un uniforme de batalla. Ante la avalancha de personas que carecían de una alternativa habitacional tras el desahucio, esta organización —similar a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH)— creó una subcomisión okupa “conformada solo por afectados”, explica Tamara Macías, portavoz.
El grupo indagó durante un año en el catálogo inmobiliario de grandes tenedores villalbinos. Preparativos que transcurrieron entre planos, dilatadas reuniones y muchas solicitudes de notas simples en el registro de la propiedad. “Tuvimos mucho miedo”, apostilla Lidia. “Porque esto no se hace por gusto, sino que la necesidad te empuja”. Tras acceder al recinto, los ocupantes encontraron pronto un armarito de llaves que les permitió abrir todos los pisos uno por uno. La acción no se hizo pública hasta dos semanas después, el 2 de enero, con todas las familias ya instaladas. Hasta su entrada, el edificio tuvo otros colonos: hoy todavía pueden apreciarse los agujeros en los techos que debieron dar cobijo a un sinfín de palomas, cuyos excrementos permanecen.
Macías comenta que intentarán negociar con Sareb un alquiler social, “pues esto estaba abandonado y se rescató con dinero público”. Una intención que la tormenta Filomena solo ha podido reforzar: los 45 centímetros de nieve que cubrieron las aceras del municipio evidenciaron las deficiencias del enganche eléctrico, intermitente y solo instalado en algunos pisos. En previsión del temporal, los ocupantes hicieron un llamamiento a la donación de mantas, ropa infantil y grupos electrógenos que ayudaran a aplacar el frío. El supermercado de enfrente abasteció de víveres, pues permanecía abierto pese al caos de los primeros días. Las familias cuyos pisos sí cuentan con luz acogieron en sus casas a quienes lo necesitaron.
—Yo no quiero vivir gratis, sino pagar las facturas y un alquiler acorde con mi situación.
Joana, tiene 24 años y usa un ajustado plumífero amarillo. Camarera desde la mayoría de edad, se quedó sin trabajo en marzo, cuando comenzó la crisis del coronavirus y su correlato económico. Entonces el piso de alquiler en el que residía se volvió demasiado costoso. “Busqué otro más barato, pero fue imposible. En todos pedían nómina o aval familiar y yo no contaba con ninguno, por lo que me quedé un tiempo en casa de mi tía”, relata, rodeada de sus enseres todavía empaquetados en maletas y bolsas de rafia. Ropa, mantas y menaje del hogar que se acumulan en una esquina. Su ventana da a un patio interior de cemento, donde la nieve ha perdido todo su aspecto solemne, absorbiendo la contaminación y adquiriendo un tono grisáceo.
Como en un albergue en mitad de la campaña de frío, aquí también hay lista de espera. Dos decenas de personas ya han solicitado un hueco en esta torre de Babel, refugio de inmigrantes sin papeles, personas en situación de calle y parados. Los candidatos se postulan llamando a la puerta del inmueble o contactando por medio de las redes sociales. Su nombre se apunta por si hubiera bajas o expulsiones. Con rotundidad, Joana precisa que “no están permitidos los comportamientos conflictivos”. Y agrega: “Aquí tenemos a 10 menores y tres mujeres embarazadas. Si cometes delitos o eres agresivo, te invitaremos a marcharte”. Un código parecido al de cualquier otra comunidad, si bien aquí parece aplicarse con mayor rigor.
En el pasillo gélido, que carece de iluminación, cuelga un cartel manuscrito: “Propón tus propias normas”. Bajo esa máxima, también traducida al árabe, los vecinos han anotado distintas aportaciones: “Mantener limpias las cosas”, “no fumar en las zonas comunes”, “respetarnos todos sin peleas” o “ser responsables con nuestros animales”. Isra, un marroquí de 32 primaveras, padre y sin permiso de residencia, suscribe lo anotado con un gesto afirmativo. Viste chándal negro, rematado con sandalias y calcetines que contrastan con su preciso corte de pelo estilo degradado. La propietaria de la casa en la que vivía necesitó hacer uso de la misma y él se vio en la calle con su esposa e hija, “encima en pleno invierno”.
“Me busco la vida descargando camiones”, prosigue el hombre. Cuando va a salir del edificio, la Guardia Civil lo intercepta en el portal. Desde el instituto armado se quiere filiar a todos los ocupantes y apuntan sus datos junto a la puerta en la que se alojan. Manuel, de 34 años, es conductor de VTC en paro; Sara, de 58 años, friega suelos en una oficina; Mohamed, de 53 años, vivía en la calle. Todos los inquilinos que van topándose con el dispositivo obedecen sin rechistar. Un agente explica que se trata de “trabajo rutinario”. A su espalda la nieve impone a la ciudad un silencio sepulcral. El mismo que hasta hace poco imperaba en este inmueble abandonado.
Año negro para el banco malo
La pandemia ha ralentizado el mercado inmobiliario y se ha convertido en una pesadilla para la Sareb, que debe deshacerse antes de 2027 del ladrillo tóxico que las entidades financieras le transfirieron para liberar sus balances. En su último informe de gestión, relativo al primer trimestre de 2020, el banco malo publica que, a la mitad de su vida teórica, se ha deshecho de menos de un tercio de la deuda adquirida. El año pasado, tres de esas ventas —un total de 95 pisos— se realizaron a la administración autonómica. Canarias, Euskadi y la Comunitat Valenciana adquirieron estos inmuebles a fin de ensanchar su parque público protegido. Aunque también hubo contactos con la Agencia de Vivienda Social, en Madrid nunca llegó a cerrarse un acuerdo similar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.